21 de octubre de 2009

PRUEBA



Para FM

Lucas Maroni había pasado en tres minutos a ser un chico infeliz. Resulta tan sencillo devenir en ese estado cuando el padre ha muerto de un paro cardíaco a los 41 años, como avanzar por los pasillos del colegio y ser mirado por los demás con mayor respeto y simpatía. Ése es el chico de segundo al que se le murió el padre…. Y la fórmula suena como un talismán contra el maltrato, contra la cruel ignominia del que está en el colegio desde la salita de tres frente al nuevo, contra el desdén de las deliciosas muchachitas que aún no lo miran, por desgarbado, por demasiado infantil en sus comentarios o en sus movimientos de largos brazos, como crecidos el verano anterior. Y se siente que esconde una experiencia de la que no puede hablar sin llorar, por lo que prefiere distraerse con el torneo de fútbol, olvidando por un minuto que la ausencia será constante, mientras recita su número de documento a uno de los alumnos más grandes que le pide sus datos. A medida que pasa la mañana, ha dejado de pensar en el sillón de cuero en el que vio la muerte cara a cara llevarse a su padre, que lo mira ahora desde una fotografía que se sacaran en Puerto Madryn en las vacaciones de Julio. Ha dejado de ver a su madre hecha un guiñapo dolorido, como si no tuviera columna vertebral, llorar abrazada al féretro cerrado.
Son las once de la mañana y Segundo año tiene prueba de Literatura. La profesora es un ser infrecuente que logra dominar sólo con una mirada a 35 criaturas de 13 años, que sienten literalmente que se desvanecen cuando ella hace una advertencia, segura de sí misma desde su aparente fragilidad física, que termina siendo su mayor bastión, puesto que además, cuenta con una voz estentórea y un léxico abultado del que extrae frases y refranes que a ellos los hace dudar constantemente si es que habla en serio o vive una gran farsa con la que se divierte después.
Lucas Maroni ha tenido en el pasado un entredicho con la profesora de voz estentórea y ojos de lechuza. Y ella cortó con una frase lapidaria Yo con vos no discuto, vos acatás mis reglas. Sin embargo, ella pareció olvidarlo, pues no tomó represalias con la nota, no lo trató con indiferencia, no dejó de explicarle cuando él, respetando acaso un mandato de preguntar todo lo que no entendiera, levantaba su mano para inquirirla sobre lo que ésta estaba por explicar apenas Lucas Maroni la dejara hablar.
Cuando entró, y una vez obedecida en silencio la orden Tomen asiento que la profesora de léxico abultado decía una y otra vez al entrar al salón y dar los Buenos Días, Lucas Maroni se incorporó pesadamente de su banco y le preguntó si podía hacer la prueba el lunes siguiente. Ella lo miró con una ternura de la que jamás en toda su vida Lucas Maroni lograría olvidarse, y le propuso hacerla de todos modos, en cuyo caso, la corregiría solamente si estaba aprobada.
Lucas Maroni se sintió confundido. Entendía que la confianza que ella estaba teniendo en él no correspondía a las miradas indulgentes, al liberado arbitrio que otros ponían en su estancia en el colegio, a las horas que podían contarse con dos dígitos en que su padre estaba enterrado y él vivo.
Y Lucas Maroni se sentó en su pupitre, al lado de Manuela Miralles, y comenzó a subrayar las características de la novela gótica que estaban equivocadas, a escribir los números de lecciones que da el maestro en la novela de formación, a desarrollar la historia de un personaje a elección de las tres novelas vistas. Y entregó primero.
Todo el día sintió una especie de presagio, una lucidez nacida de su dolor y de su férrea fuerza de voluntad.

Cuando la profesora de ojos de lechuza corrigió en la soledad de su casa la prueba de Lucas Maroni, entendió que había hecho las cosas bien ese día, porque el 9,65 que colocó en rojo, arriba de su sello y su firma, se fue borrando de su visión a medida que se le empañaban los anteojos de ver de cerca.....

12 de octubre de 2009

ESTA BOCA NO ES MÍA







A la mejor manera de Gregor Samsa, una mañana Aurora se despertó anormal. Su metamorfosis no consistía en la conversión en un insecto ni en un invertebrado ni en un mamífero. Y en realidad, no fue consciente de ella hasta que entró en la cocina y pretendió saludar a su hija que se había despertado antes que ella.
Salían de su boca frases y palabras que no tenían proporción con lo que el pensamiento dictara, de tal modo que a la orden “ saludo”, cuyas alternativas eran “ Hola”, “ Qué hacés”, o “ Buen día”, ella ensartaba
“ Dame cuatro”, o “ Perfecto”, o “ Lo necesito”.
Se miró al espejo y no notó cambios en su fisonomía. Más arrugada tal vez, un poco más ojerosa, bastante fea sin maquillaje. No sentía sus formidables jaquecas. Sólo una especie de aturdimiento general, como si hubiese estado toda la noche sentada al lado de un parlante en una discoteca, pero éste era un estado que conocía bien puesto que hacía unos días que la venía aquejando, por lo cual no era posible que deviniera en la imposibilidad de hablar normalmente, responder preguntas o indicar necesidades.
A la manera de Samsa, también quiso ella acudir a trabajar, pero la cara de horror con la que la miraba su hija que la siguió hasta el baño, la actitud alerta con que se hubiera despertado su marido al llamado de la chica, y las muestras de que algo extraordinario le estaba sucediendo, la convencieron de que debía solucionarlo antes de volverse loca de angustia.
Cuando quiso decir esto a su marido, éste escuchó aterrado, que ella prefería despertarse con el sonido de un despertador y no con el televisor.
Cuando quiso explicarle que lo que le estaba pidiendo era que la ayudara en este trance, le pidió que recogiera a las cuatro a uno de los hijos que salía del club. Cuando, ya llorosa, le pidió que llamara a su analista, habló del ritmo con que los zulúes bailan en ronda.
Su marido y sus hijos toleraron esta situación cautamente hasta las seis de la tarde.
Luego, buscaron sus documentos, algunos efectos personales y la ingresaron en una clínica psiquiátrica donde nadie se sorprende de sus respuestas porque son más atinadas que las de sus interlocutores.

4 de octubre de 2009

EL DESENGAÑO DEL SEÑOR VERGARA



El Señor Vergara nació con una tara severa.
Desde que empezó a hablar, tuvo razón.
Esto lo alejaba permanentemente de su prójimo, puesto que, no solamente la tenía, sino que, además, la divulgaba. Y si esa verdad hería a quien discutiera con él, era muy probable que el Señor Vergara hubiera de tachar de su agenda ese nombre, puesto que el herido en cuestión, dejaba de saludarlo.
Su vida fue más o menos un salto de la dicha al infortunio toda vez que sintiera en la punta de la lengua que la razón lo invadiera, y se viera obligado por una fuerza inconmensurable a echarla de su boca como si fuese un escupitajo que es imposible de tragar por buena salud y decoro.
Claro está que sólo él sabía que tenía razón, por lo que mal podían los otros suponer que lo que estaba alegando Vergara, era la más pura certeza de toda verdad. Si lo hubiesen sabido, no solamente no hubiesen discutido con él sino que además, hubiesen ido a su casa en romería, con el objetivo de hacerse aconsejar acerca de cosechas, naipes, martingalas y futuros nacimientos. Y de ese modo, la soledad con la que contaba Vergara, se hubiese reducido al menos en el horario de consulta de los supuestos fieles.
Vergara no tenía el más mínimo impedimento en decirle a su madre que era una prostituta, a su padre que era un inútil, a sus hermanos que eran tres retardados mentales que no servían para nada y a sus cuñadas que eran tres arpías mal peinadas.
Tampoco trepidaba en decir que los maestros eran una manga de iletrados, el intendente, un zafio y hasta el ordenanza del edificio municipal, un olfa.
Todo eso que decía Vergara era verdad, pero las verdades más tristes que pronunciaba eran las que se referían, más que a las características, a las conductas o a las intenciones que albergara su entorno.
Así, Vergara se pasaba la vida catalogando las conductas de los otros, mientras nadie hablaba de él puesto que, como siempre la razón lo acompañaba, nada de lo que hacía estaba fuera de lugar ni despertaba ni siquiera la atención.
Vergara jamás se había equivocado, y en eso se destacaba de sus semejantes.
En lo que fue igual a todos, fue en su muerte.
Un día de abril, Vergara entró en coma, y murió lentamente en su cama de soltero de la casa de sus padres.
Sintió un tirón en el cuello, un pellizco muy leve en las vértebras, y de pronto, sintió que el sueño lo vencía, entrando en su dulce molicie sin despertar ya más.
El caso es que cuando murió, y mientras escuchaba los comentarios de sus deudos que lloraban sus despojos en el ataúd, comprendió como quien de pronto encuentra que toda su vida llamó blanco al color negro, que estaba entrando al paraíso, el cual siempre había sido negado por él como una superstición vana y embrutecedora del racionalismo puro que enaltece a los hombre sabios

21 de septiembre de 2009

SALUDOS EN EZEIZA


( A mi hermana)
- Es que ustedes laburan, boluda…. Yo tengo un emboleeee – arrastró la palabra Constanza para indicar que su tedio no era momentáneo, sino un aburrimiento mortal que la embargaba desde que se levantaba de la cama. Bárbara suponía, a todas veras, que su hermana era demasiado blanda para trabajar, por lo que, casi ofendida, intentaba torcer su decisión para hacerla desistir:
- ¿Pero justo en la Clínica de Machaca? ¿Vos te imaginás el quilombo que va a hacer la vieja cuando te vea?- buscando aprobación, miraba a las otras hermanas que presenciaban una más de las discusiones a veces sangrientas que ésta entablaba.
A Verónica le dolía el adjetivo endilgado a Machaca, por lo que, mientras interrumpía el arreglo de sus uñas con una lima con corazoncitos, escondía su labio inferior entre los dientes superiores y miraba al cielo con cara de unción, reprendiendo:
- Ay, Bárbara…. La vieja… la vieja…-
- ¡Bueno! Machaca, la tía, María Magdalena, como quieras…. Está tan pirada que te va a decir cualquier cosa, vas a terminar llorando como una pelotuda, te la canto desde ya-
- Che, pará un poco… Si le ofrecieron de ahí, ¿Qué importa? Justo casualmente está internada Machaca, pero eso no quiere decir que va a estar masajeando los pies de Machaca todo el día- recordó Carola acodada en la barra de la cocina de su casa, lugar donde aparentemente confluían las hermanas cuando el statu quo de la familia se modificaba aunque sea un centímetro.
- Ay, que asco, boluda…- se repugnó Verónica, viendo en su mente dos bodoques inertes color obispo a los que Constanza les daría vida, representando los pies de cualquier anciano, ya sea Machaca o el Papa Juan Pablo II.
- Mirala, che….- se vengó Bárbara del comentario anterior de la hermana menor.- Primero se horroriza que le diga “la vieja” y después se asquea de las patas- y largó una carcajada excedida sólo para mortificarla, gesto al cual Verónica no respondió pero que la dejó con una tristeza inmensa durante los dos días posteriores al coloquio.
- Bueno- remató Constanza – Igual ya acepté- y mordió, por hacer algo, una miga que encontró en el mantel sin sacar del almuerzo y que escupió inmediatamente al notar su gusto dudoso.
- Ahhhhhhh!!! – Vociferó la gemela - ¡Te felicitamos!!!. Cuando la vieja te putee y te haga quedar mal, no vengas a llorar acá, eh-
Y quedó rumiando el pesar que le originaba sospechar que su hermana se vería humillada por alguien, fuese quien fuese, y no estuviese ella para defenderla de quien lo probara.

