12 de julio de 2014

AQUELLA VOZ



Después de años de empujar una piedra como Sísifo, Carola y Enrique se han separado. A lo largo de veinticinco años de matrimonio establecido, han sobrevivido a vacaciones, hospitales, ataques de pánico, ataques de histeria, ganas de suicidarse, golpes de efecto, culpa por los hijos, papelones frente a ellos, ataques de presión alta con clínica y todo, cambios del disco de vinilo, al casette , al Cd y al mp3, embarazos, partos, hijos de todos los colores de pelo posibles, suegros y padres poco indulgentes, y una mezcolanza paradójica de seguridad de infelicidad en el futuro, una certeza  oscura de saberse unidos por el pasado del país, de su generación, de su monstruoso modo de vincularse…..
“Apenas divorciada, una mujer siente alivio”, pensó Carola, y comenzó a dormir en la mitad de la cama de dos plazas, a quedarse en la casa de sus amigos e irse última, a encender las luces, el calefactor, la tele, en los horarios prohibidos; y, como triunfo deseado de su especie, a irse a la cama a la hora que le diera la gana. Hablaba libremente, gritaba, decía malas palabras y trataba a sus amigos varones de “ mi amor, casate conmigo” sin temor a que sobreviniera una absurda escena de celos que no era otra cosa que intentos de domeñar el espíritu que alguna vez había enamorado a Enrique, puesto que no era, a las claras, de verdad, que Carola quisiera unirse con otro que no fuera él, y muchísimo menos, con todos sus amigos varones de todas las ciudades en las que vivió.
Entonces salió a pelear su puesto en el mundo, a visitar a sus hermanas cuando quisiera, a quedarse a dormir en la casa de su madre, o en la de Bárbara, que, ahora que estaba separada , le decía cuánto había odiado a Enrique a lo largo de los veinticinco años en que estuviera casada Carola con él, a lo que ésta, de pronto agraviada, le largaba:
 “ Pero y si tanto lo odiabas ¿Por qué le pedías que te acompañara al abogado o que te hiciera la mudanza?”
Más allá de esto, Carola y sus hijos sintieron, con la ausencia de Enrique, cierta paz que fue acondicionando la vida desquiciada del último año, por lo que, las cosas fueron disponiéndose hasta llegar a terminar las hojas de la agenda y felicitarse por no caer en el embrujo que Enrique ejercía en ella toda vez que tomaran distancia.
Un día recibió en su celular un mensaje de alguien que decía que era Jorge Lescano. Que era Jorge Lescano y que quería verla.
Había sido el novio de la primera juventud de Carola. Se conocieron en Mar del Plata y ella se enamoró tanto pero tanto de él que le sobró coraje para largar sencillamente al novio de la adolescencia  junto con su departamento alquilado a dos cuadras del de Quitito. Apenas llegó y vio a Jorge,  Carola le empezó a decir a su novio anterior que no la tocara porque tenía “el dedo rasposo”. Para colmo de males, el novio de la adolescencia era un amor más bien fraterno, y Carola empezaba a calcular qué les diría a sus padres, mientras su hermana Constanza le aconsejaba que se hiciera la desmayada, que dijera que tenía una enfermedad incurable, o que lo largaba por su bien “ decile que sabés que estás enferma y que no querés que sufra cuando te mueras”. El “Mirá si le voy a decir esa boludez” hacía que Constanza se considerara ofendida en su afán de ayudarla, sabiéndose, además, depositaria de un secreto sagrado, algo así como tener el Santo Grial guardado en el ropero, por lo que,  frente a las negativas de Carola a las ideas delirantes de Constanza, no se hablaban en toda la tarde de playa, o no jugaban al Voley con buzo cuando caía el sol.
Carola estaba por entrar a la Universidad, por lo que, embebiendo los vientos de la libertad de los dieciocho años, salió con Jorge, se enamoró completamente de él, y ni dirigía la palabra a sus padres o a sus hermanas, entendiendo que estar en Mar del Plata significaba solo y exclusivamente  encontrar en la Calle San Martín al amor más inmenso de su vida.
Enamorarse de Jorge significó para ella descubrir el rock n´roll y las pestañas de los hombres. Y algo que le sucedería a lo largo de su existencia hasta Enrique; una oscilación entre el compromiso del amor y de la gratitud por el trabajo de hormiga que hacía: esperarlo desde las nueve de la noche hasta las once, caminar muerta de frío por la calle, perdonarle cada inconveniencia ideológica que esgrimiera, todo, con tal de recibir su llamado al anochecer y hablar por teléfono durante horas, a veces peleando, a veces con las estúpidas naderías de los arrumacos dichos y no hechos. Jorge tenía cierta frialdad, y no la satisfacía por completo…. Sin embargo,  ella lo adoraba.
Sabiéndolo , él la dejaba del día a la noche, y cuando ella, linda como era, encontraba otro hombre, él acudía presto a presentarse como el verdadero amor que la convocaba desde hechos nimios a los que jamás les hubiera dado crédito como que lo enamoraban, como “ Estabas tan linda el día del cumpleaños de mi viejo” o “ Me hacías reír tanto”….. Y así la convencía de que era suya, y que romper ese vínculo por voluntad de otro que no fuera él,  era un modo de inhumanidad que “no sos vos, Carola, así no sos”
