19 de marzo de 2011

TERCER OBSTÁCULO


Mi vida de reciente separada de hecho por tercera vez, no es fácil. Mejor dicho, es un sinuoso laberinto en el que dioses idiotas me ponen a prueba una y otra vez.
Ellos creen que con eso comprenderé que debo volver a la normalidad de maridos y sí, mi amor, pero como son idiotas, no se han investido aún de la idea de que, narradas después, esas anécdotas me llenan de orgullo y hacen que las veladas en mi casa sean más entretenidas que las noches en el Di Tella en los 60.
Paso por alto la pinchadura de goma y la pérdida de las llaves del auto del primer sábado en que fui sola a Buenos Aires, perturbada por la idea de extraviarme en Gregorio de la Ferrère o Garín, nombres éstos que me llenan de un mudo espanto de navajas y pistolas recortadas.
A las diez y media de la mañana salí de mi casa, una vez arregladas todas las nimiedades domésticas que me retenían. Me detuve en la estación de Servicio, cargué gas, compré cigarrilos, Beldent negros, agua saborizada, me tomé un Ibupirac Migra por las dudas me doliera la cabeza y fuera una migraña como para autodecapitarse. También cargué nafta, miré el aceite, el agua, inflé las gomas, y, convencida de que este tipo de rituales me protegerían de toda calamidad, tomé la Ruta Panamericana.
Puse la radio, cuya única estación que se deja percibir como en un murmullo casi comprensible, es la 98.3, y conformándome medianamente con Carmela Bárbaro y su esposo Gerardo Rossin, observé que a la altura de Maschwitz había una conglomeración monstruosa de automóviles y de camiones enormes cuyo paso era lento y pesado como el de una fila interminable de Tiranosaurios Rex.
Hacía calor, y yo me había puesto botas, ya que desde el último día fresco que hubo, mi mente cerrada no comprendió que podrían volver los ardores estivales. De todos modos, tenía prendido el aire acondicionado, por lo que casi no me preocupé y encendí el primer cigarrillo de una serie ininterrumpida.
Fue una hora y media de Monte Calvario con todas sus estaciones, avanzando en primera casi veinte kilómetros, con camiones que transportaban diez automóviles y gente estúpidamente amable que los dejaba pasar en un embudo que nos transportaría seguramente a la muerte súbita con la cabeza aplastada contra el volante si no se abría el tránsito por algún lado.
El caso es que de golpe, ya casi con las carótidas reventadas; por el calor, por la ansiedad y por los tumultuosos pensamientos que estas eventualidades me acarrean, escuché que los gritos de Carmela Bárbaro en la radio cesaban , y que ese sonido era reemplazado por un deficiente tic tic tic del guiñe, además del apagado completo de las luces de posición y las luces bajas que siempre llevo sacramente casi.
En ocasiones tensas, suelo hablar sola, por lo que le dije a Claudia:
- No me vas a decir que se te cagó la parte eléctrica, por dios-
No solamente no me contesté, sino que vi, casi en una pesadilla buñuelesca, que nos desviaban hacia la Colectora Oeste, de manera que debería seguir a los autos porque no tengo la costumbre sana de orientarme, y todas esas zonas las paso por la Panamericana, jamás por sus rincones oscuros llenos de alimañas o de gente de avería.
- Ay,Dios bendito, ¿Dónde mierda vamos ahora?- pregunté otra vez hablando en voz alta, y sin recibir más contestación que el ruido defectuoso del guiñe, que se nota que quería aconsejarme que incendiara el auto y empeñara mis joyas para comprarme un Okm.
Ya tranquilizada después de seguir como un monje benedictino a un Tilda rojo patente HLI 233 que aparentemente tenía mi mismo derrotero, prendí el cigarrillo número cinco y retomé la Panamericana, dispuesta a entrar en la primera estación de Servicio porque se me estaba por abrir la vejiga como un odre demasiado cargado. Ya había desestimado la idea de que la parte eléctrica estuviera averiada, porque la voz espeluznante de Carmela Bárbaro había retornado a la radio.
Una vez recuperado el aliento después de desagotarme como un caballo de carrera, me coloqué al volante y di marcha a mi auto, acción ésta de completa inutilidad puesto que hacía un ruido de fuelle desinflado y quedaba como muerto. Volví a decirme:
- Algo había, ¿Te das cuenta? ¡¡Algo había!! ¡¡Lo que me faltaba, la concha de la lora (sic)
Intenté buscar ayuda que tuviera una fundamentación lógica, y no hallé más que llamar al Seguro, que me pedía con voz amable que mandara un Sms al 70033 con la palabra SOS espacio y la patente, y que se comunicarían conmigo a la brevedad.
Lo hice sin anteojos y con las manos temblando, con la izquierda sosteniendo, además del teléfono, la tarjeta del seguro y los cigarrillos, por lo que resultaba absolutamente estúpida mi operación. Busqué los anteojos, y recibí la contestación rápida por llamada de celular de una amable señorita a quien yo no le escuchaba completamente sus enunciados, por lo que comenzaba a impacientarse y, casi diría, a maltratarme con repeticiones obsesivas de las instrucciones.
Comprendí, y así lo hice, que debía esperar el auxilio mecánico que en 35 minutos llegaría a salvarme.
Salvo que no tardó 35 minutos, sino una hora y media, en la que tuve que soportar la mirada libidinosa de un joven feto que cumplía faenas de Seguridad en la Estación de Servicio.
Al cabo de ésta, se apersonó ante mí el Correcto Señor Resfriado, un excelente profesional que detuvo su camioneta, me cargó la batería y me aconsejó que comprara otra en ese mismo instante y a sí mismo, quien como un mercader de Damasco llevaba en sus alforjas una flamante batería Moura que cambió con la celeridad de un hábil punguista y me sacudió quinientos diecisiete pesos, ya que la otra estaba en corto.
El Correcto Señor Resfriado había sido buen mozo en la juventud, se notaba a las claras. Pero las vueltas de la vida lo habían convertido en un hombre sin los cuatro dientes de adelante, sumado a lo cual lo acompañaba una nariz demasiado respingada, que mostraba mucosidades grises, no sé si añejas y consuetudinarias o recientes molestas que no habían logrado llamar su atención como para sonárselas con un pañuelo, aunque fuera una carilina.
Antes de retirarse de mi vida para siempre, el Correcto Señor Resfriado me alertó :
- Véale el aldernador, Señoda, borgue va a bonerle la badería dueva en gordo odra vez-
Le agradecí con una reverencia, y salí disparada hacia mi casa, lugar de donde nunca tendría que haber salido.