Constanza se vistió con diligencia ese lunes. Era probablemente la más elegante de las hermanas, y sabía cómo impresionar. Llegó a la clínica después de dar cinco vueltas manzana y pasar por la puerta las tantas veces que aminoró la marcha bajando el cuello para dar con la dirección, pese a que ya había ido a esa clínica por lo menos en diez ocasiones, con la salvedad de que en esas ocasiones habían conducido Carola o Bárbara.
Después de las presentaciones de rigor, se vio en un cuartito donde debía cambiarse de ropa y colocarse un ambo ya preparado para ella, en cuyo bolsillo izquierdo se leía: Constanza Arias, Kinesiología.
Feliz, orgullosa, llena de ansiedad, abrió la puerta con fuerza, como si ya fuera de la casa y estuviera apurada por la cantidad de pacientes, dándole con ésta en la ceja a un enfermero que hubo de ser atendido por sus propios compañeros, quienes le pegaron la herida con la gotita y le estamparon una cinta adhesiva.
Y entró, Constanza, la nueva kinesióloga, a la habitación en la que Machaca leía sin lentes una revista Pronto, junto a una anciana con aspecto de moribunda que yacía en la cama vecina, a quien la tía le hablaba como si gozara de la más plena salud Che, pero mirá las tetas que tiene esta hija de puta de la Francese.
Constanza creyó que Bárbara tenía razón, y juzgó que quería regresar a su casa en ese instante, pero al presentarse, omitiendo el parentesco como le había aconsejado Pablo, recibió de Machaca una sonrisa tan dulce, que le hizo recordar a la cara de su padre.
- Hola, nena- le dijo- ¿Venís a masajear a estas viejas?-
Ella percibió que entraba en otra dimensión, la de sus juegos de infancia, en los que le resultaba tan difícil salir, que continuaba diciendo que se llamaba Aurelia inclusive a los propios tíos que, naturalmente, conocían su nombre y apellido. Y ejercitó, como nunca, su verdadera esencia; la de la actriz formidable que hacía creer a todo el mundo lo que ella quería que creyeran. Salvo que en este caso, no sólo era necesario sino también impulsado por la preservación de su propia salud mental.
- Si, señoritas. ¿Señoras o Señoritas?-
- Yo soy señora…- respondió muy resuelta Machaca – Aquella ya no, pobre. Es viuda- secreteó, como para no recordarle a la moribunda que su marido era polvo del planeta desde hacía quince años.
- Pobre- se lamentó Constanza- ¿Y su marido la viene a ver?
- Vive acá, en mi departamento de Juncal- contestó.- Ahora está ocupado con un tema con unos peones….- se interrumpió – Es estanciero, pero le gusta mucho el cine-
- Ahhhh- le respondió Constanza mientras le sacaba las pantuflas y le encremaba unos pies de niña- ¿Hace películas?
- Sí, claro…. Unas películas bárbaras. Vos viste “La Raulito”?
-¿La de Marilina Ross? – Aclaró Constanza innecesariamente- ¡¡Síiiii!!. Divina película- mientras ahora sus manos le recorrían con los dedos un camino hasta el tobillo diminuto de Machaca, que se abandonaba a la pericia de Constanza y hablaba cada vez más lentamente, cada vez más en secreto, con la penumbra fresca de la habitación que invitaba a internarse en su mundo psicodélico de fantasías y recuerdos mezclados con delirios que, en otro momento, la hubieran hecho largar una irreverente carcajada, pero que ahora, en ese leve abandono que la tía que le enseñó a maquillarse mostraba a sus manos y sus oídos, le mantenían el pecho embargado de una triste emoción que su vida ligera jamás había experimentado.
- Sí… muy linda película. Bueno, mi marido es Lautaro Murúa- indicó con un orgullo infantil.
- ¡¡Ay, es buenmocísimo!!!- se congratuló ella, mientras Machaca asentía sonriendo con los ojos cerrados:
- Mi vida sería perfecta si no fuera porque extraño mucho a mis hermanitas….- comenzó, con una voz extraña, entrecortada a veces por un sollozo, o por un carraspeo para disimularlo.- Una se nos murió. Del corazón, pobrecita. Era tan pero tan linda…. Y la otra se fue… a Estocolmo se fue. La dejé de ver en el 75. No me olvido más… nunca me voy a olvidar… nos habíamos peleado por una pollera… Mirá que hay que ser pelotuda para enojarse con la hermana de 20 años que se va a vivir a Suecia… Y yo me hice la ofendida… le di un beso en la mejilla… ella me miraba, porque esperaba que la abrazara, pero yo… me hacía la ofendida… porque me había sacado una pollera… ¿Te das cuenta, nena? Una pollera… un pedazo de trapo que después le regalé a la muchacha… Y ella nunca más volvió… nunca más…. Tenía el pelo rubio y largo hasta la cintura, y era tan buena con la gente…- Machaca lloraba ahora, unas lágrimas pequeñas que iban corriendo por su cara, que de pronto se descubría ante Constanza con delineador negro y pestañas postizas, tan lozana y fresca como cuando aparecía con palazzos en las navidades en Tortuguitas, como una reina, tomando champagne y dándoles de fumar en el baño, mientras mandaba a la mierda al mundo entero con una carcajada llena de palabrotas que a las chicas Arias las hacían desear con toda su alma ser exactamente, en el futuro, como Machaca Arias Guevara.
Constanza escuchaba esto en un recogido silencio. Temía hablar y que se rompiera el encanto, pero también temía que el dolor de los recuerdos lastimara a Machaca, y tuvo unas irrefrenables ganas de acunarla como si fuese su hija, de acariciarle la cabeza que siempre olía bien. Jamás había visto a la tía llorar, salvo cuando habían muerto los hermanos, lo cual, de todos modos, había sido más bien exiguo, porque parecía que la función de Machaca era divertir a la familia, y extirpar la angustia ante la muerte y el paso del tiempo. Entonces descerrajaba alguna barbaridad que a todos les anestesiaba el dolor por un minuto, lo cual era agradecido como el agua en el desierto.
Ahora era ella la que mostraba a la desconocida kinesióloga su pequeño dolor de no haber saludado con un abrazo a la hermana ausente desde hacía 34 años, y era Constanza la depositaria de ese secreto que jamás diría frente a nadie.
Por fin, habló. Y sintió que su voz sonaba como la de sus hermanas:
- Yo también tengo una hermana que se fue. En el 2001… ¿Se acuerda? A España se fue…. Y no la he vuelto a ver más-
Machaca abrió los ojos, enormemente verdes, como de muñeca:
- ¿Y la pudiste saludar en Ezeiza?-
Constanza negó tristemente con la cabeza
- No, Señora Murúa…. No llegué. Yo vivía en Escobar en esa época y salí tarde de mi casa-
- Ay…. – se condolió- Qué pena…. Qué gran pena….- y cerró de nuevo los ojos, como dormida, mientras Constanza le ponía las medias con delicadeza y le besaba el pie derecho, con tanta ternura como no había sentido ni por su hijito.
Machaca quedó en la habitación, y Constanza salió hacia la puerta, para continuar su primer día de trabajo.

Cuando llegó a su casa, escribió un mensaje para su hermana Bárbara
Te quiero.

11 de septiembre de 2009

SUPERMERCADO " AHORRA"



Bárbara investigó con cara de preocupada la heladera, cuyo resultado echó la humillante suma de cuatro aderezos mal apretados, un Ibupirac vencido y tres limones secos arriba de una milanesa de rotisería, cuyos duros vértices se arqueaban hacia los cítricos abarcándolos en un abrazo fraterno; por lo que concluyó con un humor de perros que su obligación era ir al supermercado.
Su plan distaba mucho de arrastrar los pies entre góndolas atestadas de parejas felices que se consultaban precios, o de chiquilines que le empujaban el changuito en sus correrías por los pasillos, por lo que optó por acudir al mercadito chino que a veces la sacaba de apuro con algún producto olvidado del pedido del mes.
Buscó las llaves del auto, se puso anteojos negros y salió hacia la calle en la que estaba situado el mercadito, a tres cuadras de la suya.
Bárbara era tan extraordinariamente perezosa para caminar, que iba en auto a comprar cigarrillos al kiosko de la vuelta de su casa.
Apenas llegó, vio que dos fornidos muchachos estaban apilando cajones de gaseosas, mientras el dueño del mercado, un oriental descarnado que saludaba gozoso uno a uno a los clientes que acudían a su negocio, anotaba en un formulario el nuevo pedido y balbuceaba en un dudoso castellano la cantidad de cajones que necesitaba ah… doss… cajjon. Ella entró, y aunque dudaba mucho de que el oriental la conociera, devolvió halagada el saludo casi ininteligible que éste le brindara al ingresar, como si recibiera una reverencia budista antes de recogerse en un templo en medio del Himalaya.
Escuchó que los muchachos fornidos trataban de un modo demasiado cercano, acaso confianzudo, al dueño del mercado, quien sólo mostraba una quijada abierta en una sonrisa anodina, puesto que no comprendía un ápice de la jerga de aquéllos, a quienes, a decir verdad, había que prestar la atención propia hacia los sordomudos para hilar la sintaxis de sus enunciados, pues apenas si articulaban dos o tres frases con sentido, por lo que mal el chino decodificaría algo entre sus gruñidos mal estructurados. Sin embargo, se notaba claramente que estaban riéndose del Señor Huang, quien para Bárbara representaba un arquetipo de urbanidad y simpatía, y quien, según Constanza le hubiese anoticiado, Creo que en China era filósofo, o teólogo… o no sé qué cosa de la filosofía Zen, lo cual a cualquiera de las Arias la transportaba en un éxtasis ponderativo, ya que eran adoradoras del saber ilustrado, y consecuentemente, se conmiseraban de aquellos como el Señor Huang que había abandonado su erudición para viajar al otro lado del mundo con el propósito de alimentar a su familia, ideada por ellas como un montón de chinitos muertos de hambre y con los vientres abultados, asociando su cantidad y sus fisonomías a Kim Phuc, aquella niña vietnamita que corriera junto con sus hermanitos con desesperación por la carretera en 1972.
Si bien era cierto que las palabras de Constanza no siempre eran confiables dadas sus buenas intenciones pero pésimas consecuencias a la hora de la verdad, las hermanas, sin embargo, tenían la extraña manía de creerle todas sus primicias, pese a la cara que Pablo Smart ponía cuando ella tomaba la palabra para develar un secreto que las otras desconocían, porque siempre, indefectiblemente, este secreto era un delirio inventado por ella para realzar al personaje que le había caído simpático.
Los muchachos fornidos continuaban zahiriendo al Señor Huang, mientras éste hacía conmovedores esfuerzos por mantener la compostura sin abandonar la cordialidad, hasta que en la búsqueda del pan rallado, Bárbara notó alarmada, que uno de ellos tomaba la solapa de un mal compuesto saco que llevaba el chino, y lo sacudía de un modo inconcebible, por lo que se acodó con cara de arrabalera en el carrito desvencijado y con unos irreverentes deseos de trompearlos hasta dejarlos desmayados en el suelo, les espetó con voz bronca:
- ¡ Che, qué les pasa a ustedes? ¿ Quieren que llame a la cana?¿ Por qué no lo dejan tranquilo?- preguntas todas que congelaron el momento en un cuadro estupefacto y mudo, ya que todos los clientes se detuvieron, las empleadas que cortaban fiambre cogotearon para localizar el lugar de donde provenía la voz y aún la muchacha que pesaba la fruta salió del mostrador con sus guantes de cirujana manchados con tierra de las papas y quedó en el pasillo con una bolsita de damascos a medio pesar.
El Señor Huang comenzó a transpirar, viendo cómo su negocio tenía un incidente más bien grave con esa arpía gritando, y en lugar de sentirse defendido por Bárbara, percibió que debía demostrar que en su casa sólo reinaba la paz y la concordia, por lo que, enfrentándose con ella como un gallo de riña, le dijo con tono molesto:
- Va la seiora…. Va…. No grita… no grita acá… acá … No, no-
Ella supuso que el chino no había comprendido, dadas las precarias condiciones lingüísticas con las que se manejaba, que la intención que la impulsaba al mal momento era solidaria y fraterna, que no creía en las razas y en las nacionalidades, y que su concepto de patria era más bien lábil, por lo que se sentía hermanada con aquel ejemplo de trabajador erudito que debía soportar las groseras arremetidas de la canalla analfabeta que se permitía la pulla hacia alguien que, al no conocer el idioma, era tildado por ellos de pusilánime. Dando por seguros todos esos argumentos, rechazó con una sonrisa bastante forzada las manos que el Señor Huang pretendía imponerle en la espalda para aquietarla, barboteando torpemente:

- Nadie a usted va a faltarle el respeto, señor…- a lo que el chino, frunciendo aún más la lozana cara característica de la raza amarilla, negaba con un rotundo y frenético movimiento de cabeza, mostrando que lo último que necesitaba era la defensa que de él estaba haciendo a sssseiooora. Ella insistía empecinadamente en continuar su enfrentamiento con todo aquel que no guardara un mínimo de respeto hacia alguien tan honorable como el señor Huang, quien seguramente habría llevado por el Tibet a una miríada de jovencitos pelados con túnicas anaranjadas y las manos juntas en señal de unción, y quienes en este momento serían monjes llenos de sagrada veneración por parte de un pueblo mucho más culto que estas bestias que apenas si sabían hablar.
Y mientras continuaba con sus cerriles razones, las que, dado su carácter inaguantable, pretendía mostrar como válidas sólo con sus miradas amenazantes y sus toscos insultos, Bárbara observó que el Señor Huang sacaba de su bolsillo un celular de última generación y, con gesto impaciente, marcaba con un único y eficaz dedo pulgar, algún número de emergencia, y casi en un segundo, estacionaba chirriando atrás del camión de las gaseosas, un patrullero con tres agentes de la Policía Federal que la redujeron rápidamente como si se tratase de una mechera sorprendida metiéndose en la campera algún producto.
Cuando Pablo Smart fue a buscarla a la Comisaría Cuarta, a la vuelta del Supermercado “ Ahorra”, y antes de escuchar como en una penitencia medieval cada Chino hijo de remil putas que Bárbara endilgara al honorable Señor Huang, u otras imprecaciones infladas soezmente por la humillación que hubiera sufrido al ser acusada por el oriental de tumultuosa, le preguntó atinadamente si no le fallaba la intuición al creer a pies juntillas cada disparate que Constanza largaba; luego de lo cual se la pasó, hasta depositarla en Tortuguitas, diciendo con una media sonrisa burlona entre los dientes:
- A quién se le ocurre….. teólogo el chino Huang…. A quién se le ocurre…..-


15 de junio de 2009

UN CABALLERITO


Nada hubiera sido igual el día del nacimiento de Bruno si no hubieran sucedido extravagantes casualidades,de modo que persistentemente se narrara la experiencia cada año que el chico cumplía, aunque a medida que su altura y la cifra iba aumentando, ya los comentarios hubieran pasado de ¡Uh… Te acordás, qué quilombo! a carcajadas que quedaban sonando en la sobremesa de los almuerzos en Tortuguitas, y aún ahora, a comentarios melosos acerca de la hombría de Brunito, que a él lo obligaban a desear la muerte violenta de todos los integrantes de la familia.
Bruno era un ser que todo aquél que lo conociera, agradecía su llegada al mundo ese mediodía tórrido cuyos grados centígrados iban aumentando a medida que el tiempo iba pasando y fueran divulgadas las crónicas registradas por cada componente familiar más o menos exagerado.
Fue esperado con todo el esmero del que Carola y Enrique fueran capaces en los preparativos que ensayaban leyendo un libro llamado “Espero un Hijo”, y todas las revistas mensuales que se vendían a las embarazadas en los kioskos, y a las que ella directamente se había suscripto, tragando fervientemente desde las secciones en que se aconsejara sobre los cuidados prenatales hasta cómo explicarle al chico cuando preguntara por la muerte, o cuando sacara malas notas en el colegio o no quisiera alimentarse.
Cuando la fecha del parto se acercaba, los Filardi se instalaron en la quinta de Tortuguitas, que ya estaba habitada desde diciembre por los Arias junto con Constanza y Verónica, que aún eran solteras, y donde, asimismo, recibían, los días de mucho calor, a otros miembros que telefoneaban para preguntar qué llevar para almorzar y se quedaban toda la tarde en la pileta, mientras Amanda comentaba por lo bajo con alguna de sus hijas Éstos se piensan que es un club, y trataba de poner cara de dicha infinita ante los visitantes, para no airar a Quitito, cuya hospitalidad era proverbial.
El caso es que el domingo en que Carola comenzó con las molestias previas al alumbramiento, se estaba preparando un asado colosal, al que asistirían todos, incluidas Antonia y Blanca, quienes por esos días compartían las reuniones familiares traídas ambas en un taxi por Copete, vestido como si estuviera invitado a un coctel en un yate.
Ese mismo taxi que hubiese transportado desde Buenos Aires a su tío con las dos mujeres probablemente más importantes de su vida, fue el mismo que los llevó hasta la maternidad, donde Carola se internaría inmediatamente después de que Enrique hablara por teléfono con el médico equivocándose con todos los síntomas que ella acusara, y siendo corregido con voz desmayada entre jadeos provenientes de la chaise longue en la que pretendía relajarse, con las ansiosas manos de Constanza alisándole insanamente el pelo, la mirada fija de Bárbara en el segundero de su reloj y sus preguntas acuciantes ¿Ahora? además de los ojos desmesuradamente abiertos de Verónica que parecía estaqueada en medio de la sala de estar, a raíz del pánico sorprendente que se había apoderado de ella, suponiendo que tal vez su hermana mayor muriera y la dejara sin su protección.
Cuando llegaron Copete, Antonia y Blanca, ésta no llegó a bajar del taxi, siéndole arrojado el bolso donde estaba preparado el ajuar del bebé, con una imposición de la que nadie se hizo autor tiempo después, Andá vos también, de modo que Enrique, al notar su presencia cuando ya tomaban la Panamericana, consideró que el momento en el que se convertiría en padre, no sería tal como había soñado.
Carola se había quedado inmóvil, como un animalito en trance, respirando tal como le decían en el curso de preparto, pero como el sonido de su voz no correspondía a ninguno de los que Enrique hubiese escuchado nunca jamás, éste los adjudicaba a alguna anomalía y entonces apuraba al chofer, quien intentaba pasar a los otros vehículos por la derecha y llevaba el velocímetro hasta 140, convertido de pronto por las condiciones apremiantes, en un héroe por un minuto. Blanca le tomaba la mano a su prima no declarada, y ésta le clavaba las uñas como si esa mano ofrecida en silencio fuese lo único que la calmara en ese instante desmesurado en el que transitaba su existencia.
Al llegar a la clínica, los hechos se sucedieron de un modo confuso. No habían llevado la credencial de la Obra Social, la empleada los atendió con tal mal modo que Enrique terminó pidiéndole inquisitivamente el nombre y el apellido, comprendiendo que su exabrupto no colaboraba con las circunstancias, pero logrando que un fornido enfermero con cara de guardiacárcel depositara el cuerpo abultado de Carola en una silla de ruedas, puesto que ya las contracciones se aceleraban y ella le había dicho en un susurro a su marido en el oído una frase que a éste le heló la sangre Me parece que rompí bolsa, estoy como meada.
Una gruesa enfermera maternal la acomodó en la habitación, le hizo un tacto inicial y le acarició la cabeza . Te falta un poco. Esperá que ya viene el dotor, ¿Sí, mami? Blanca fue a comunicarse con la familia y a comprar agua mineral, y Enrique salió a fumar un cigarrillo afuera, mientras Carola se metía en el baño para aquietar las sensaciones que ella consideraba conocidas pero que nada tenían que ver con un alumbramiento.
En ese momento se escuchó afuera la inconfundible voz de Bárbara que pugnaba por entrar, pese a que la gruesa enfermera maternal le dijera con voz cordial que no era hora de visita. Pero atrás de la perturbación preocupante que siempre sazonara la articulación del lenguaje de Bárbara, se oía también un llanto ahogado, o una especie de urgente murmullo, que inquietó tanto a Carola, que salió del baño caminando con dificultad, casi agachada, preguntando qué pasaba.
Cuando abrió la puerta vio un cuadro que a duras penas logró desterrar de su memoria sin reírse más de un minuto seguido en una sacudida muda: Machaca y China sentadas cómodamente en las sillas anaranjadas de la sala de espera, mientras ésta la abanicaba con una revista, Quitito pretendiendo calmar a Bárbara con voces cada vez más enfáticas
¡ Pero hija, no sea grosera, por favor!, Bárbara fuera de sí, ya casi por estamparle una trompada a la gruesa enfermera maternal que la aplastara contra el cuadrito que en la puerta rezaba un jovial “¡Ya nací! Me llamo……..”, y vociferando que ella tenía derecho a entrar a la habitación porque se trataba de su hermana; Copete tranquilizando a su vez a Amanda, que se apretaba las manos en señal de profunda ansiedad, y Verónica llorando como si estuviera asistiendo a un funeral, abrazada a Constanza, que ahora le alisaba a su hermana menor el pelo del mismo modo desquiciado que antes lo hubiese hecho con Carola, conjeturando seguramente que esa caricia irritante, aplacaba cualquier desborde de alguna de ellas.
Y Antonia, parada en el pasillo, rezando una muda oración con los ojos en blanco, manoseando un antiguo rosario, lo cual le confería una hierática figura de loca mística, o de pastorcita de Lourdes.
Enrique venía casi corriendo por el pasillo, a fin de sosegarlos un poco, viendo que el nacimiento del primogénito originaba semejante invasión irrespetuosa, a todas vistas pensada y ejecutada por Bárbara, que tenía el don de repetir con tanto ahínco sus deseos, que convencía hasta al hombre más templado, y allá los embarcaba en lo que ella, en su espíritu sedicioso, consideraba el más acabado derecho, aunque se tratase de tomar por la fuerza una maternidad o una iglesia.
Carola les gritó que se fueran, que ya les avisarían, Enrique les cerró la puerta de la habitación 202 sin esperar otra cosa que tanto Bárbara como Amanda estuviesen durante más de un año recordando ese desplante, y la gruesa enfermera maternal, ya con la cara descompuesta por el mal momento que Bárbara le había hecho pasar, dio media vuelta y, nuevamente dueña del pasillo, fue a buscar al médico puesto que el niño debía nacer, más allá de la familia desviada que le tocara en suerte.
Finalmente, a la una y veinticinco del mediodía, Bruno nació, haciendo honor a los genes heredados con un llanto inaugural que parecía un rugido de pequeña bestezuela hambrienta, con los ojos profundamente abiertos a los ojos de Carola que lo envolvió con sus brazos y casi lo fundió con su cuello, acaso para volverlo por otro instante más, sólo un instante, hacia ella misma, sabiendo atávicamente que comenzaba a irse de su lado.
Y cuando llegaron los tres a la habitación, Blanca los esperaba con una medallita de plata grabada con el nombre del bebé, y una expresión de niña orgullosa tan intensa y feliz, que Carola, recordando conmovida aquella mano carnuda entregada en el taxi , le ofreció el privilegio de ser la primera persona de la familia que lo tomara en brazos.