Seis años estuvo Carola con Jorge Lescano, yendo y viniendo, desconfiando de toda actitud de amor de él hacia ella, ya que sucedían sólo cuando la perdía, y, si bien ella lo amaba, tenía poco de estúpida, por lo que entendía su juego y se prestaba a él mientras se le ocurriera jugar.
Pasó el noviazgo con Jorge junto con la Dictadura, y luego, entre otros hombres que la colmaron, la exasperaron, la asustaron o la despreciaron, se encontró con Enrique con quien armó la vida que pudo armar. Bastante buena como para defenderla durante veinticinco años.
Y un día, ya descreída de Enrique y sus vacilaciones, Carola recogió un mensaje de Jorge Lescano.  
No se entusiasmó- tal vez ya vislumbrara que estaba grande y que no esperaba mucho- pero le siguió la corriente, fingiendo, por supuesto, que había recibido la sorpresa más importante del año.
Lo comentó con sus hermanas, quienes, de acuerdo a la acritud, sentimentalismo o  descuido de cada una de ellas,  le fueron soltando:
“ ¿Y qué quiere este idiota?
 ¡¡¡Ahhh, pobre…. Siempre te quiso… ¡!!! 
   ¿¿¿Quién era Jorge Lescano , el que tocaba el piano?
El recuerdo de la menor lo ubicaba en un escenario dando un concierto, pero tocaba la guitarra  y cantaba, esperando una gran ovación de un grupete de adeptos:  “ Muchacha, ojos de papel”, “ Amor de primavera”, “ Jugo de Lúcuma”, “Los libros de la Buena Memoria”…… y cada vez que lo hacía, Carola se desmayaba de deseo mientras esperaba que él se las dedicara todas a ella, pero consiguiendo ser un telón en el teatro de su espejo feliz que lo devolvía perfecto, bello, enorme, ganador y único. Lo máximo que lograba, no obstante, era ser acompañada caminando a desgano por la calle forrada de tilos hasta su casa, besarse en el zaguán y quedar para el llamado de la semana que, a menudo, no se concretaba.
Y un día, mandó un mensaje de texto, también él adueñándose de la tecnología que les había pasado por encima. Y ella se mostró asombrada, renovada, feliz; aunque en el fondo no sintiera mucho de todo eso, sino más bien, una insana curiosidad para acreditar el estado en que la cincuentena lo había sumido al Gran Jorge Lescano.
La citó en un restaurante al que actualmente iban ancianos que ya habían cumplido los sesenta años de matrimonio, o viejas canasteras, y,  por supuesto, él llegó tardísimo. Es verdad que había reservado la mesa….. ( Recordaba ella cuando se juntaban en el auto que le prestaba el padre y se iban cerca de un asilo que nadie frecuentaba para estar solos, con una botella de Chablis helado que ella robaba de la bodega a Quitito, o cuando habían ido al recital de Almendra y él se agarró a trompadas con un melenudo del colectivo, con la consecuente bajada en la Comisaría Novena y la llegada tardía a River. Y recordando, no podía dejar de juzgar que el tiempo es el peor enemigo del que quiere permanecer siempre joven y mantiene los recuerdos tan vivos como si treinta años fueran dos semanas atrás)
De pronto, lo vio.
Estaba calvo, más gordo, vestido como un señor, con detalles cuidados que hubieran seducido a novecientas mujeres menos a Carola.
Se abrazaron largamente, se besaron muy cerca de la boca. Él conservaba cierto aroma legendario, mezcla de perfume dulce y menta de chicle. No hablaron. Se miraron salvando los treinta años en los que no se habían visto. Ella le acarició la cara con el dorso de la mano, ligeramente, intentando averiguar en ese gesto íntimo, dónde estaba oculta la ternura que descubría en ese encuentro.
Jorge Lescano tenía todavía las mismas pestañas largas que a ella tanto la habían atrapado en los años 80, el estudiante de Derecho que se agarraba anginas cada vez que tenía que rendir una materia, el que tocaba Spinetta como nadie, el que jugaba al fútbol en la playa y aparecía con una campera de jean sobre el torso desnudo, el jovencito que a ella tanto la había enamorado sólo con verlo.
Pero de pronto …..Jorge Lescano habló.
Y ella, con creciente horror, un horror que iba trepándose cerca de su columna vertebral, provocándole una paralización de sus sentidos, escuchó una voz atiplada, adelgazada, finita como de caricatura, como si alguien le hubiera hecho un maleficio y hablara en falsete, con un tono horrísono de payaso de circo del conurbano, donde solamente los más fracasados pueden apretar la solapa de su chaqueta y sacar un chorrito ilusorio de agua.
Jorge hablaba y ella no podía escuchar absolutamente nada de nada. La voz lo inundaba todo.  Solamente estaban ella y la voz de Jorge Lescano, que le traía la convicción de que el pasado no es bello, es solamente un fantasma que se aparece en la noche para largarnos una carcajada en medio de una pesadilla donde uno aparece en bombacha en una fila de colectivo.

