26 de septiembre de 2010

CUIDADO CON SANTCHUCK


El Señor Santchuck era un santurrón. Tenía un cráneo cuadrangular con unos pocos pelos entrecanos, más negros que blancos, pero que bailaban macabramente en su cabeza como si, desde que hubiese nacido, no hubiese tenido que acudir a los servicios de un coiffeur; unas cejas de Júpiter Tonante y una mirada endulzadamente torva.
Nada bueno se podía esperar de esa mirada de hurón que escudriñaba a todos, pretendiendo absorber los secretos y las debilidades de los otros, de modo de conservarlos en su haber, que a mí se me antojaba como una hucha, similar a la del viejo de la bolsa.
Pretendía, además, poseer esos secretos que nadie le había contado. para largarlos en plena conversación, por más que ésta fuese amigable, de manera que el interlocutor quedaba delante de él y del resto, como si se hubiera olvidado de ponerse ropa interior y se le vieran las vergüenzas.
Era un Tartufo, puesto que muchas buenas gentes le creían, y sólo hacía falta tener muy buena memoria para traer al presente la cantidad de jugarretas e impostaciones que hacía, estableciendo una prudente pausa entre ellas, y alternándolas con ciertas buenas acciones que provenían de su paso por un convento jesuita, lo cual, para algunas opiniones, justificaban su maldad intrínseca, y para otras, morigeraba y aún hasta ponía en duda su mala intención constante.
Todos sus comentarios con mujeres se dedicaban a su edad, su estado civil o su estado físico. Y si bien algunas reían y festejaban sus propios holocaustos sin saber de qué se trataba la diversión, otras le contestaban de un modo destemplado, mandándolo a la mierda o preguntándole, casi inocentemente:
- ¿ Qué querés decir con esa boludez, querido?-
Esas mujeres eran quienes más irritaban a Santchuck, por lo que entrecerraba sus ojitos con inquina y se juraba a sí mismo una venganza aleccionadora a las contestatarias, ya que era imposible que él hiciera lo que dictara su corazón, que hubiera sido, sin más trámite, pegarles un tiro en la frente.
De modo que el Señor Santchuk se vengaba en los hijos varones de las contestatarias, o en quienes aquellas habían depositado su amor y su confianza, o en aquellos de los que hablaban elogiosamente.
La venganza consistía, siempre, en ejercer un poder aplastante sobre los chiquilines, seres etéreos a los que apenas se les había cubierto el bozo graciosamente, o quienes quebraban su voz en una masculinidad recientemente adquirida.
El poder podía consistir en alabarlos desmedidamente de modo que ellos equivocaran su rumbo y creyeran en sus tartufadas, o en llevarlos al límite de su tolerancia, hasta estallar y quedar hechos un guiñapo sollozante frente a la injusticia de la palabra definitiva.
Porque el Señor Santchuk, las contestatarias, las que se reían de sus propias miserias; trabajaban con seres indefensos.
Seres que podían esgrimir defensas aplastantes frente a sus abusos, pero que en sus naturales desorientaciones, no lograban articular como si fuesen adultos, porque por otra parte, las maldades de Santchuck no consistían en otra cosa que un comentario, una palmada cuando no se necesitaba, un consejo que nadie había pedido, un sermón que aburría y exasperaba, haciendo uso de la ironía y la generalización, de modo que todo el mundo, mujeres y varones, quedaran incluidos en él.
Por lo tanto, sacadas del contexto en que se habían lanzado, estas intervenciones parecían anodinas, si no fuera que todos sabían en qué sentido las estaba exponiendo.
¿ De qué otro modo se puede entender que a un muchacho que no quiere abrir su corazón, le asegure que tiene un gran secreto que, a lo mejor, tiene ganas de contárselo a él, mientras el muchacho se siente descubierto en algo que, naturalmente, oculta?
¿ De qué otro modo se puede entender que a otro que tiene reacciones explosivas históricamente, lo punce de tal modo que lo haga romper una puerta de una patada y se lleve una sanción disciplinaria?
No sé hoy qué es de la vida del Señor Santchuk. Afortunadamente, pues los hombres justos lo enviaron a otros destinos, cansados ya de sus impúdicos abusos.
Pero hay que mantenerse alertas para que no aparezcan los Santchuks que amilanan, que zahieren, que aprovechan para su regodeo obsceno las vulnerabilidades de los lúcidos.
Hay que cuidarse de los Santchuks que no tienen el corazón justo y cuyas palabras son alfanjes poderosos cortadores de cabezas que nacen de la negrura de sus almas mezquinas.