12 de junio de 2009

KETUBÁ


Las hermanas Arias habían sido criadas en un decimonónico anticlericalismo, lindante con los preceptos rígidos de la masonería, de la que su bisabuelo tenía el honor de ser
“ Gran Hermano 33”, lo cual ellas repetían sin noción clara sobre el lustre o baldón que tal dignidad atrajera sobre la familia.
Desde su infancia habían escuchado una variedad de insultos que iban desde el más ramplón Me cago en dios, hasta variedades más soeces, según quien las profiriera fuera su padre, bastante más compuesto que Copete, que en sus borracheras navideñas gritaba ¡ La concha de la Virgen María! sólo para escandalizar a la madre de Amanda, para quien pasar esas fechas religiosas con los Arias Guevara significaba llanamente un martirio como el de San Sebastián.
Estaban acostumbradas a pasar por la Iglesia y no persignarse, a quedar estupefactas frente a las oraciones que se hicieran en algunas familias de sus amigas infantiles antes de almorzar, a no arrodillarse, ni pararse ni sentarse jamás según lo ordenara algún sacerdote en algún casamiento al que asistieran, y quedaban francamente fuera de foco cuando en alguna misa a la que acudieran por obligación amistosa, los fieles se dieran la paz, alternando las manos con ellas, que no sabían si dar los buenos días o preguntarle a la persona en cuestión si se le ofrecía algo.
Se casaron las tres mayores sólo por civil, una se divorció, nunca bautizaron a sus hijos y éstos, por supuesto, en modo alguno fueron consultados para conocer su opinión cuando fueran grandes, con respecto a la religión que pretendieran ejercer.
De modo que tampoco los hijos poseían en su vocabulario palabras como hostia, virgen, Cristo o salvador, y se sentían gravemente desubicados, al igual que sus madres cuando eran pequeñas, en el momento de asistir a una comunión o un bautismo. Si uno de ellos preguntaba, en la edad de los cuestionamientos, acerca de Dios, ellas respondían frescamente Dios no existe, y daban por terminada la conversación, pese a que el niño quedara con serias contradicciones en las que la inexistencia de Dios, sólo le trajera incomodidad, puesto que también traía la consecuente idea de que al morir, los personajes queridos, no sólo no se iban al cielo, sino que, al decir de sus madres Se convierten en florcitas que después se comen las vacas que te comés vos en un churrasco, suponiendo que esta explicación les bastaría para convencerlos, sin un ligero escalofrío, de que los antepasados terminaban lisamente en las cloacas.
Para el inicio del siglo XXI, la única que quedaba soltera era Verónica, que mantenía un dulce romance con Francisco Hirsch, quien no se separó de ella desde aquel día en el que se esguinzara un tobillo a causa de sus desmadejados arrumacos.
Y Francisco, lógicamente, una vez que recibiera la confirmación de su trabajo en el Observatorio y ganara ampliamente la beca del Conicet, le ofreció a Verónica matrimonio en una parrilla de Escobar a la que llegaron tan tarde, que sólo tomaron vino tinto con unas papas fritas lo suficientemente grasientas como para dejarles la boca tan brillante, que terminaron ebrios de empinar a cada bocado unos vasos de vidrio ordinario, plagados de huellas digitales pringosas.
- Lo único – comenzó Francisco intentando ser claro en medio de su embriaguez – que nos tendríamos que casar por iglesia – quedándose serio no sólo por la respuesta que esperaba de Verónica, sino también por lo que le había costado pronunciar correctamente “tendríamos”. Ella se quedó muda. Trataba de poner en orden sus pensamientos de acuerdo a lo que siempre decía Machaca si uno está en pedo, no tiene que contestar inmediatamente.
Lógicamente que Verónica sabía que Francisco era judío, que sus padres tenían los semíticos nombres de Samuel y Golde, que vivían en un departamento en Villa Crespo, que había sido invitada alguna vez al Bar Mitzvah del sobrino mayor de Francisco donde no entendió absolutamente nada de la ceremonia, pero sin embargo, con peligro de echar a perder como siempre, la idealista noción que su novio guardara de ella, preguntó:
- ¿ Cómo por iglesia? – sabiendo que en ese pedido acuciante de sus ojos de la confirmación de que Francisco estaba bromeando, subyacía un destello de malestar, que él pescó inmediatamente y que devolvió:
- En la sinagoga, Verónica. Nosotros somos judíos-
- Yo no, que me acuerde – le retrucó ella, devenida prontamente en aguda su réplica, cosa que a menudo le sucedía, por lo que, la gente que la conocía desde chica, dudaba de que en realidad fuera tan aparentemente corta como parecía.
Temiendo inmediatamente que Francisco dejara de amarla en el mismo instante en que ella hubiese adoptado esa ofensiva, suavizó, posándole los labios en la mano y hablando arriba de ella, no sabía muy bien si por una sensualidad natural, o para que no la escuchara y no la estrangulara allí mismo en Escobar:
- Digo, bah…. No sé… ¿ Vos sos muy religioso?- como si ése fuera el momento de hablar de religión, y sin recordar en lo más mínimo, si alguna vez habrían o no conversado semejante tópico fundacional en una pareja humana.
Francisco la miró inquieto. Su objetivo era casarse por el rito religioso, sólo para que su madre, especialmente, no estuviera el día de la boda con jaqueca y los ojos llorosos, o que tuviera de pronto una lipotimia que les arruinara el momento.
En la actualidad, realmente, Francisco estaba demasiado ensimismado en su tesis de investigación y en el amor inenarrable que le producía ver cómo Verónica, por ejemplo, ponía insistentemente la llave del lado que decía Industria Argentina, u olvidaba el número de clave de su tarjeta de débito y le mandaba un mensaje por celular: Mi número era 2612 o 1226, gordo? No existía en él un éxtasis místico y tampoco era práctica militante en su familia, a decir verdad. Era más bien una cuestión de tradición, siendo como era el único hijo varón, lo cual a Golde la hacía fantasear desde que él hubiese sido circuncidado, con una portentosa jupá en la que todos los parientes llegados desde Ribera gritarían llenos de alegría ¡ Mazal Tod!, mientras Francisco, ataviado con la kipá, rompería la copa en honor al primer rompimiento de las tablas de la ley.
Durante toda esa noche, regresando a Buenos Aires, y también en el monoambiente que compartían, mientras tendían una extemporánea cama a las tres de la mañana, Francisco intentó llegar a los sentimientos más genuinos del corazón de Verónica, explicándole el dolor que podía significar para alguien tan creyente como su madre, que su único hijo varón no se casara por el rito religioso; que si ella era tan ciertamente agnóstica y liberal, poco le importaría; que lo tomara como una curiosidad, que sería más que nada divertido, que se imaginara a Bruno con la kipá, que pensara que en realidad era más que nada un trámite, y que, en definitiva, ya casi severo, ante el mutismo insolente de Verónica, le diera una razón valedera para ofender a su familia de ese modo tan agresivo y desconsiderado.
Verónica lo escuchaba, recordando los desplantes que Golde le había hecho en el Bar Mitzvah de Tomás, especialmente cuando el chico le dedicó una de las velas y ella, al levantar su copa para agradecerle la cariñosa deferencia, tiró su contenido en la cabeza de Francisco quien tuvo que sacarse un minuto la kipá para limpiarse, gesto que Golde calificó de inadmisible, y cuya raíz estaba en los movimientos torpes de esta chica que no sé qué tiene que no me gusta.
Francisco seguía pidiendo razones acerca de su negativa, y Verónica no podía evitar recordar ahora el día en que entró por primera vez en el departamento de la Calle Frías, plagado de candelabros de siete velas, platos con símbolos hebraicos, cuadritos en los que se veía al matrimonio Hirsch en Jerusalén, con otros matrimonios a lo largo de los últimos veinte años, y al final del pasillo, la cara desapacible de Golde que con una mueca de sonrisa en los labios, sin alegría en los ojos, la miraba desde lejos como cumpliendo en estudiarla antes de echarla de su casa como un perro frente a la superioridad de todas sus hijas y de Francisco ante la figura trémula de Verónica, que sonreía casi llorando, y largaba una inconveniencia tras otra.
Finalmente, casi suplicando, Francisco apeló a la clemencia de Verónica, pidiéndole que se pusiera en su lugar, y prometiéndole que nadie, y mucho menos su madre iría a ofenderla justamente el día de su boda. Y aprovechó ese momento en que la otra hubiera bajado la guardia, viéndolo necesitado de su aquiescencia según la cual prácticamente le confería un poder especial de subir o bajar el pulgar sobre el plausible matrimonio mixto, para ofrecerle una alianza de oro con sus nombres grabados, que ya le hubiera comprado Golde en la Calle Libertad.