Carola habló durante una hora y media con la voz de silbato, de chiflido, de enano deforme. Y le preguntó, con la confianza que le había otorgado el saberse requerida, qué le había pasado para hablar de ese modo. Él confesó una lesión en las cuerdas vocales por el stress que le había producido la muerte de su padre hacía casi veinte años.
Luego, hablaron de Jorge, naturalmente.
Carola tomó tanto vino, que cuando abandonó el restaurante, cree recordar todavía, él la besó en el capó de su auto pidiéndole otra cita.
Cuando salió del estacionamiento, prácticamente huyendo,  chocó contra un vehículo que venía perfectamente por su mano.
Y al darle los datos al conductor que la quería matar, risueña, y, al parecer, salvada por ese percance de su viaje a un infierno propio decrépito,  mezcló los últimos números de su celular con los del celular de  Enrique, con toda la intención de que no la encontrara nadie nunca más.


17 de noviembre de 2013

MORITA EN EL 76



En esas noches de fin de año de 1975, Morita y Charlie se escondían en cualquier lugar que les ofreciera  auxilio. A ella no le era lícito involucrar a su familia;  radicales tradicionales de principios de siglo, con su militancia en la Universidad, su repentina transferencia a una fábrica en Garín y su pasaje a la clandestinidad.

Siempre recordaría a Quitito decirle como en un escupitajo cruel:   
“ Mocosa de mierda, ¿ No le basta a usted con los disgustos que ha tenido Papito con Machaca y Copete? ¿ Quiere matarlo, después de haber sufrido la muerte de la pobre Finita?, y a Machaca atrás gritándole:  “ ¡¿ Qué disgustos, a ver, amargado de mierda?!" y a Copete con los ojos vidriosos mirándole el contoneo de las caderas a Antonia, insistiendo, además, en callar que Blanca era su hija;  el cobarde….. el cagón de Copete, la tilinga de Machaca, el conservador de Quitito…..Mamita y su modo de dirigirse a Antonia, con el “Che, estúpida” a cada minuto mientras la otra se apuraba por cumplir con el único destino que no le estaba vedado: servir en la casa Arias Guevara como si fuera una esclava mulata de la colonia.

Cuando entró en Filosofía, se encontró con un mundo que había sido apenas mentado superficialmente por sus mayores. Todos los nombres, sí; todos los libros, sí; pero sólo una ligera representación de sus doctrinas, que a ella, a fuerza de leerlas íntegramente,  la hacían sufrir de tanto comprenderlas.

Y descubrió que Charlie era mejor que el resto, indudablemente. Sucio, mal vestido, con acento provinciano, Charlie iba imprimiéndole a las palabras una naturalidad que aclaraba su discurso, y cada cosa que él decía, a ella se le incrustaba en la mente y de allí no salía más, al punto de encontrar que  cada almuerzo en Tortuguitas era una ocasión propicia para largar “el pueblo”, “ la burguesía nacional”, “ los cipayos”, “el pueblo en armas” como si hablara de Sábados Circulares de Mancera.

Los hermanos de Morita hablaban más fuerte de otras cosas para taparla, pero ella insistía hasta que Bernardo Arias Guevara daba un puñetazo en la mesa y se hacía un silencio similar a los que anteceden a una gran tempestad, en la que los pájaros dejan de cantar y esperan el vendaval.
Así, Morita llegó a la conclusión de que debía iniciar un exilio interno que la llevaría a un dolor más profundo que el saberse fuera de la clase a la que defendía. El desconsuelo de sentirse ilícito dentro de las propias ideas, las pocas que la hacían diferenciarse de su familia y que la llevaban al amor con Charlie, que le hablaba de un futuro no muy lejano en que toda la humanidad estaría hermanada después de combatir el capitalismo salvaje que marcaba esas diferencias de clase que a ella la hacían despertar cada mañana como si estuviera en una cama equivocada.
En cama equivocada o no; con conflictos gravísimos con su familia quien la acusaba de mala hija y de aprovechadora; de ignorante, de desagradecida y puta, Morita jamás tuvo, en toda su vida terrena, una emoción mayor que la que le provocaba la sola vista de la figura de Charlie.

