26 de abril de 2010

RECUERDOS DE BOSSA NOVA


Era evidente que el año 70 no iba a traer para la Argentina tan sólo la caída de Onganía.
Para mi familia trajo aires renovados, que se traducían en discos simples de Pedro y Pablo escuchados por mis padres con énfasis en reuniones ahumadas de amigos.
Finalmente, no tenían más que 40 años, por lo cual ahora, con casi diez años más que ellos, comprendo ese ahínco por no perder el tren de la juventud, acto desesperado que, a la postre, les salió bastante bien.
En esos raptus de modernidad, mis padres salían con amigos en las noches de Azul, o los recibían en mi casa, mandándonos a los niños a dormir con el previo saludo a los huéspedes casi a la manera de los Von Trapp.
Sus amistades, por otro lado, se hacían cada vez más sofisticadas, más izquierdistas y revolucionarias, pero con un dejo mundano que se encarnaba especialmente en la figura de María Olinda Alves de Soûza de Aredes, una brasileña esposa de un hacendado, cuyo matrimonio, obviamente, no prosperó.
Nunca supe bien cómo era posible que una diosa carioca como María Olinda se hubiese fijado en Aredes, pero así y todo tuvieron dos hijos a los que les enseñé a leer de corrido mientras jugaba a la maestra.
María Olinda tenía todas las virtudes que fascinaban a mis nueve años de chica que presagiaba el modo de ser con el que se conformaría en su adultez.
Manos distinguidas con anillos, una boca de camionero y acento extranjero, que aún hoy se empeña en conservar. Hablaba francés y había viajado en avión tantas veces como nosotros en auto a Córdoba, por lo que mi amor y admiración por ella fueron prosperando casi hasta la noción de que era mejor que cualquier tía que tuviera.
Cuando dio a luz a su segundo hijo, llegó desde Brasil a Azul su hermana con dos niñas que traían trajes de baño nunca vistos, sandalias romanas y vestidos de Lacoste que me insuflaron ya sentimientos contradictorios entre la hospitalidad al extranjero y la envidia más indecorosa . He llegado a sentir infames celos cuando hablaban entre ellas y cuando se querían hacer entender por los demás, lo cual les daba un aire encantador al abrir los ojos pretendiendo explicar que querían saber dónde estaba el baño.
Una noche, hicieron en el campo de unos amigos una despedida para las visitantes, ya que había pasado un mes desde que habían llegado, quitándome todo protagonismo del que yo era, hasta allí, dueña y señora.
Los chicos tienen la frescura de pasar del odio más ignominioso al amor más desasosegado, traducido en la palabra más humillante que mi madre nos endilgaba cuando estábamos contentos: “ Enchusquecido”, por lo que yo pasaba, día a día, de la impaciencia al enchusquecimiento sin solución de continuidad.
Esa noche, Mónica y Marta, las brasileñitas que me corrían del centro, se pusieron a cantar y bailar bossa nova, al ritmo de las palmas de todos, que las asaetaban de modo innoble para disfrutar con sus monigotadas, mientras yo me deshacía de envidia en un rincón.
Nunca fui muy quedada en mis reacciones, pero tampoco fui indiscreta, por lo que apenas escuché una voz de ánimo: “¡ Dale, Claudia, vos también!”, me puse a bailar frenéticamente al compás de una mala versión de “ Qué maravilha”, en la que, recuerdo como si estuviera viéndome, hacíamos un movimiento estúpido de brazos nadando por arriba de la cabeza.
Sin embargo, creo que estaba pletórica del éxito que había cosechado en mi incursión al aprendizaje de los secretos de la Musa Terpsícore, por lo que, desde ahí, amé a mis amigas brasileñas y creo haber recibido una o dos cartas con sobres casi transparentes que rezaban la excitante leyenda: “Par Avion”.
El caso es que llegó el otoño, las clases, mi hermana menor y la muerte de mi abuelo, por lo que mi tercer grado no fue de aquellos inolvidables, sobre todo por la maestra, que era una horrible gorgona con la encía demasiado ancha para los dientes, y que siempre tenía algo para decir de mis comentarios o mis movimientos hacia atrás en el pupitre. Jamás me he sentido tan poco amada por otro ser en la tierra, con dignas excepciones, que no serán nombradas aquí.
Una tarde, casi a la salida, mientras ya guardados los útiles en el portafolios esperábamos el toque de timbre, la Señora de Serrao preguntó, con aquella voz estridente de maestra con bellos zapatos que toma pastillas para la garganta, si había algún alumno que fuera extranjero.
No sé, todavía hoy, por qué razón mi boca moduló y largó peligrosamente “Yo”.
Yo era mentirosa pero no era estúpida, por lo que recuerdo habérselo dicho en voz muy baja a Cecilia Aristu para ser admirada en silencio, pero ella insistió, de acuerdo a la gravedad del caso:
- Dale, decile a la señorita-
Me martillaban las sienes las palabras de Cecilia, sobre todo porque tenía conciencia de que la mentira iba a llegar a oídos de mis padres y todos iban a conocer mi secreto de chica embustera, pero era impensable para mí decir que era un chiste, o salir de un modo más airoso de la situación, por lo que, jugándome el todo por el todo, me levanté de mi pupitre de madera, y alcé la mano trémula.
- ¿ Vos? – dijo con el desprecio natural que se notaba que le producía mi menuda presencia de pizcueta - ¿ Y dónde naciste vos?-
Muy compuesta, digna hasta la muerte, convencida ahora de que mi papel debía ser sostenido hasta la caída del telón, aclaré:
- En Brasil-
Sólo esos minutos de gloria, en que todos mis compañeros me miraron con una pasión desconocida, justificaron la peor mentira que he dicho en toda mi agradable existencia.
La mirada de incredulidad de la Señora de Serrao, la consecuente consulta que tuvo con la maestra de segundo grado, amiga de mi madre, y las seguras risotadas con las que habrían festejado mi desvariada intervención, poco me hicieron mella en el corazón de actriz consumada, porque por un minuto, cuarenta y cinco chicos y una adulta, creyeron que había nacido cerca del Corcovado, y bajo la presidencia de Juscelino Kubitschek

