23 de diciembre de 2010

JUAN

( a Mariela de la Puebla, que me regaló este relato)


A Juan le tocaba siempre la peor parte de las navidades en este hemisferio, donde vestirse de paño rojo con piel blanca y gorro resulta de una insensatez masoquista.
Pero él siempre había sido el mejor tío que tuviéramos, en quien la bonhomía y el sentido del sacrificio por el otro, era corriente.
Parecía que Juan había nacido para meterse con nosotros a la pileta a bucear anillos, para llevarnos en plena siesta a comprar helados, para apilar solo las sillas antes de irnos de la quinta de Tortuguitas, para buscar los utensilios que las mujeres habían olvidado al poner la mesa.
A cada cosa que se le pedía, contestaba con un ¡Por favor, no faltaba más! y allá iba Juan a recoger tenedores, paneras o sacacorchos.
Era el marido de mi tía Mona, prima de las Arias Guevara, con quienes nos juntábamos en Tortuguitas antes de que murieran los abuelos.
Nos reuníamos varias familias allí y lo mejor para nosotros, que éramos muy chicos, era que nos quedábamos a dormir , aprovechando que al otro día sobraba tanta comida que hubiera sido posible alimentar a un asilo de niños expósitos.
Mi tía Mona fue agriando su carácter al no haber logrado tener hijos, en tanto que a Juan se le fue dulcificando, al punto de cultivar una paciencia de cartujo con los niños de la casa, que en aquel momento éramos casi quince menores que iban de los dos años a los once.
Naturalmente que los más chicos creíamos en Papá Noel, y aunque los mayores ya conocían el dato de su inexistencia y su reemplazo por la generosidad de padres y tíos, también ellos esperaban el rito de ver, a las doce, aparecer por el tejado la figura enormemente roja de quien, todos los años, con una bolsa monumental, iba tirando hacia el césped los regalos envueltos en papeles de colores.
Esa nochebuena hacía un calor que nos hacía delirar.
Después del brindis, salimos todos hacia el parque, abriendo los ventanales que se habían cerrado con cortinas, corriendo desaforadamente y mirando hacia el tejado, desde donde aparecería Papá Noel con su generosa bolsa.
Nunca se nos ocurrió pensar por qué razón, ni Juan ni mi tía Mona brindaban con nosotros, pero estábamos tan excitados, éramos tan felices de encontrarnos, gritar todos juntos, hacer chistes subidos de tono, o escuchar a los personajes más divertidos de la casa, que la acritud de la tía Mona no hacía falta, y la bondad de Juan, tampoco.
Seguramente habrían brindado cada uno con sus características, que no eran las que sobresalían en esos momentos de reconciliación con el mundo.
Cada adulto, en la espera, iba descargando frases que nos enardecían más aún ¡Me parece que vi un cuerno de reno! ¿ No era ése, che? Para mí que no viene……
De pronto, lo divisamos, como una estrella roja recortada en el cielo, iluminado por los fuegos artificiales y las cañitas voladoras de los vecinos.
Sonreía con candor, y extendía una mano saludando como las Reinas de belleza, despaciosa y elegantemente. Cargaba su bolsa sobre el hombro derecho, y cuando fue a voltearla por encima del cuello para repartir los regalos que estábamos esperando con fruición, se resbaló, y por un minuto, desapareció.
Durante un segundo todos quedaron estupefactos, y creo que fue mi tía Mona la primera que largó un aullido de terror:
-¡ JUAAAAAN!- que fue coreado por todos los mayores, con otras alternativas más plausibles:
- ¡ Subite, Quitito, fijate qué le pasó!
- ¡Se ha roto la crisma!
- ¡ Le dije, le dije!
- ¡ Bueno, hay que ir a buscarlo! ¿ No hay una escalera?
- ¡Lleven una linterna, mirá si está desmayado!

Nuestros regalos quedaron en la bolsa de Juan, quien sólo tenía unos raspones y si bien es cierto que entre los chicos nos miramos entre nosotros, alelados con la noticia de la inexistencia de Papá Noel, es honesto decir que, mientras le ponían hielo en las costillas, sentimos que lo queríamos mucho más que antes.

19 de diciembre de 2010

PODRÍAS SER EMILY





En algún momento, lo sabés.

No se trata, por supuesto, de un saber canonizado ni auténtico. Es un saber a gatas, que pareciera destellar en el fondo de tu cerebro, haciendo de él un andrajo triste, pero lúcido. Luego retorna a ser el que era, porque el saber se ha marchado.
Pero vuelve y vuelve…. Y ahora lo que te produce es una angustia atroz.
Angustia por música, por historia del arte, por nombres de calles, por fotos viejas, donde aparecés joven y sin canas, más gorda o más flaca, menos dura, menos mágica, menos cosa de chicos.
No sabés bien qué elegir…. Si el saber que te alberga fantasmas posibles, temidos, monstruosos o deformados; o la angustia que te lleva a los cantos de sirenas, que también son seres monstruosos que te devoran.
Entonces te quedás inmóvil y blanca, como la muerte ajedrecista, cara de sueca, cara de mirar las nubes, pero sin soñar, sólo mirándolas, como un idiota al que lo aturden los ruidos de la calle.
Sin embargo áspirás al movimiento, a la semana trajinada. Nada peor que la quietud cuando hay vacaciones, o navidades, o fin de año o Reyes. Ves cómo todo el mundo comparte sus horarios para comprar regalos o adornos para el árbol, y lo peor es que alguna vez también vos lo hiciste, por lo que añorás.
Y, además de la angustia del saber que te paraliza, tenés nostalgia.
Nostalgia que es lo mismo que la nada. Se duele por algo que ya pasó, que no regresará, que nunca más tendrá la contundencia del suceso, como aquel vestido rojo de seda, aquel cenicero en forma de paloma color verde, aquel CD con dúos, aquel ventilador comprado cuando se cortó la luz.
Saber, angustia, nostalgia…..
Fracaso, muerte, dolor….
Sabés, además, o intuís, o preferís pensar, que esto va a pasar.
Como las heridas en tus rodillas de chica torpe en la Calle Colón. Me aguanto ahora, total después lo voy a contar como algo que ya pasó….. Ilusa, chica torpe ilusa, tenés todas las rodillas llenas de agujeros, con tierra y pedregullo.
Como tus impulsos. Hacé lo que te dicte el corazón. Aunque sea analfabeto, chica tonta ilusa, miradora de nubes en viajes largos, contadora de kilómetros cada diez cuadras.
Como tus dolores. Analgésicos, analgésicos, analgésicos. ¿qué me va a pasar? Pobre chica necia, creyente aún en la suerte, omnipotente y boba, instalada en el lugar exacto donde morirse es como si tomaras agua, tomaras un colectivo o compraras cigarrillos.
Esto no va a pasar, porque ahora sabés.

Sabés que está el cuarto con la biblioteca ,con libros y floreros, con divanes blancos y muchos vidrios que dan a la ciudad. Sabés que tenés que quedarte ahí, no asomarte, porque te vas a asustar. Muchísimo te vas a asustar del precipicio que te espera. No te asomes.
Quedate allí, sentate, sacá un libro.
Podría ser Cervantes, podría ser Cortázar, podría ser Stevenson o Chesterton. Podría ser Borges. Podrías ser Emily Dickinson, podrías ser las Brönté, podrías ser Virginia Woolf.
Podrías ser quien querés ser, pese al saber que te acorrala, que te empuja a subir, que te salva, que te abraza antes de que te asomes y, sin ver los libros, te tires al precipicio.