Lo amó de un modo extremo, siempre en peligro; con raptus de locura, entre basurales, armas peligrosamente caseras, mimeógrafos y aerosoles de pintura roja. Lo amó más allá de sí misma y de él, entre oportunistas militantes universitarias que sólo levantaban las clases para acceder esa noche a su cama, mientras ella se pelaba los dedos tipeando documentos que escribía febrilmente y que defendía con el alma, los repetía hasta la desesperación y la iban alejando cada vez más de la vida que estaba pactada para ella. Una chica bien.

Un día, Charlie se murió.

Apareció acribillado en un descampado de José C. Paz, y se publicó una foto obscena en la que parecía relucir más en su pecho una cadenita de alpaca que ella le había regalado con una M. Casi una usurpación criminal….Esa medallita con la M no debía estar allí, en la foto del diario. ( el día en que se la regaló, él se rió un poco y le dijo que le quedaban restos de ritos cristianos. Ella no estuvo de acuerdo, y se quejó de que se lo había comprado a un drogón amigo que tenía un puesto en Plaza Francia. Él le contestó que era lo mismo, pero sin embargo, se la dejó puesta para siempre, hasta el día en que se murió y la medalla estaba más viva que él, reluciente y nítida en su cuello inerte.

Con la noticia de la muerte de Charlie, la célula que compartían se replegó. Era febrero del 76. Se desmantelaron casas de reunión, y se abandonaron planes antagónicos hasta nuevo aviso.

Morita se refugió en Tortuguitas, con sus hermanas mayores.
No olvidaría esa suerte de vacaciones jamás en toda su existencia. Machaca largaba sin parar un disparate atrás de otro para armar una escena en que China y Teté la amonestaran como si fuera una demente cruel , de modo que la menor se olvidara de su duelo y su peligro y, al menos, sonriera un poco.

No podía, porque la blandura de su mente, de sus miembros y su voluntad, sólo se modificaba para comer, caminar hasta el baño y tirarse al sol durante horas, recordando la medallita de alpaca en el cuello muerto de Charlie.

A veces Morita, al acostarse, escuchaba a sus hermanas susurrar en la cocina y ahogarse en algún sollozo asustado, que la colocaba de prepo en la contingencia que había elegido para su presente que no estaba avanzando hacia el futuro esperable, si no a un vacío al que nadie quería ni podía ponerle nombre.

A principios de Marzo, Bernardo Arias Guevara llegó a Tortuguitas y se encerró con ella en el cuarto matrimonial, donde ahora dormía Machaca.
Le avisó que tenía un boleto abierto de avión para Madrid y que debía ir con él inmediatamente a sacar el pasaporte. Que él iría con ella como si fuera un viaje de placer, y que, al llegar a Madrid, los estaría esperando en la Embajada de Suecia un amigo de la familia, a quien Morita conocía desde chica, que los conectaría con el embajador y que su nueva patria era Estocolmo. Que ya que había muerto este muchachito y que andaba escapada, no podía poner a la familia en peligro y que él no tenía corazón para echarla a la calle. Que tuviera conciencia de  que estaban en buena posición económica pero que el único que ayudaba era Quitito que tenía ya su familia y que no era cuestión tampoco de andar comprando boletos de avión como si fueran boletos de trenes para Mar del Plata. Que así y todo era una enormidad, que estaba en un terrible peligro, que se les partía el corazón, pero que ella lo había querido así, que no había pensado ni en él ni en su mamá, ni en sus hermanos que tanto la querían, y que meterse en esas cosas solamente traía problemas, que le daba mucha pena este muchachito, pero que maldita la hora en que lo conoció, que le destrozó la vida, encima para morirse a los veintiún años.

Mientras su padre hablaba, a Morita se le inundaba la cara de lágrimas que le quitaban las ganas de vivir y le taponaban la nariz al punto de abrir la boca como un pez que acaba de ser pescado desde una barcaza invernal. Se le mezclaba la cadenita, los ritos cristianos, la risa de Charlie, y un día en que su papá la llevó sólo a ella al Cine Los Angeles a ver “ Fantasía”. 