17 de mayo de 2009

CASTOR Y POLUX






Copete Arias Guevara estaba convencido de que, hasta el día de su muerte, tendría veintidós años. Se hubiera dicho, también, que algo muy grave habría sucedido como para que renunciara a madurar e inclusive a convertirse en el más acabado hijo mayor que el Doctor Arias Guevara proyectaba, por lo que, hasta que todos sus ancestros hubieron dejado esta vida, él se la pasó despertando a las once de la mañana, holgando impunemente, enfundado en una bata con dibujos chinos, pantuflas de pana, y con alguna mascota en los brazos, mientras se hacía servir el desayuno como si se tratara de un aristócrata trasnochado, o un púber en edad escolar.
Contaba a su favor, para vivir como un frívolo, con la adoración que tenía por él Mercedes Tyrrel, quien había considerado, con el nacimiento del primogénito, que el pequeño bulto blanquísimo que tenía al lado de su cama, en 1926, era un ángel del que su humanidad no juzgaba ser merecedora, por lo que hasta que él cumplió los cincuenta años y Mercedes partió de este mundo, lo estuvo mirando embobada ante cualquier imprudencia que éste realizara.
La primera infancia de Copete se cumplió mientras él y su hermano Quitito escuchaban cómo ambos padres los comparaban entre sí, sacando ventaja para el doctor Bernardo el hijo menor, y para la señora Mercedes el más grande, de modo que la responsabilidad extrema que siempre Quitito hubiera demostrado, para el Doctor Bernardo era loable; y para la Señora Mercedes cosas de amargado. Los hermanos eran tan diferentes como si hubiesen sido criados por distintas madres, pues todo lo que en Quitito era compromiso, severidad, austeridad y calma; en Copete era liviandad moral, fantochada, recreación y divertimento.
No obstante a lo que se podría suponer con estas prácticas reñidas con la paternidad eficaz que los Arias Guevara ensayaran con sus ocho hijos, los hermanos se adoraban. Más bien, Copete amaba a Quitito de un modo idólatra, y a pesar de que se había esforzado desde que éste se pusiera los pantalones largos para llevarlo alguna que otra vez de juerga a los clubes de los que era habitué, la cara sufriente del hermano lo hacía ceder frente a sus momentos de éxtasis, y se retiraba de allí apenas pasada la una de la mañana, para acompañarlo a la casa, con obsecuencia conmovedora, y regresar hecho unas pascuas a las mesas con amigos ocasionales a los que después pelaba jugando al póker con la astucia de un fullero.
Su vida fue un eterno fin de semana largo, y jamás sufrió del síndrome del domingo puesto que para él, un lunes o un sábado tan sólo diferían en que encontrara más o menos gente en el centro. Nunca se acostó antes de las cinco de la mañana y ni siquiera se sometía a un análisis clínico para no despertarse temprano.
A medida que la vida iba pasando, la familia iba variando consecuentemente. Ahora habitaban la vieja casa, la Señora Mercedes, Antonia y él, puesto que Machaca ya hacía rato que alquilaba un piso en la calle Juncal, Morita enviaba fotos desde Estocolmo y Blanca servía ahora en la casa de China. Sin embargo, él continuaba con sus costumbres de dandy, con pañuelito al cuello las veces que la ocasión no impusiera una corbata de seda o un smoking, y un vaso de whisky , sacudido lánguidamente por la mano aristocrática que jamás había usado para otra cosa que no fuera tomar la pinza del hielo o los naipes.
Rehusaba persistentemente a dejar la gomina y el albornoz con un ancla que utilizaba invariablemente cada vez que salía de la pileta, a la que llamaba cerrilmente piscina, frente a las carcajadas de sus sobrinos y de sus hermanas. Nunca manejó un automóvil, nunca dejó de hablarle de usted ni de llamar Mamita a la Señora Mercedes, nunca abandonó el hábito de quedarse parado al lado de la silla hasta que no se sentaran las señoras, ni aún de levantarse cuando alguna de sus hermanas regresara del baño en un restaurante, para acomodarle la silla, mientras ellas se burlaban brutalmente de él ¡ Che, qué antiguo sos, Copete, parecés Pedrito Quartucci en una película del año 50!!!.
Al llegar a los setenta años, Copete seguía siendo socio de los mismos clubes y vistiendo en James Smart, y aunque algunos de sus amigos ya habían muerto o se dedicaran a cuidar nietos, él continuaba en su tenaz oposición a envejecer y en verdad, había logrado despistar lo suficiente en cuanto a su fisonomía, pero su forma de comportarse era tan extravagante, que realmente parecía una caricatura, tal como le decían las hermanas.
El caso es que Copete Arias Guevara, días después de escuchar por teléfono a una de sus sobrinas que le anunciaba que su hermano Quitito había muerto, entró en un estado de melancolía tan patológico, que solamente la fidelidad de Antonia logró mitigar, puesto que lo asistió hasta la mañana en que murió, con el pecho subiendo y bajando en una respiración fatigosa, los ojos cerrados y una mueca de profundo dolor en sus labios, cada tanto humedecidos por lágrimas que iban rodando mansamente por su bella cara de moribundo triste.
Ella le abría las ventanas, le entregaba el correo, lo peinaba y hasta lo afeitaba para adecentarlo un poco, todo lo cual él agradecía con una mirada sumisa , para después tumbar su cabeza en las almohadas y cruzar las manos sobre su pecho hasta la hora en que Antonia le servía el almuerzo o el té, que compartía con él en un silencio quebrado por el sonido acompasado del reloj de pie del comedor y alguna que otra frenada que llegaba de la calle , que seguía viviendo atrás de los cristales del ventanal del cuarto.
A veces recibía las visitas de sus hermanas o de sus sobrinos, pero su abatimiento era tan profundo, que ni Machaca lograba sacarle una sonrisa, por lo que se iban cabizbajas, encomendándole a Antonia que les avisara de alguna manera efectiva, si la situación se modificaba, aunque fuera imperceptiblemente.
Una mañana, Copete consideró ,con una angustia cruel, que se moría.
Escuchó las voces de su infancia, el sonido del agua en unas vacaciones en La Falda, el ruido que salía del patio cuando en las navidades enfriaban el champagne en un fuentón de lata, percibió los olores de su primera juventud, los jazmines, el sudor de los caballos, el extraño aroma del tapete verde en el que jugó al póker por vez primera, recordó las caras de sus padres cuando eran jóvenes, el féretro ligero de Finita, el día en que, en Ezeiza, mustios y atontados por el miedo,despidieron a Morita, cuya imagen, para él, era la de una jovencita con el pelo lacio y largo hasta la cintura, volvió a verse regresando a su casa ebrio y despreocupado,cantando un dificultoso tango y golpeándose con los muebles.
De pronto, con un dolor lacerante, divisó nítidamente el cuartito de servicio donde se amaban con Antonia, y la llamó a su lado.
Ella acudió al sonido del timbre que Copete tenía al lado de su cama, secándose las manos con un repasador, y él, antes de que su vida se consumiera como una velita de noche, le tomó una de sus manos enrojecidas y ajadas, y musitó, mirándola con una ternura que Antonia jamás logró olvidar:
- ¿ Me perdonás, Antonia?-
Y Antonia Gonçalves, casi asustada de quebrar la decisión firme de permanecer muda que se hubiera jurado a sí misma allá en Misiones, para escaparse ya ni recordaba de qué, con una voz clara y juvenil,nacida de casi treinta años de silencio, provenida desde el centro mismo de su existencia oscura, acostumbrada a callar y a obedecer, respondió:
- Claro que sí, niño-

9 de mayo de 2009

DE ESGUINCES Y CONSTELACIONES



Francisco se sentó en esa mesa arrinconada en el Bar de la Facultad. Si bien estaba cerca del baño de las mujeres y eso originaba que entraran y salieran más personas de las que él desearía, al menos no escuchaba conversaciones que no le interesaban, o chistes burdos que lo ponían de mal humor o lo dejaban con una sonrisa idiota en la cara, que ponía para no desairar al creador de la chuscada, que se revolcaba pegando manotazos en la mesa y apoyándose entre los brazos envueltos, como escondiéndose entre ellos por no soportar la risa que le causara lo que a Francisco Hirsch no le resultaba más que una onírica boca que movía sus labios y no decía nada.
Tampoco se veía obligado a compartir la mesa con condiscípulos que sólo pretendían, las más de las veces, pedirle fotocopias o, los más arrojados, que les explicara algún galimatías matemático a los que él era afecto y que parecía resolver como quien hace palabras cruzadas, lo cual, a la larga, le había sacado lustre de fenómeno intelectual entre la gente de Astronomía.
Mientras sorbía el té que le habían traído pelándose los labios (nunca había logrado beber té sin conservar durante todo el día una persistente molestia en la lengua), vio a esa chica que, siempre sola, caminaba como llevándose por delante todo lo que encontrara, pidiendo disculpas por una posible colisión con un fantasma. Era delgada y con ojos de tigre de Bengala. A veces, hablaba entre dientes. En general, parecía viviendo en una de las estrellas que estudiaba y normalmente, decía estupideces, tratando de anularlas con un gesto un poco encantador y un poco irritante no, no… nada…nada…. No obstante, cuando los estudiantes iban al transparente a buscar sus nombres y sus notas, ella siempre figuraba entre las primeras de la lista con notas rimbombantes como 98 o el llano y siempre sorprendente 100. Recordaba Francisco, inclusive, que al principio de la carrera, un ayudante de cátedra tuvo que declararse vencido frente a una discusión en que ella triunfara en el planteo de una hipótesis, cosa que, en vez de enorgullecerla, pareció avergonzarla, llegando hasta a tropezarse con la propia silla a la que retornara después de escribir extrañas fórmulas en el pizarrón que apoyaran su postura, diciendo con voz desmayada perdón… perdón….
Francisco Hirsch, se enamoró naturalmente de la chica de ojos de tigre de Bengala que hablaba entre dientes y pedía perdón por ganar discusiones teóricas, tropezándose con las sillas, por lo que esa tarde en que hubiera rendido el último parcial de la última cursada, vio que entraba al baño y su corazón se encabritó de tal modo, que supuso que el mozo había escuchado su latido urgente. Como tenía una inteligencia preclara y una timidez rayana en la cortedad de genio, Francisco comprendió con pánico que si esa misma tarde no le hablaba aunque fuera del clima, perdería todo contacto con ella, puesto que en seis años de facultad jamás habían cruzado una palabra, y no sabía ni su nombre, por lo que, además, no se necesitarían muchas luces para suponer que el destino sólo los reuniría tal vez en años. Y entonces, Francisco Hirsch esperó que saliera del baño, decidido a declararle el amor del que tuviera memoria desde hacía cinco años atrás. Sólo mucho después comprendió que lo suyo no sería sencillo, ya que Verónica Arias se había indispuesto y no había llevado ni toallas higiénicas ni tampones, por lo que su pantalón blanco mostraba una aureola colorada que trató de ocultar con un buzo color durazno que le prestó la cajera del bar, a la que tendría que devolvérselo inmediatamente porque en seis años de tomar café allí, jamás había visto ni saludado, y ahora, ante esa eventualidad biológica, sólo identificó por tratarse de un ser del sexo femenino y suponerla bondadosa, solidaria y fraterna. Y aunque la cajera sólo le extendió el buzo recomendándole, con notorio gesto de obligación, Me lo devolvés hoy, ¿no?, ella se sintió en armonía con el universo hasta que llegara su hermana Carola a quien había llamado por celular para que le llevara todos los implementos necesarios a fin de que saliera del baño vestida decorosamente y dispuesta nuevamente para ocupar su asiento en la Facultad de Astronomía hasta las ocho de la noche. De modo que Francisco Hirsch, sentado aledaño al baño de las mujeres, escuchaba transido de amor una conversación telefónica en la que Verónica urgía a su hermana, con insultos variados Traeme tampones, idiota… Me acaba de venir y tengo el culo que parezco un mandril… Sí… Y el jean que me dejé en tu casa… Sí,, el día que… sí…¿ lo lavaste?... ¡Bueno… Traeme uno tuyo que ése está meado… ¿Sos boluda? , intervenciones todas que lo hacían sonreír con ternura suponiendo que no había nadie más puro y encantador en todo el universo, que la chica que aparecía primera en los transparentes con notas llamativas, pero que, cuando hablaba, parecía tonta.
Desde su mesa avistó una camioneta desvencijada llena de niños de distintas edades de la que bajaba una mujer con los rasgos de Verónica pero con quince años más y un modo de caminar decidido y elegante que no se asemejaba absolutamente en nada a los trancos desmañados de la otra, que siempre se enredaban en una pata de una silla y la hacían tropezar y quedar desarticulada en una humillante caída, de la que se levantaba roja de vergüenza y con lágrimas en los ojos, mientras se frotaba un tobillo o una rodilla. Francisco siguió a la mujer con la mirada y la vio entrar como una tromba en el baño, del que salió después de mantener con Verónica una conversación plagada de risotadas y ruidos de elementos derribados torpemente.
Sintió que decididamente era hora de hablarle a la que había elegido como su mujer para el resto de la vida, y que si no la abordaba apenas saliera, era bastante probable que no lo hiciera nunca más, por lo que se irguió lentamente y se paró al lado de la puerta del baño, del que ella emergió con un pantalón diferente, pero que, al toparse sorpresivamente con un bulto humano, dio un alarido similar al que diera alguien a quien están tratando de robar en la salidera de un banco.
Él se disculpó, turbadísimo y con una necesidad imperiosa de volver el tiempo atrás, de modo de llegar al momento en el que se parara al lado de la puerta y le susurrara algo tan seductor como para desmayarla de deseo, pero lo único que se le ocurrió fue dar un paso atrás y tratar de recoger las carpetas que, en el impulso del salto habían caído al suelo, y que ella se empeñaba en levantar, pese a que la cartera colgada en el hombro le volviera una y otra vez hacia delante y le entorpeciera de un modo irritante todos los movimientos, además de volcar en el suelo nuevamente la cantidad innecesaria de elementos que contenía, un peine, un corrector, las llaves, dos espejos, un rouge sin tapa y un monedero con la estampa de Pucca. Qué boluda, perdoname… repetía casi compulsivamente, con una voz quebrada por el embarazo, que a Francisco le imponía un urgente deseo de abrazarla, acto que ejecutó de inmediato, pero de un modo tan brusco, que Verónica, agachada, fue a dar al suelo cercano de sus tacos altísimos, puesto que en la fuerza amorosa que imprimiera Francisco al rodear de brazos, uno de los tacones de Verónica se quebró, y la dejó sentada sobre las carpetas, el peine, las llaves y el monedero con la imagen oriental de Pucca.
Frente a la ridiculez de la situación, ella sentada en el suelo con una pierna doblada y un taco roto, tres carpetas con hojas desparramadas y los elementos de la cartera desperdigados por todos los rincones carentes de luz decente, él con los brazos aún anudados a sus hombros, y las caras cercanas, acudió uno de los mozos para ayudarlos, cosa que a ambos les produjo unas intensas ganas de morirse allí mismo o de desaparecer en el acto del mundo de los vivos.
Como es de esperar, el amor entre ellos se consumó a las dos horas y media de colocados uno frente al otro, ya que salieron del bar, él abrazándola y ella rengueando, no sólo por el taco roto sino también por un intenso dolor en el tobillo por uno más de los esguinces que hubo de soportar durante toda su larga vida en la que, momentos como ésos proliferaron uno atrás de otro, casi sin solución de continuidad.
Acaso, más que en la tierra, cuya gravedad la atraía casi con exclusividad entre la mayoría de sus habitantes, Verónica debería haber vivido en algún sistema solar en el que caerse, llorar por la caída, romperse un taco y esguinzarse un tobillo, no fueran necesarias condiciones que llevaran a encontrar el amor de su vida en un pasillo oscuro que lleva al baño de mujeres en un bar.

