21 de octubre de 2009

PRUEBA



Para FM

Lucas Maroni había pasado en tres minutos a ser un chico infeliz. Resulta tan sencillo devenir en ese estado cuando el padre ha muerto de un paro cardíaco a los 41 años, como avanzar por los pasillos del colegio y ser mirado por los demás con mayor respeto y simpatía. Ése es el chico de segundo al que se le murió el padre…. Y la fórmula suena como un talismán contra el maltrato, contra la cruel ignominia del que está en el colegio desde la salita de tres frente al nuevo, contra el desdén de las deliciosas muchachitas que aún no lo miran, por desgarbado, por demasiado infantil en sus comentarios o en sus movimientos de largos brazos, como crecidos el verano anterior. Y se siente que esconde una experiencia de la que no puede hablar sin llorar, por lo que prefiere distraerse con el torneo de fútbol, olvidando por un minuto que la ausencia será constante, mientras recita su número de documento a uno de los alumnos más grandes que le pide sus datos. A medida que pasa la mañana, ha dejado de pensar en el sillón de cuero en el que vio la muerte cara a cara llevarse a su padre, que lo mira ahora desde una fotografía que se sacaran en Puerto Madryn en las vacaciones de Julio. Ha dejado de ver a su madre hecha un guiñapo dolorido, como si no tuviera columna vertebral, llorar abrazada al féretro cerrado.
Son las once de la mañana y Segundo año tiene prueba de Literatura. La profesora es un ser infrecuente que logra dominar sólo con una mirada a 35 criaturas de 13 años, que sienten literalmente que se desvanecen cuando ella hace una advertencia, segura de sí misma desde su aparente fragilidad física, que termina siendo su mayor bastión, puesto que además, cuenta con una voz estentórea y un léxico abultado del que extrae frases y refranes que a ellos los hace dudar constantemente si es que habla en serio o vive una gran farsa con la que se divierte después.
Lucas Maroni ha tenido en el pasado un entredicho con la profesora de voz estentórea y ojos de lechuza. Y ella cortó con una frase lapidaria Yo con vos no discuto, vos acatás mis reglas. Sin embargo, ella pareció olvidarlo, pues no tomó represalias con la nota, no lo trató con indiferencia, no dejó de explicarle cuando él, respetando acaso un mandato de preguntar todo lo que no entendiera, levantaba su mano para inquirirla sobre lo que ésta estaba por explicar apenas Lucas Maroni la dejara hablar.
Cuando entró, y una vez obedecida en silencio la orden Tomen asiento que la profesora de léxico abultado decía una y otra vez al entrar al salón y dar los Buenos Días, Lucas Maroni se incorporó pesadamente de su banco y le preguntó si podía hacer la prueba el lunes siguiente. Ella lo miró con una ternura de la que jamás en toda su vida Lucas Maroni lograría olvidarse, y le propuso hacerla de todos modos, en cuyo caso, la corregiría solamente si estaba aprobada.
Lucas Maroni se sintió confundido. Entendía que la confianza que ella estaba teniendo en él no correspondía a las miradas indulgentes, al liberado arbitrio que otros ponían en su estancia en el colegio, a las horas que podían contarse con dos dígitos en que su padre estaba enterrado y él vivo.
Y Lucas Maroni se sentó en su pupitre, al lado de Manuela Miralles, y comenzó a subrayar las características de la novela gótica que estaban equivocadas, a escribir los números de lecciones que da el maestro en la novela de formación, a desarrollar la historia de un personaje a elección de las tres novelas vistas. Y entregó primero.
Todo el día sintió una especie de presagio, una lucidez nacida de su dolor y de su férrea fuerza de voluntad.

Cuando la profesora de ojos de lechuza corrigió en la soledad de su casa la prueba de Lucas Maroni, entendió que había hecho las cosas bien ese día, porque el 9,65 que colocó en rojo, arriba de su sello y su firma, se fue borrando de su visión a medida que se le empañaban los anteojos de ver de cerca.....