Cuanto más recordaba a su padre, adusto bajo un sombrero antiguo comprando confites para ella,  y viendo una película de dibujos animados, más recordaba a Charlie con su acento provinciano que se comía todas las eses de cada palabra. Y cuanto más aparecían esas dos figuras, se le tapaba más la nariz y las lágrimas se hacían más consistentes, como las lágrimas de Fra Alberigo, el traidor de la Divina Comedia del que su mismo padre le contara que, de tan heladas, no dejaban fluir a las otras que pugnaban por salir, y que eso era el sufrimiento más tremendo que podía sostener un ser humano. “ ¿ Te imaginás lo que es querer sacar lágrimas nuevas y que las viejas no te dejen? ¿ Vos te imaginás, Morita?”
El 20 de marzo de 1976, Morita y su padre se despedían en Ezeiza de la familia gravemente. Machaca estaba enojada por una pollera que ella había usado sin su permiso, e iba de mala gana. No quiso saludarla con un beso.

Los demás, sólo parecían figuras de cera en un museo lúgubre. El único que parecía condolerse, a juzgar por el gesto crispado e infantil, era Copete. El cagón, el cobarde Copete.



Cuando el avión despegó, supo definitivamente que era una traidora.

23 de agosto de 2012

SERÁ JUSTICIA


Casi parecías ganar la partida
De la liebre y la tortuga.
Corrías siempre adelantándote a los malos actos,
A la miseria humana que el otro no puede jugar,
Porque nunca hizo más que mirar los reglamentos.
Entonces, casi fatalmente,
Como las letras de los coches fúnebres,
Dabas dos zancadas y el otro diez mil pasos.
Y lo vencías, claro……
Quedaba el otro, con frío en los huesos,
Ganas de morirse, de ser chico,
De salir volando, de no haber existido nunca,
Porque tu crueldad era tan entrañable,
Que parecía la morisqueta de un muerto
Que regresa para llevarnos al Infierno con él.
Vociferabas un secreto que el otro
te había contado llorando;
Lo acusabas de torturas que él había sufrido,
Y que, por otra parte, ya había perdonado,
Por haberlas masticado con sangre entre los dientes.
Y que te las había confesado en noches insomnes.
Le mostrabas un espejo blando
Que le imponia una imagen monstruosa,
sin esencia,
Sin cuerpo,
semilla de fetos abatidos.
Adivinabas tus propias pestes en diagnósticos atroces
Que al otro ni siquiera lo habían alertado
De su próxima desintegración.
Y gritabas, cómo gritabas…..
¿Creíste de verdad que estabas en el podio de los injustos?
¿ Te darían el premio mayor a los perdedores?
La verdad es una sábana que uno le quita a los fantasmas.

6 de agosto de 2012

EL ASCENSOR








Súbitamente, una mañana nos despertamos con la nebulosa noción de que la vida se nos había dislocado .

. Hasta que el sueño no nos aflojó de las tensiones naturales de los tiempos difíciles, éramos tres mujeres que vivían en su casa.
Una vez que nos despertamos, pasamos a ser otra cosa. Nadie nos avisó, sin embargo. Pero había algunos antecedentes de lejanos vecinos que de golpe no estaban más, o que se empecinaban en un luto infame. Había rumores de catástrofe, silencios insolentes y trapaceros, que nos daban una puñalada por la espalda apenas salíamos de la compra con la canasta cada vez más vacía.

Pero nadie avisaba, nadie nos ofrecía claramente una información que, a decir verdad, era irreversible.

Papá había muerto y mi esposo desaparecido una vez que concebimos a Clarita. Apenas lo anoticié que tenía una falta, la tierra y sus pecados se encargaron de tragárselo sin mucho disimulo. No tenía hermanos, no teníamos más que dos tías muy ancianas que más que calor nos podían convidar disparates sin hilar, por lo que vivíamos en el departamento número 9 de la calle Forccia.

Yo trabajaba en el consultorio de un oculista, y mamá era modista. Clarita iba regularmente al Colegio, hasta esa mañana en que pasamos a ser otro tipo de ciudadanas.
Por alguna razón que desconozco, no me desperté para ir a trabajar ni para dejarle el desayuno preparado a mamá ni para llamar a Clarita para el colegio.
Supe, con una seguridad atroz, que no era necesario despertarse nunca más.
A media mañana tocaron a la puerta.

Estábamos sentadas en la cocina recitando nuestras oraciones, orando por nuestra nueva mala fortuna, pidiendo al Creador que se conmiserara de nuestras fatigas y que nos alumbrara para enfrentar la nueva situación, muertas de miedo y de pesadumbre.
Se levantó Clarita, que ese día parecía menos niña, y regresó al rato, avisando con un hilo de voz que estaba Mme. Ford para cobrar la renta. Una voz como insuflada por otro, unos ojos llenos de resignación.