19 de abril de 2010

LOS ENCANTOS DE BRAMOSO


¿Quién puede imaginar a Jorge Luis Borges, deseando con fruición tocar a una mujer que lo provoca sólo con su nuca vista desde atrás?
¿ Quién supone posible la mirada entornada del amante en los ojos de José de San Martín?
¿ Quién se atreve a bajar a Carlos Gardel del pedestal de la Chacarita, para situarlo en la vida real, persiguiendo una sombra que lo envicia y le impide el canto y la filmación de películas con Tito Lusiardo?
Yo hube de tener ésas y mayores decepciones en la vida el día en que mi padre me contó, bajo el tilo de la quinta patriarcal en el que nos sentábamos a tomar un jerez con almendras en los mediodías de los años ochenta, su primera declaración de amor.
Lo imagino con la misma cara de la foto de comunión, con la gomina acucarachándole el pelo negro y los ojos vivos de futuro agnóstico, salvo que al compás de "Nieblas del Riachuelo", y con un guardapolvo almidonado por las manos generosas de mi abuela y las órdenes de pertenencia al saber enciclopédico de mi abuelo.
Lo imagino mirando la nuca de la niña que en esos momentos en que él se sentaba atrás de ella, al modo sarmientino de las estampas antiguas, bajaba la cabeza virginalmente para pintar un mapa, mientras mi padre se deshacía de deseo y no encontraba el modo de hacérselo saber, lo cual parecía, para él, más que imperioso.
Y la ternura del ensueño se quiebra en una carcajada incrédula cuando revivo el ceño adusto y el alma en vilo de aquel niño que suponía que en el papel en el que le escribió : " Che, Bramoso, te invito a la salida a ver una perra con tetas gordas", iba a desmayarla de inflamado deseo, acompañada de cierta tirria hacia Delia Bramoso, quien, para cortar toda relación con el temerario Don Juan, le contestó, por la misma vía y sin siquiera cambiar el papel, como si se tratara de un ejercicio lúdico de escritura surrealista:
" Che, Ortiz, no seas asqueroso"