2 de mayo de 2009

ROJO, BLANCO Y RENO

Trinidad Hirsch estaba sufriendo de un modo atroz ante los ojos redondos de Félix, que aseguraba eso con tanta porfía, que ella, al principio recelosa y hasta extrañada de que su primo, el futbolista de Boca Juniors, pudiera creer semejante sacrilegio, ahora, ante esos ojos evidentemente veraces, se debatía con gran angustia en su corazón, decepcionada frente a todos los grandes que le habían mentido de tal manera y la habían hecho felicísima sin que ella necesitara serlo con embustes tan heréticos.
Pensó si Sol estaría al tanto y pasaría a engrosar la lista de los que ya había decidido tachar de sus vínculos más cercanos, o había también sido traicionada como ella, lo cual la aliviaba frente al futuro incierto, de chica abandonada mendigando en los semáforos con un acordeón, ya que, al menos, estaría con Sol, que sabía llamar por teléfono y se sabía entero un tango que le había enseñado la abuela Amanda. Con esas defensas en la vida, seguramente sobrevivirían, pero si la hermana también la había engañado, se veía bajo un puente con chicos despeinados y los zapatos enormes, sola y sin ver nunca más a la mamá ni al papá, ni a la abuela Amanda, que siempre le sugería cosas interesantes, como, por ejemplo, hacerse la desmayada cuando la estaban retando.
Buscó a Sol en el estar, donde veía televisión con Catalina y Bruno, y la llamó con un movimiento de su dedito hacia ella, pero Sol estaba ocupadísima creyendo que tenía como 18 años delante de Catalina y diciendo palabras groseras como re boluda o conchuda, y riendo con unas carcajadas tan estridentes que ni la escuchó. La llamó, escondida atrás de la pared que dividía el estar y el pasillo ¡¡¡¡SOL!!!!! , pero sólo recibió un ¡QUÉÉÉ´! completamente inservible. De ninguna manera iba a preguntarle semejante cosa frente a los primos mayores, sin la certeza cartesiana de la gravosa verdad que le hubiera dicho Félix mientras estaban jugando a los palitos chinos, dado que, como ella era extremadamente hábil para sacar palitos sin mover ninguno y él era torpísimo puesto que los movía a todos sin distinción de color,se notaba a las claras que se había puesto envidioso hasta el pensamiento innoble, por lo que le largó el apotegma Papá Noel no existe. Son los padres.
Ella quedó asustada, perpleja, llena de inseguridades Está loco, llena de terror Entonces tampoco existen los Reyes , desasosegada e inquieta Se lo voy a contar a mi mamá, esperando que alguien le resolviera tal incertidumbre Le voy a preguntar a mi papá. O a Sol….., pero esa tarde de verano, ni Verónica ni Francisco estaban en Tortuguitas, por ser un día de semana de diciembre en que todos los grandes estaban trabajando en sus Observatorios, salvo la Tía Constanza que los estaba cuidando y hablaba por teléfono, de modo que mejor ni se le ocurriera llamar su atención, ya que le pondría cara de estar escuchándola y estaría atenta a la otra persona; nunca a ella, que traía una pregunta que le definiría de ahora en adelante si era o no verdad que los grandes son colosales mentirosos, que Félix era un ser lleno de inmoralidad y que Papá Noel nunca más bajaría por la chimenea a dejarle justo justo lo que venía pidiendo desde el 20 de noviembre aproximadamente. En realidad, mejor dicho, que nunca había bajado, en tanto que ella estaba segurísima de haber visto, inclusive, una luz roja y unos cuernos de reno simpático que hasta una vez, según creyera, le había guiñado un ojo, sólo a ella.
Sintió frío, ganas de llorar, ganas de abrazar a Verónica y aspirarle el olor del cuello, ganas de que, aunque sea, apareciera la abuela Golde, o el abuelo Sammy, que tal vez le mostrara en el diccionario una palabra rarísima para hacer rimas con ella y que se le pasaran las ganas de morirse rápidamente. Mientras suponía que era invisible, que no había nadie en toda esa casa maldita que la reconociera como Trinidad Hirsch, la nena más inteligente de todas las escuelas de Buenos Aires, sintió la mano de Félix que le tocaba el hombro. Al volverse, casi ilusionada, lo escuchó seguir asegurando la herejía:
- No existe… son los padres. ¿No sabés que en verano no están encendidas las chimeneas? ¿ Por dónde entra, a ver?- Ella tuvo unos insensatos deseos de que Félix se transformara en alguna alimaña pisoteada por alguien hasta que le saliera una baba verde del cuerpo destrozado, porque por un momento supuso que venía a disculparse. Se juró a sí misma llevar a cabo una venganza aleccionadora para todos los futbolistas de siete años que les dicen a las nenas más inteligentes de todas las escuelas de Buenos Aires alguna verdad que ellas no han preguntado, y entonces, dio con la solución:
- ¡ Bruno!- llamó
- ¿ Qué ,Trini, preciosa Trini, la más soberana preciosidad de las esferas celestes?- le contestó Bruno, según siempre le hablara con palabras graciosas y que sonaban tan hermosas desde su altura de chico tan grande de la secundaria.
- Félix dice que Papá Noel son los padres- acusó sin sentirse culpable, convencida de que el castigo que deberían concederle a Félix Filardi era, como mínimo, meterlo preso hasta que cumpliera trece años, o catorce, y que sería Bruno el fiscal que pidiera la pena.
Bruno miró a Félix apretando los dientes y poniendo cara de calavera, pero al rato dulcificó la mirada y lo señaló, agarrándose la barriga como para sofrenar las carcajadas que era evidente que lo descomponían casi hasta hacerlo vomitar:
- ¡Por dios! ¿ Cómo? ¿ Entonces no existe? ¡ Qué pavada tan grande! ¿ Y quién me trajo a mí, entonces, la remera negra y la malla roja el año pasado?
- Papá y mamá- contestó Félix repentinamente interesado en un felpudo que estaba allí desde antes de que nacieran todos los hermanos y primos. Sabía que tenía la partida perdida y que seguramente le esperaba un palizón de los que no se olvidan, pero debía continuar con la verdad, aunque el cobarde de Bruno quisiera congraciarse con la pendeja malcriada de tres años.
- Félix, Félix…. Vos estás loco de remate…. Es como decir que no existe el sol porque de noche no lo ves, pedazo de tarado- y dio media vuelta e hizo como si aterrizara en el sillón, porque, además, era medio saltimbanqui.
Trini recuperaba inmediatamente la sonrisa. Amaba a Bruno hasta necesitar asfixiarlo de los besos que le daría por defenderla de la iniquidad y la envidia de Félix. Ahora ya no se sentía abandonada por sus padres ni futura niña sucia debajo de los puentes. Se sentía poderosa, con más y mejores argumentos para afirmar,cuando alguien quisiera ponerle en duda sus creencias más claras y definitivas.
No era rencorosa, por lo que invitó a Félix, que se había quedado apoyado en la puerta metiendo debajo del viejo felpudo sus botines sucios de barro, con la desilusión de no haber logrado hacerla sufrir, a retomar el partido de palitos chinos. Después de aceptar el convite, y, al parecer, olvidado de su acto indigno, salió corriendo y gritando por el pasillo :
-¡ PERO IGUAL NO EXISTEEEEEE!-