Mme. Ford escuchó mi disculpa, ya le pagaría la semana entrante, ahora no había cobrado aún mi sueldo, no era principio de mes, no entendía cuál era la razón para venir con tanta anticipación.

Mientras iba diciendo esto, Mme. Ford hacía ruidos con la lengua sobre el paladar, en un chistido de disgusto y movía la cabeza a un lado y al otro, como reprobándome. Yo sabía que tenía razón, pero sus gestos me atormentaban. ¿ Estaría mal que no le pagara cuando venía a cobrar? ¿ No podía sacar los ahorros para la máquina de coser de mamá? Si en realidad, nunca iríamos a comprar esa máquina ahora que habían cambiado las cosas, bien podría haber sido más cortés y darle la renta a Mme. Ford que estaba reclamándola por alguna razón real.

Una vez que se hubo retirado de la casa, quedamos aún más mustias que antes, casi con la seguridad de que venía con ese encargo porque todos conocían ya el estado en que nos encontrábamos para los demás. Era lógico. Si nos pasaba eso, ella debía asegurarse su dinero. Nadie hace beneficencia, y mucho menos con gente como nosotras.

El estado de tristeza en que nos sumimos apenas retirada Mme. Ford, se convirtió en terror. Yo tuve escalofríos, y mamá empezó a llorar, en tanto que Clarita parecía abstraída en algún pensamiento peregrino que se llevaba su conciencia a lugares olvidados. Casi tenía los ojos en blanco.

Esa visita era un pase a la desgracia. Por algo había venido a cobrar con antelación. Sabía que íbamos a morirnos pronto, dios mío, dios mío……

Después de almorzar, quisimos dar un paseo, tal vez el último. Me empeñaba en guardar en mi retina y mi alma las últimas imágenes de la normalidad. Una bicicleta, una pareja que se besa en un zaguán, dos ancianos llevando a un perrito de la correa, tan anciano como ellos……

Pensar en esas imágenes me angustiaba de tal manera, que hasta podía ver mi blusa moviéndose al compás de mi corazón, que latía frenéticamente, con un ritmo inusitado que parecía esperar una explosión oscura.

Entramos al ascensor y marcamos Planta Baja. Si íbamos a morir, al menos que sucediera en la calle, a la vista de todos, y no que quedáramos tendidas en la alfombra de nuestro piso alquilado a Mme. Ford y que nos encontraran unidas las tres en una triste e íntima putrefacción, mostrando impúdicamente una muerte de la que no formábamos parte.

Al llegar al segundo piso, el ascensor se detuvo y se cortó la luz.
Quedamos suspensas, a la espera de la restauración de la perentoria tranquilidad de que no era éste nuestro final. Sin embargo, sabíamos que lo era, pero nunca esperamos que fuese tan cruel.

Comprendimos que Mme. Ford nos había tendido una trampa y que en el edificio no quedaba nadie. Comprendimos, además, que la urgencia por cobrar la renta era para huir y para dejarnos definitivamente solas y desesperadas, luchando contra el pasado y el futuro para lograr sobrevivir.

Seguramente que la que quedaría viva iría a ser yo …..