12 de abril de 2010

GESTOS MEDICINALES


Mi padre era un muchachito extraño.
Fue llamado a ser desde Presidente de la Nación para arriba, desde genio de las Ciencias Exactas hasta Premio Nobel de Literatura, desde campeón de la Oratoria hasta libertador de pueblos.
Era mi abuelo quien probablemente haya visto en el pequeño bulto blanco nacido en la Calle San José, el elegido que lo elevara a las encumbradas posiciones que él solo no había podido escalar hasta los veintiséis años.
Por lo tanto, delante de la familia numerosísima que cohabitaba en una casona porteña de principios del Siglo XX, le pedía que solucionara cálculos matemáticos vertiginosos, cuyos resultados el chiquito, a la sazón de cinco o seis años, pronunciaba con la voz extravagante de los sacerdotes apolíneos, una vez que emergía su cabecita de los brazos en los que se sumía, acaso para buscar en su cerebro los corolarios, o para clamar, de algún modo, la liberación de la exigencia de ser siempre perfecto.
Por ello, o tal vez por que en su genética confluían sangres de todos los rincones del Orbe, padecía de curiosos males.
A veces sentía que su cabeza era inundada de una corriente eléctrica a modo de los pies que se duermen cuando se ha estado sentado en el inodoro durante más tiempo del acostumbrado. A veces, que debía alejar de su ser algo que lo atrapaba y lo dejaba extático en razón de esa electricidad.
Nunca esos síntomas tuvieron una razón concreta, pero a él lo volvían inerme frente a su aparición, por lo que imaginaba defensas que, al menos, le calmaran la angustia de sentirse poseído por algo cuyo origen desconocía.
Una tarde, iba junto a mi abuela en el tren, frente a un soldado conscripto que regresaba seguramente a su casa después de la rutina del cuartel.
Mi abuela contó, muchos años después, que ella vio con espanto cómo el conscripto se quedaba directamente hipnotizado clavando los ojos impúdicamente en los gestos de orate que mi padre practicaba para alejar sus síntomas confusos.
El conscripto clase 1920 veía que el niño sentado enfrente a él, vestido con una camisa blanca y un pantalón corto color gris, movía a un lado y al otro la cabeza intermitentemente y cerraba los ojos con la fuerza de quien se obliga a dormir, gestos a los que agregaba una apertura descomunal de la boca con la lengua fláccida acompañando el movimiento compulsivo de la cabeza, todo lo cual a él lo convencía de que estaba alejando su parestesia craneal, además de una enojosa paspadura de labios, que junto a las boqueras y las llagas, avisa a los niños extraños nacidos en los años veinte que están llegando a la pubertad.

(Para ese chiquito nacido en los años veinte, mi papá)

2 de abril de 2010

EL DEDO EN LA BOCA


Quien no haya escuchado con once años el relato de un Juez Penal acerca de un crimen sucedido veinte años atrás, no sabe lo que es el miedo.
Mi padre, a pesar de ser Juez, era pobre. Por lo tanto, nuestras vacaciones dependían en su mayoría, de las dádivas de algunos parientes ricos o de algunos amigos.
Ese año, fuimos a pasar unos días a un departamento en Necochea que alquilaban unos amigos de mis padres, en el que, además de sus cuatro hijos, estábamos nosotros, que éramos cinco, y una amiga de los matrimonios, que siempre regresaba de la playa al grito de "¡Yo primera!", y se abalanzaba sobre la puerta del baño, cosa que mi madre nunca perdonó y es el día de hoy que lo recuerda, aunque han pasado ya casi cuarenta años. Su recuerdo viene sazonado, además, por un comentario entre dientes "mhhh, qué antipática".
Las noches en el Departamento eran gloriosas. Nos apretábamos ocho chicos en cuatro sillas y accedíamos a escuchar las conversaciones de los adultos, que en ese entonces, eran interesantes.
Una noche, Beto Uhalde, el anfitrión amigo de mi padre y que compartía con él la profesión de Juez, relató algo que me mantuvo en vilo y con la boca abierta durante toda su elocución, que iba demorando con ojos taimados para que su fin tuviera un efecto a lo Poe.
Era un ladrón que había entrado en un campo durante la noche, y había sido sorprendido por su dueño en medio de su fechoría, por lo que el ladrón lo pasó a mejor vida con un escopetazo en el pecho.
La descripción de Beto era escalofriante, porque incluía todo lo que un muerto por" arma de fuego", (incorporaba términos de las pericias que hubiera leído, con toda frescura, y yo me retorcía en la silla de terror con lo anodino del vocablo), podía atraer.... hueco sangriento, manos agarrotadas, caída hacia atrás por la fuerza de la bala....
Pero de pronto, contaba Beto, él mismo había mirado agachado al occiso con detenimiento y le había comentado al Comisario:
- ¿No le ve un gesto raro?-
-¿ Qué gesto?!- tercié yo, seguramente con los ojos más abiertos que nunca y con un escalofrío de horror
Y él (no lo olvido) extendió en una sonrisa sin júbilo sus labios y cerró los dientes recreando para mí una calavera, con una sola palabra:
- Así - y quedó un rato con el gesto, mirándonos a todos. Mi padre me aterrorizó mucho más con su intervención aclaratoria:
- Claro... el "rictus mortis"
- Exacto- aceptó Beto, y luego siguió - Cuando le abrimos la boca entre tres personas, porque ya estaba rígido, le encontramos... un dedo -
Mientras yo creía que Beto Uhalde se me aparecería esa noche con el dedo del ladrón en la boca y el rictus mortis de sonrisa de calavera, mi padre agradeció el dato:
- ¡Qué prueba! ¡ Las huellas dactilares!-
Eso fue el colmo.... Imaginé un séquito de policías que le tomaban huellas dactilares a un dedo solitario, cercenado de la mano de su dueño, y casi creo que comencé a llorar.
Que finalmente lo encontraron escondido tras unas totoras con una mano envuelta en una toalla sangrienta no fue para mí más aterrador que imaginar a un hombre que está por morir, y sin embargo, tiene la fuerza violenta de morderle un dedo a su asesino.