12 de octubre de 2009

ESTA BOCA NO ES MÍA







A la mejor manera de Gregor Samsa, una mañana Aurora se despertó anormal. Su metamorfosis no consistía en la conversión en un insecto ni en un invertebrado ni en un mamífero. Y en realidad, no fue consciente de ella hasta que entró en la cocina y pretendió saludar a su hija que se había despertado antes que ella.
Salían de su boca frases y palabras que no tenían proporción con lo que el pensamiento dictara, de tal modo que a la orden “ saludo”, cuyas alternativas eran “ Hola”, “ Qué hacés”, o “ Buen día”, ella ensartaba
“ Dame cuatro”, o “ Perfecto”, o “ Lo necesito”.
Se miró al espejo y no notó cambios en su fisonomía. Más arrugada tal vez, un poco más ojerosa, bastante fea sin maquillaje. No sentía sus formidables jaquecas. Sólo una especie de aturdimiento general, como si hubiese estado toda la noche sentada al lado de un parlante en una discoteca, pero éste era un estado que conocía bien puesto que hacía unos días que la venía aquejando, por lo cual no era posible que deviniera en la imposibilidad de hablar normalmente, responder preguntas o indicar necesidades.
A la manera de Samsa, también quiso ella acudir a trabajar, pero la cara de horror con la que la miraba su hija que la siguió hasta el baño, la actitud alerta con que se hubiera despertado su marido al llamado de la chica, y las muestras de que algo extraordinario le estaba sucediendo, la convencieron de que debía solucionarlo antes de volverse loca de angustia.
Cuando quiso decir esto a su marido, éste escuchó aterrado, que ella prefería despertarse con el sonido de un despertador y no con el televisor.
Cuando quiso explicarle que lo que le estaba pidiendo era que la ayudara en este trance, le pidió que recogiera a las cuatro a uno de los hijos que salía del club. Cuando, ya llorosa, le pidió que llamara a su analista, habló del ritmo con que los zulúes bailan en ronda.
Su marido y sus hijos toleraron esta situación cautamente hasta las seis de la tarde.
Luego, buscaron sus documentos, algunos efectos personales y la ingresaron en una clínica psiquiátrica donde nadie se sorprende de sus respuestas porque son más atinadas que las de sus interlocutores.

4 de octubre de 2009

EL DESENGAÑO DEL SEÑOR VERGARA



El Señor Vergara nació con una tara severa.
Desde que empezó a hablar, tuvo razón.
Esto lo alejaba permanentemente de su prójimo, puesto que, no solamente la tenía, sino que, además, la divulgaba. Y si esa verdad hería a quien discutiera con él, era muy probable que el Señor Vergara hubiera de tachar de su agenda ese nombre, puesto que el herido en cuestión, dejaba de saludarlo.
Su vida fue más o menos un salto de la dicha al infortunio toda vez que sintiera en la punta de la lengua que la razón lo invadiera, y se viera obligado por una fuerza inconmensurable a echarla de su boca como si fuese un escupitajo que es imposible de tragar por buena salud y decoro.
Claro está que sólo él sabía que tenía razón, por lo que mal podían los otros suponer que lo que estaba alegando Vergara, era la más pura certeza de toda verdad. Si lo hubiesen sabido, no solamente no hubiesen discutido con él sino que además, hubiesen ido a su casa en romería, con el objetivo de hacerse aconsejar acerca de cosechas, naipes, martingalas y futuros nacimientos. Y de ese modo, la soledad con la que contaba Vergara, se hubiese reducido al menos en el horario de consulta de los supuestos fieles.
Vergara no tenía el más mínimo impedimento en decirle a su madre que era una prostituta, a su padre que era un inútil, a sus hermanos que eran tres retardados mentales que no servían para nada y a sus cuñadas que eran tres arpías mal peinadas.
Tampoco trepidaba en decir que los maestros eran una manga de iletrados, el intendente, un zafio y hasta el ordenanza del edificio municipal, un olfa.
Todo eso que decía Vergara era verdad, pero las verdades más tristes que pronunciaba eran las que se referían, más que a las características, a las conductas o a las intenciones que albergara su entorno.
Así, Vergara se pasaba la vida catalogando las conductas de los otros, mientras nadie hablaba de él puesto que, como siempre la razón lo acompañaba, nada de lo que hacía estaba fuera de lugar ni despertaba ni siquiera la atención.
Vergara jamás se había equivocado, y en eso se destacaba de sus semejantes.
En lo que fue igual a todos, fue en su muerte.
Un día de abril, Vergara entró en coma, y murió lentamente en su cama de soltero de la casa de sus padres.
Sintió un tirón en el cuello, un pellizco muy leve en las vértebras, y de pronto, sintió que el sueño lo vencía, entrando en su dulce molicie sin despertar ya más.
El caso es que cuando murió, y mientras escuchaba los comentarios de sus deudos que lloraban sus despojos en el ataúd, comprendió como quien de pronto encuentra que toda su vida llamó blanco al color negro, que estaba entrando al paraíso, el cual siempre había sido negado por él como una superstición vana y embrutecedora del racionalismo puro que enaltece a los hombre sabios