19 de marzo de 2011

TERCER OBSTÁCULO


Mi vida de reciente separada de hecho por tercera vez, no es fácil. Mejor dicho, es un sinuoso laberinto en el que dioses idiotas me ponen a prueba una y otra vez.
Ellos creen que con eso comprenderé que debo volver a la normalidad de maridos y sí, mi amor, pero como son idiotas, no se han investido aún de la idea de que, narradas después, esas anécdotas me llenan de orgullo y hacen que las veladas en mi casa sean más entretenidas que las noches en el Di Tella en los 60.
Paso por alto la pinchadura de goma y la pérdida de las llaves del auto del primer sábado en que fui sola a Buenos Aires, perturbada por la idea de extraviarme en Gregorio de la Ferrère o Garín, nombres éstos que me llenan de un mudo espanto de navajas y pistolas recortadas.
A las diez y media de la mañana salí de mi casa, una vez arregladas todas las nimiedades domésticas que me retenían. Me detuve en la estación de Servicio, cargué gas, compré cigarrilos, Beldent negros, agua saborizada, me tomé un Ibupirac Migra por las dudas me doliera la cabeza y fuera una migraña como para autodecapitarse. También cargué nafta, miré el aceite, el agua, inflé las gomas, y, convencida de que este tipo de rituales me protegerían de toda calamidad, tomé la Ruta Panamericana.
Puse la radio, cuya única estación que se deja percibir como en un murmullo casi comprensible, es la 98.3, y conformándome medianamente con Carmela Bárbaro y su esposo Gerardo Rossin, observé que a la altura de Maschwitz había una conglomeración monstruosa de automóviles y de camiones enormes cuyo paso era lento y pesado como el de una fila interminable de Tiranosaurios Rex.
Hacía calor, y yo me había puesto botas, ya que desde el último día fresco que hubo, mi mente cerrada no comprendió que podrían volver los ardores estivales. De todos modos, tenía prendido el aire acondicionado, por lo que casi no me preocupé y encendí el primer cigarrillo de una serie ininterrumpida.
Fue una hora y media de Monte Calvario con todas sus estaciones, avanzando en primera casi veinte kilómetros, con camiones que transportaban diez automóviles y gente estúpidamente amable que los dejaba pasar en un embudo que nos transportaría seguramente a la muerte súbita con la cabeza aplastada contra el volante si no se abría el tránsito por algún lado.
El caso es que de golpe, ya casi con las carótidas reventadas; por el calor, por la ansiedad y por los tumultuosos pensamientos que estas eventualidades me acarrean, escuché que los gritos de Carmela Bárbaro en la radio cesaban , y que ese sonido era reemplazado por un deficiente tic tic tic del guiñe, además del apagado completo de las luces de posición y las luces bajas que siempre llevo sacramente casi.
En ocasiones tensas, suelo hablar sola, por lo que le dije a Claudia:
- No me vas a decir que se te cagó la parte eléctrica, por dios-
No solamente no me contesté, sino que vi, casi en una pesadilla buñuelesca, que nos desviaban hacia la Colectora Oeste, de manera que debería seguir a los autos porque no tengo la costumbre sana de orientarme, y todas esas zonas las paso por la Panamericana, jamás por sus rincones oscuros llenos de alimañas o de gente de avería.
- Ay,Dios bendito, ¿Dónde mierda vamos ahora?- pregunté otra vez hablando en voz alta, y sin recibir más contestación que el ruido defectuoso del guiñe, que se nota que quería aconsejarme que incendiara el auto y empeñara mis joyas para comprarme un Okm.
Ya tranquilizada después de seguir como un monje benedictino a un Tilda rojo patente HLI 233 que aparentemente tenía mi mismo derrotero, prendí el cigarrillo número cinco y retomé la Panamericana, dispuesta a entrar en la primera estación de Servicio porque se me estaba por abrir la vejiga como un odre demasiado cargado. Ya había desestimado la idea de que la parte eléctrica estuviera averiada, porque la voz espeluznante de Carmela Bárbaro había retornado a la radio.
Una vez recuperado el aliento después de desagotarme como un caballo de carrera, me coloqué al volante y di marcha a mi auto, acción ésta de completa inutilidad puesto que hacía un ruido de fuelle desinflado y quedaba como muerto. Volví a decirme:
- Algo había, ¿Te das cuenta? ¡¡Algo había!! ¡¡Lo que me faltaba, la concha de la lora (sic)
Intenté buscar ayuda que tuviera una fundamentación lógica, y no hallé más que llamar al Seguro, que me pedía con voz amable que mandara un Sms al 70033 con la palabra SOS espacio y la patente, y que se comunicarían conmigo a la brevedad.
Lo hice sin anteojos y con las manos temblando, con la izquierda sosteniendo, además del teléfono, la tarjeta del seguro y los cigarrillos, por lo que resultaba absolutamente estúpida mi operación. Busqué los anteojos, y recibí la contestación rápida por llamada de celular de una amable señorita a quien yo no le escuchaba completamente sus enunciados, por lo que comenzaba a impacientarse y, casi diría, a maltratarme con repeticiones obsesivas de las instrucciones.
Comprendí, y así lo hice, que debía esperar el auxilio mecánico que en 35 minutos llegaría a salvarme.
Salvo que no tardó 35 minutos, sino una hora y media, en la que tuve que soportar la mirada libidinosa de un joven feto que cumplía faenas de Seguridad en la Estación de Servicio.
Al cabo de ésta, se apersonó ante mí el Correcto Señor Resfriado, un excelente profesional que detuvo su camioneta, me cargó la batería y me aconsejó que comprara otra en ese mismo instante y a sí mismo, quien como un mercader de Damasco llevaba en sus alforjas una flamante batería Moura que cambió con la celeridad de un hábil punguista y me sacudió quinientos diecisiete pesos, ya que la otra estaba en corto.
El Correcto Señor Resfriado había sido buen mozo en la juventud, se notaba a las claras. Pero las vueltas de la vida lo habían convertido en un hombre sin los cuatro dientes de adelante, sumado a lo cual lo acompañaba una nariz demasiado respingada, que mostraba mucosidades grises, no sé si añejas y consuetudinarias o recientes molestas que no habían logrado llamar su atención como para sonárselas con un pañuelo, aunque fuera una carilina.
Antes de retirarse de mi vida para siempre, el Correcto Señor Resfriado me alertó :
- Véale el aldernador, Señoda, borgue va a bonerle la badería dueva en gordo odra vez-
Le agradecí con una reverencia, y salí disparada hacia mi casa, lugar de donde nunca tendría que haber salido.