1 de mayo de 2009

PIEDRA, PAPEL O TIJERA

Bruno percibió que Catalina había descubierto sus intenciones de continuar aspirando el aroma que emanaba del pelo de Sofía, que se acercaba a él y le caminaba cada vez más serpentina mientras fingía recoger todo lo que tuviera en las manos y milagrosamente se cayera al suelo: un vaso, el toallón, las ojotas, y hasta las servilletas de papel que volaban por la brisa y nadie se preocupaba, lógicamente, de reunir en la mesa en bollitos prolijos.
Él, sentado como si estuviera hundido en la reposera y no se pudiera levantar de ella por un castigo primordial, simulaba jugar con Bartolomé a piedra, papel o tijera; a cuyo movimiento de manos no sólo parecía perder como un aprendiz, sino que además, provocaba las protestas del chiquito ¡ Pero recién hiciste papel!, ya que, por seguir con la mirada el incómodo movimiento que Sofía ejercitara para pasar entre la mesa del jardín y su propia persona incrustada en la reposera, perdía la conexión del juego.
- Ay, me raspé – anunció ella tocándose los huesos de la cadera arriba de la cintita que ataba la bikini - ¿ Me soplás, Bru?- le pidió con los ojos entrecerrados, como si se estuviera por desmayar.
Él fue consciente del silencio incómodo que se suscitó entre los mayores, que interrumpieron la ronda del mate, y miraron a Sofía con asombro, en tanto que ella recibía inmediatamente la reconvención de Bárbara:
- Dejá de hacerte la pelotuda, querés – mientras continuaba como si tal cosa la conversación con Amanda – Lo que te estoy diciendo es que yo no pago ni en pedo 200 mangos una remera, entendés… Por principios-
Sofía mostró los dientes sobre los labios, poniéndose Seven Up en el raspón, y recogiendo con los dedos el líquido que sobraba, chupándoselos inmediatamente y mirando a Bruno con estudiada lentitud , mientras él hacía un ridículo movimiento de mano convertida en piedra, envuelta en el papel de la mano de Bartolomé, que ya le había ganado con ese símbolo en todas las instancias del torneo privado que tuvieran y que salvaba a Bruno de mostrar que estaba definitivamente alelado por las formas y las actitudes de su prima, con quien hasta el verano anterior veía televisión en la cama y quien, hasta ahí ni se le ocurría que pasara a ser la desconocida que coqueteaba peligrosamente con él delante de todos.
Ahora, en ese incipiente verano en el que aprovecharan el feriado del 8 de diciembre para armar el arbolito y llenar la pileta, todo parecía haber cambiado. Ya Sofía no le hablaba mirándolo a los ojos, ya no se reían juntos de las anécdotas del tío Polo, ya no buscaban sapos para ensartar con el tenedor del asado, ya no veían juntos la MTV narrando antes de que se presentaran todos los hechos aparentemente inconexos de los video clips de los grupos más ignotos del conurbano bonaerense ¿ Son los Pastos? Noooo… Fumata´s Shop. Uh… Me encantan.
Ahora, parecía que ella no le dirigía la palabra en toda la tarde, y sólo se comunicaba con alguien lejano por medio de mensajes de texto, los cuales al recibirlos, parecía que veía la cara del emisor en la pantalla, porque sonreía de un modo bobalicón a cada aviso de mensaje del celular, mientras masticaba chicle y lo enrollaba con los dedos afuera de la boca.
Los Arias se veían asiduamente, pero hacía tiempo que no pasaban juntos la tarde todos los integrantes. Ese día, hasta estaba Machaca, a quien habían sacado de la Clínica para que disfrutara con la familia, por más que ella no se diera por aludida y, sentada en la mejor reposera, a la sombra, preguntara cada diez minutos si no había llegado Morita de la facultad.
Bruno quedó perplejo desde que hubieran bajado de los autos y se hubieran saludado. Ella no le brindaba más que mensajes contradictorios. Casi ni lo miró al llegar, y al rato le comenzó a manosear un colgante que tenía con un colmillo, diciéndole con voz disfónica y seductora Ay… es re lindo, Bru..... Almorzó sentada frente a él, masticando despaciosamente y clavándole cada tanto una peligrosa mirada verde, que para Bruno representaba un espantoso abismo en el que caía directamente en la pasión más encendida por la misma prima hermana con la que construía castillos de arena en Villa Gesell cada vez que coincidían en las vacaciones y quien estaba a su lado en las fotos de cumpleaños en que todos los febreros soplaba una vela más y que con el correr del tiempo se convirtiera en un brillante número 17 azul y oro.
Catalina lo miraba ahora, con un gesto regulador, puesto que en el mundo no existía nadie más severo que su hermana para catalogar conductas que hicieran evidente el deseo erótico. Es re puta, para mí todos se enteraron que está caliente con vos…. le decía cada tanto, con una indiscreción rayana en la maldad al nombrar a una compañera que mirara a Bruno más de la cuenta, aparentando, además, ofenderse con él, como si fuera culpable de atraer las miradas de las amigas de la hermana.
Él no podía apartar los ojos de algunos detalles; la cadenita diminuta que adornaba el cuello, una cicatriz en el hombro que parecía una pequeña medialuna nocturna, la respiración con gotas resbalando de su garganta agitada cuando se tiraba en la lona después de salir de la pileta.
Sintió unas tremendas ganas de llorar, un irremisible desasosiego, una fatal necesidad de ser Bartolomé, cuya única preocupación del momento era que Pablo no le permitía meterse en la pileta a las ocho de la noche.
Mientras tanto, no escuchaba a Carola,¿¡Podés correrte de ahí, Bruno, por favor!? no participaba de las bromas pesadas de Polo a Machaca ¡Tía… Me parece que vino a visitarla Atilio Marinelli!, no reía ante las respuestas de ella, que dejaban a todos en una hilaridad permanente durante dos o tres minutos de lanzada su voz de hombre ¿Por qué no te vas a la mierda, Evaristo?, y continuaba jugando con Bartolomé, ahora al fútbol, pateando con una fuerza inusitada la pelota y enviándola al techo, acaso para obligarse a subirse allí para buscarla y desaparecer volando como un pájaro, olvidando para siempre el impacto angustioso que le producía el olor del pelo de Sofía, el fino cuello, la cicatriz en el hombro y el raspón en la cadera, cuya consecuencia del gesto de ella fue mucho peor que si le hubiera obedecido y le hubiera soplado.
Y frente a este movimiento de su alma que buscaba desesperada dónde situarse en adelante para que nadie supiera su secreto, frente a la inevitable consecuencia en las relaciones familiares que entreveía si alguien notaba que Sofía le gustaba como no le había gustado nada ni nadie en toda su vida despreocupada y feliz hasta ahora, escuchó la voz de Bartolomé que le susurraba quedamente, mientras simulaba golpear su tijera con la piedra y subía la cabeza para hablarle al oído…. No voy a decirle nada a nadie…

29 de abril de 2009

CASI CASI COMO LOS DE BALZAC


Cuando los intereses de Guy Fabillanc se orientaron más a la lectura inculcada por el párroco que a correr al ganado o romper contra el suelo del granero los huevos que las gallinas incubaban celosamente y que servían de alimento a la familia, tal como hacían sus hermanos menores, Monsieur Fabbillanc conversó con su mujer si no sería conveniente ahorrar un porcentaje de la venta de las cosechas durante diez años y enviarlo a París, de modo que los sacara de la miseria una vez que fuera célebre abogado y atendiera casos en un bufete de la ciudad.
Al enterarse de estos propósitos, Blas, el hermano segundo de los ocho hijos de Monsieur Fabbillanc, albergó una intensa envidia contra Guy, a quien imaginaba valsando en salones de París, con mujeres hermosas, o acudiendo a los Bufos o La Opera , mientras él se deslomaba echando fardos con una hoz al sol de Provenza, secando su sudor con un pañuelo sucio y abanicándose con un sombrero de paja lleno de agujeros, puesto que sería imposible ahorrar su soldada para adquirir otro sombrero que lo protegiera de las inclemencias del sol del Mediodía, considerando que deberían enviar todos los ahorros al perezoso Guy.
Charles, el tercero, viendo los preparativos en los que la madre acudía a un usurero para adquirir un atuendo decente y citadino para el hermano mayor, entró en un mutismo que no abandonó hasta la fecha de su muerte en 1895.
Los tres restantes eran tan limitados para la reflexión y aún para la percepción de la realidad, que no creyeron que valiera la pena abandonar la sana diversión con que reían hasta babear, que consistía en perseguir cerdos tomándose de la diminuta cola cuyos traseros adornaban, para resbalar en el cieno y la inmundicia y hasta para recibir, cada tanto, mordiscos y desgarros por parte de las bestias que, al verlos entrar al corral, gruñían proféticamente. Por lo tanto, sólo se enteraron que Guy ya no dormía junto a ellos en el granero , recién cuando habían pasado tres semanas que al muchacho ya no se lo viera por la granja.
El menor, Ferdinand, admitió cuando lo interrogó la policía, que no logró perdonar a su hermano mayor Guy Fabillanc, que diera por sentado que sería abogado apenas llegara a París, por lo que, aprovechando la cosecha, lo degolló limpiamente dentro del granero con una hoz reluciente, mientras los tres insuficientes mentales perseguían cerdos, Charles no contestaba a sus padres que le preguntaban por el paradero de Guy, y Blas se compraba un sombrero nuevo para atajarse del sol en la futura siega.

24 de abril de 2009

CABEZA DE MAESTRA


Para todos mis buenos amigos, que más de una vez fueron como la Seño Sandra...
Y especialmente para Sandra.

Indudablemente, Manuela Miralles era burra.
Así lo pensó la Seño Sandra, una vez que corrigiera por tercera vez los garabatos desordenados con los que la nena tratara de explicar que los querandíes habitaban en La Pampa, escribiendo en su lugar “La Plata”. Es recuperatorio de recuperatorio , se consoló, entendiendo que le había dado todas las posibilidades para que promocionara el área, frente al terror que le producía vislumbrar la reunión que tendría el Equipo de Orientación Escolar, la Directora y ella misma con la madre, que siempre había sido catalogada por la escuela como una loca.
Observó la letra, enorme y desprolija, la cantidad de enunciados borrados con corrector, las respuestas impropias Los indios comían guanacos, que les daban las pieles para venderlas, y la recordó sentadita en la sala de computación, con las piernas colgando de la silla, sola y resfriada, haciendo su recuperatorio número tres de la prueba de Ciencias Sociales en la que hubiera fracasado una y otra vez, acudiendo cada tanto a su goma de borrar o a su corrector gastado, guardados prolijamente en una cartuchera con dibujos de hadas.
La recordó, siempre callada, desculando operaciones matemáticas que, a la luz de lo que ella posteriormente corregía en su casa, resultaban jeroglíficos tan imposibles de descifrar como el Lineal B, o analizando oraciones sintácticamente, en las que al sujeto tácito, le incluía un nombre de persona que sacaba de su imaginación, siendo ésta una operación tan disparatada, que la Seño Sandra no podía dejar de leérsela a sus compañeras en la sala de maestros o a sus hijos, ya grandes, en casa, en tanto que todos largaban una carcajada que degeneraba en un adjetivo indulgente Pobrecitaaaaa.
La identificó en el recreo, en la fila, en el mástil, en la salida, y siempre la veía última, con el ceño fruncido, llena de útiles, llena de carpetas enormes.
Y la Seño Sandra percibió, que Manuela Miralles no era feliz, por lo que resultaba absolutamente quimérico que aprendiera, nunca jamás en su vida, nada de nada. Por lo tanto, en definitiva, los contenidos cuya adquisición parecían de vida o muerte a la hora de entrar en el mundo paradisíaco de las vacaciones, para Manuela carecían de provecho. Y, además, con firme consternación, la Seño Sandra comprendió que no solamente no le servían ni los querandíes, ni las fracciones aparentes, ni el sujeto tácito, sino que además, ella como buena docente que siempre había sido, formaba parte de un grupo de gente adulta, dedicado a la Educación, que castigaba por esto a una criaturita de nueve años, y la dejaba en la escuela hasta Navidad, momento en que todos sus compañeros estaban en el club o en las casas de los amigos, mientras Manuela Miralles, con el uniforme de escuela y el pelo atado, esperaba que le dieran una hoja con consignas para solucionar a las tres de la tarde de un día de 38 grados de calor.
Entonces, la Seño Sandra, antes de romper la hoja de carpeta en la que Manuela había escrito que los querandíes vivían en La Plata y que los guanacos les daban las pieles para venderlas, tomó la lapicera azul, buscó su nombre en la lista y escribió un siete perfecto, prolijo y gracioso cuyo impacto fue tan profundo, que le trajo a la memoria el día en que recibió su diploma de maestra.