23 de diciembre de 2010

JUAN

( a Mariela de la Puebla, que me regaló este relato)


A Juan le tocaba siempre la peor parte de las navidades en este hemisferio, donde vestirse de paño rojo con piel blanca y gorro resulta de una insensatez masoquista.
Pero él siempre había sido el mejor tío que tuviéramos, en quien la bonhomía y el sentido del sacrificio por el otro, era corriente.
Parecía que Juan había nacido para meterse con nosotros a la pileta a bucear anillos, para llevarnos en plena siesta a comprar helados, para apilar solo las sillas antes de irnos de la quinta de Tortuguitas, para buscar los utensilios que las mujeres habían olvidado al poner la mesa.
A cada cosa que se le pedía, contestaba con un ¡Por favor, no faltaba más! y allá iba Juan a recoger tenedores, paneras o sacacorchos.
Era el marido de mi tía Mona, prima de las Arias Guevara, con quienes nos juntábamos en Tortuguitas antes de que murieran los abuelos.
Nos reuníamos varias familias allí y lo mejor para nosotros, que éramos muy chicos, era que nos quedábamos a dormir , aprovechando que al otro día sobraba tanta comida que hubiera sido posible alimentar a un asilo de niños expósitos.
Mi tía Mona fue agriando su carácter al no haber logrado tener hijos, en tanto que a Juan se le fue dulcificando, al punto de cultivar una paciencia de cartujo con los niños de la casa, que en aquel momento éramos casi quince menores que iban de los dos años a los once.
Naturalmente que los más chicos creíamos en Papá Noel, y aunque los mayores ya conocían el dato de su inexistencia y su reemplazo por la generosidad de padres y tíos, también ellos esperaban el rito de ver, a las doce, aparecer por el tejado la figura enormemente roja de quien, todos los años, con una bolsa monumental, iba tirando hacia el césped los regalos envueltos en papeles de colores.
Esa nochebuena hacía un calor que nos hacía delirar.
Después del brindis, salimos todos hacia el parque, abriendo los ventanales que se habían cerrado con cortinas, corriendo desaforadamente y mirando hacia el tejado, desde donde aparecería Papá Noel con su generosa bolsa.
Nunca se nos ocurrió pensar por qué razón, ni Juan ni mi tía Mona brindaban con nosotros, pero estábamos tan excitados, éramos tan felices de encontrarnos, gritar todos juntos, hacer chistes subidos de tono, o escuchar a los personajes más divertidos de la casa, que la acritud de la tía Mona no hacía falta, y la bondad de Juan, tampoco.
Seguramente habrían brindado cada uno con sus características, que no eran las que sobresalían en esos momentos de reconciliación con el mundo.
Cada adulto, en la espera, iba descargando frases que nos enardecían más aún ¡Me parece que vi un cuerno de reno! ¿ No era ése, che? Para mí que no viene……
De pronto, lo divisamos, como una estrella roja recortada en el cielo, iluminado por los fuegos artificiales y las cañitas voladoras de los vecinos.
Sonreía con candor, y extendía una mano saludando como las Reinas de belleza, despaciosa y elegantemente. Cargaba su bolsa sobre el hombro derecho, y cuando fue a voltearla por encima del cuello para repartir los regalos que estábamos esperando con fruición, se resbaló, y por un minuto, desapareció.
Durante un segundo todos quedaron estupefactos, y creo que fue mi tía Mona la primera que largó un aullido de terror:
-¡ JUAAAAAN!- que fue coreado por todos los mayores, con otras alternativas más plausibles:
- ¡ Subite, Quitito, fijate qué le pasó!
- ¡Se ha roto la crisma!
- ¡ Le dije, le dije!
- ¡ Bueno, hay que ir a buscarlo! ¿ No hay una escalera?
- ¡Lleven una linterna, mirá si está desmayado!

Nuestros regalos quedaron en la bolsa de Juan, quien sólo tenía unos raspones y si bien es cierto que entre los chicos nos miramos entre nosotros, alelados con la noticia de la inexistencia de Papá Noel, es honesto decir que, mientras le ponían hielo en las costillas, sentimos que lo queríamos mucho más que antes.