22 de abril de 2009

DISQUISICIONES SOBRE LA PIEDAD


En el preciso momento en que Verónica Arias llegaba a su casa, una vez que dejara a Trini en la guardería quince minutos después, antes de almorzar, y previamente a que regresara al Observatorio, con una canasta de feria cargada de carpetas cuyo peso le producía una intensa puntada en la escápula, fue atajada por su hermana Constanza en la reja, al parecer después que la estuviera esperando estoicamente allí algunos minutos.
- Te llamé tres veces. ¿Tenías el celular apagado?- sin saludarla, de un modo anormalmente ansioso para ella.
- ¿Eh?- Verónica tenía la costumbre, desde que comenzó a hablar, de repreguntar para que le recuerden la intervención y antes de que lo hicieran, responder – No sé, ni idea. No lo llevé, creo.- Constanza se mordió los labios con un gesto de insatisfacción frente a su falta de hábito ante las conductas de Verónica, a las que sentía que debería haberse acostumbrado, a esta altura, como para preguntarle bonitamente por qué no había atendido el celular, siendo que era más que seguro que lo habría dejado toda la mañana entre las sábanas de su cama o en el baño, puesto que un ser con las características de Verónica era la candidata perfecta para perderlo, olvidarlo o dejarlo caer en una zanja y llorarlo durante un año.
- Bueno. ¿Vas a comer ahora?- quiso cambiar rotundamente de tema.
- ¿Eh? Sí, claro. A las tres tengo que estar en el Observatorio-
- Uh- se quejó Constanza que, como no trabajaba, todos los horarios de sus hermanas le parecían ridículos y les demandaba persistentemente un café, una salida al centro o una visita un miércoles a las diez de la mañana. - ¿Tan temprano?-
- ¿ Eh? Es la una, Constanza. Tenemos dos horas- contestó con gran especulación Verónica. - ¿Te pasa algo?
- Y sí….- comenzó – Como pasarme, me pasa…. Sí - casi convenciéndose.
Cada vez que las hermanas recibían esa respuesta de una de ellas, se alarmaban como si la otra le revelara que tenía cáncer e iba a morirse en tres meses. Tenía para ellas la misma trascendencia que tuvieran una deuda millonaria, que se pelearan con Amanda, que uno de los hijos más grandes se llevara una materia o que uno de los chiquitos se golpeara o tuviera tos. Abrían desmesuradamente los ojos, se quedaban expectantes, vociferaban ¡¡¡QUÉ PASÓ!!! antes de que quien tuviese el conflicto, terminara de catalogarlo como grave o una boludez. Efectivamente, según los modos urgentes que tenían de relacionarse entre ellas, Verónica se enfrentó con su hermana, dejando la llave en la cerradura como si no importara más nada en el mundo:
- ¿Qué pasó?- suponiendo, por orden, divorcio, enfermedades o estados melancólicos.
- Entremos- sugirió Constanza dándole a la escena más misterio. Verónica la estudiaba con la mirada.
- ¿Eh? Te separaste- adivinaba.
- No, boluda. Todavía no.- comprometió Constanza. Verónica la miró como si sintiese un taladro en el alma. Todo lo que fuese poner a prueba sus sentimientos y adaptarse a nuevas situaciones, la sumía en un miedo cerval. Todavía recordaba lloriqueando la fiesta de casamiento de Bárbara y el vals que hubiera bailado con Santiago Miralles antes de que éste volara de la vida de su hermana pretendiendo asegurar su salud mental.
- ¿Cómo todavía no? ¿Te vas a separar? ¿Que pasó? Te metió los cuernos- volvía a adivinar, sin moverse de su lugar, aún con la llave en la puerta.
- ¿Podemos entrar, Verónica?- la amonestaba ya, haciendo un movimiento convulsivo arriba de la mano de su hermana sobre la llave, como para acelerar de una vez por todas el trámite de entrada, que ya estaba durando cerca de 15 minutos.
Verónica se dejó arrastrar por Constanza hacia el comedor diario, caminando delante de ella con medio cuerpo estirado hacia atrás, procurando, con esta forma incómoda de avanzar, que la hermana juzgara que la zozobra por conocer su problema era imperiosa, y que no soportaría ni un minuto más de demora. La otra la empujaba con la mano en la espalda, como quien lleva un reo al patíbulo, con la cabeza baja y con ininteligibles sonidos sincopados Dal, dal…. Apurat…Vam….
En realidad, Constanza siempre había sido quien albergaba en sí varias características que las otras hermanas poseían en estado puro. Carola era naturalmente más racional, Bárbara más impulsiva y Verónica más babieca, particularidades que se enseñoreaban de sus estructuras reales, propiciando que todas sus actitudes respondieran exactamente a su esencia serena, intempestiva o bobalicona. Pero Constanza, a veces parecía ser serena e inquisitiva, a veces desbordada o fóbica, a veces, un poco tonta. Era como si su forma de ser se perfilara como la de todas y la de ninguna, y muchas veces Pablo, en conversaciones que lo desorientaban y lo sacaban de foco, le largaba, no tanto para herirla como para reencontrarla Ya estás hablando como Carola o, ¡Pará un poco! ¡Parecés Bárbara!, réplicas que a ella la dejaban tan confundida, que estaba todo el día siguiente preguntándose si era que carecía de un contorno personal o que su marido, según ella reaccionara como Carola, fuera un machista, como Verónica un benefactor, o como Bárbara, un reverendo hijo de puta.
Ahora, Constanza, sin embargo, mostraba su real catadura, aquella que de chiquita revelara cuando le hubiera anunciado a su maestra de segundo grado que había nacido en Brasil, sencillamente porque la mujer hubiese preguntado a los niños si alguno era oriundo de otro país. A ella le resultó tan encantador ser brasileño, que levantó su manito y aseguró con absoluta soltura que era extranjera. Era arriesgadamente fantasiosa, y pasaba con tal facilidad entre el mundo de la realidad y el mundo de la ficción, que más de una vez hubo de confesar mentiras ridículas e insostenibles, puesto que, a quien le había dicho que Bartolomé estaba operado de hernia inguinal, por ejemplo, lo repetía delante de Pablo, quien era un dechado de veracidad y le lanzaba una mirada como para asesinarla ya que no tenía corazón para desmentirla y humillarla delante de la gente. Lo peor, era que ante el cuestionamiento que su marido le hacía una vez que los que escucharan sus mentiras se hubiesen alejado, ella respondía frescamente Bueno, qué se yo… Me dio lástima que al chico lo operaban y le metí ese bolazo, para que no se angustie, respuesta que a Pablo lo hacía sonreír si estaba de buen humor, o desear internamente empujarla del auto si había tenido un día difícil.
Verónica puso en la mesa dos individuales primorosos, y sacó de la heladera una bandejita transparente con ensalada que dividió en dos platos. Constanza la dejó hacer, y antes de que la otra se sentara a almorzar después de estar durante seis horas en una banqueta con las piernas acalambradas anotando extraños símbolos en una carpeta una vez que alejara su ojo del telescopio, le largó:
- ¿Esto comés?- con la mano en la mejilla y alzando el índice para señalar la vianda.
- ¿ Eh? Somos vegetarianos, Constanza.- aclaró Verónica como si la hermana no lo supiera ya desde hacía diez años. Ella asintió con un gesto resignado, manifestando con éste, un categórico malestar frente a las extravagancias de los naturistas, y comenzó, en tanto que Verónica quedaba con la masticación inmóvil frente a las declaraciones que escuchaba:
- Bueno. Resulta que me encontré en la calle con Julia Biondini. ¿Te acordás? – muletilla inútil, puesto que Verónica apenas si se acordaba de los nombres de su grupo familiar, por lo que, lógicamente, negó con la cabeza – ¿No? Buéh… Era una compañera mía de la Secundaria, que el padre era taxista, ¿No te acordás? –
- ¡No, boluda, dale!- impaciente, Verónica se servía agua en una copa de vino y volcaba la mitad por seguirla.
- Bueno. Era una compañera mía. Ella siguió Derecho y creo que se recibió. La cuestión es que hacía como mil años que no la veía, y... Te juro, boluda… me dio tanta pena. Si te acordaras… Era una mina flaquita, re linda, delicada… No sé. Me acuerdo que en la Fiesta de Egresadas tenía un vestido di-vi-no – imprimiéndole a la primera sílaba una intensidad desmesurada.- Bueno….- dejó en suspenso para que Verónica sufriera más de preocupación, ya que aún no veía la relación existente entre el divino vestido de Julia Biondini y la supuesta separación conyugal que Constanza hubiese insinuado.
- ¿Pero y qué tiene que ver?- preguntó por fin.
- Está gorda como una vaca- remató- Me costó reconocerla. Me tuvo que decir el nombre. Gorda, enorme, gigante. –
- ¡Uh, pobre!- se compadeció Verónica- Igual, no entiendo. ¿Te vas a separar de Pablo porque tu amiga está gorda, boluda?- Constanza se irguió ofendida frente a la insolvencia de Verónica para aventurarse en nuevos horizontes y resultar, a veces, tan tremendamente juiciosa.
- No, estúpida. Está gorda porque parece que se le desencadenó una enfermedad hormonal después que tuvo al tercer hijo
- ¡Ah! – Se acordó Verónica – Como Carla….
- ¿Y quién es Carla? – repreguntó ahora Constanza, feliz de encontrar a alguien que Verónica mentara y ella no conociera, tal como hubiese ocurrido con Julia Biondini, su compañera obesa. Verónica apuró la respuesta, como si fuera un trabajo enorme ubicar a Carla Hirsh.
- La prima de Francisco que vive en Houston-
- Mucho gusto. Ni vos la conocés – recordando, sí, que los Hirsh tenían primos en Estados Unidos.
- ¡Pero sé que se enfermó después del tercer chico, che!- aclarando que su memoria era selectiva pero existente.
- ¡Bueno! ¿¡Qué me importa la prima de Francisco?!¡Escuchame!- exigió Constanza – Después de que se le desencadenó la enfermedad,….- se interrumpió y se puso de pie para dar más dramatismo a las dificultades familiares de la pobre Julia - ¡SE LE MURIÓ EL MARIDO!-
Verónica quedó anonadada. Le parecía literalmente una enormidad que alguien pudiera enfermarse y engordar descomunalmente, y, por si esto fuera poco, ipso facto se muriera el marido.
- ¡No me digas, pobre mina!- se apiadó por segunda vez. Constanza arremetió, rápidamente, como para que no se detuvieran en el detalle más importante de toda la conversación:
- La cuestión es que a mí me dio tanta lástima, que le dije que yo también era viuda…. – esperando la reacción de Verónica, que no sólo no fue la esperada, sino que además ocurrió a destiempo, puesto que después de unos segundos de mirarla con los ojos excesivamente abiertos y de echar la espalda para atrás, le deletreó:
- ¡Estás chapa, boluda! ¿ Para qué le dijiste eso?- Constanza sentía que había acudido a la hermana equivocada, dado que en ningún momento, desde que hubiera sido atajada en la puerta, Verónica la había serenado, sino más bien había logrado excitarla más y la había enfrentado con la verdadera gravedad de sus fantasías, lo cual, de ningún modo la ayudaba en estos casos, en los que creía que relatar justificando sus mentiras, significaba no haberlas pronunciado.
- ¿No te digo?- argumentó – Me dio pena… no sé… para que no se sienta tan mal –
Verónica le dio una contestación cuya sabiduría le dio vueltas en la cabeza hasta cuatro días después del incidente:
- A la mina le importa la muerte de su marido, no la del tuyo, Constanza.
¿Mirá si se entera Pablo?- intervención frente a la cual, su hermana puso cara de circunstancia, y casi al borde del llanto, confesó:
- Es que se enteró-
Y entonces, Constanza dio cuenta a Verónica que la gorda estaba al tanto de su casamiento con Pablo Smart, por una prima de una amiga en común de la época de la secundaria. Y lo peor, que Pablo había sido compañero de dos o tres cursadas durante la época de la Facultad de Derecho, de la que ambos hubiesen egresado en 1994, detalle que merecía que a veces ella, que se dedicaba a Derecho Civil, le recomendara casos de Contencioso Administrativo, rama que Pablo ejercía casi exclusivamente desde el año en que se hubiera diplomado.