12 de julio de 2014

AQUELLA VOZ



Después de años de empujar una piedra como Sísifo, Carola y Enrique se han separado. A lo largo de veinticinco años de matrimonio establecido, han sobrevivido a vacaciones, hospitales, ataques de pánico, ataques de histeria, ganas de suicidarse, golpes de efecto, culpa por los hijos, papelones frente a ellos, ataques de presión alta con clínica y todo, cambios del disco de vinilo, al casette , al Cd y al mp3, embarazos, partos, hijos de todos los colores de pelo posibles, suegros y padres poco indulgentes, y una mezcolanza paradójica de seguridad de infelicidad en el futuro, una certeza  oscura de saberse unidos por el pasado del país, de su generación, de su monstruoso modo de vincularse…..
“Apenas divorciada, una mujer siente alivio”, pensó Carola, y comenzó a dormir en la mitad de la cama de dos plazas, a quedarse en la casa de sus amigos e irse última, a encender las luces, el calefactor, la tele, en los horarios prohibidos; y, como triunfo deseado de su especie, a irse a la cama a la hora que le diera la gana. Hablaba libremente, gritaba, decía malas palabras y trataba a sus amigos varones de “ mi amor, casate conmigo” sin temor a que sobreviniera una absurda escena de celos que no era otra cosa que intentos de domeñar el espíritu que alguna vez había enamorado a Enrique, puesto que no era, a las claras, de verdad, que Carola quisiera unirse con otro que no fuera él, y muchísimo menos, con todos sus amigos varones de todas las ciudades en las que vivió.
Entonces salió a pelear su puesto en el mundo, a visitar a sus hermanas cuando quisiera, a quedarse a dormir en la casa de su madre, o en la de Bárbara, que, ahora que estaba separada , le decía cuánto había odiado a Enrique a lo largo de los veinticinco años en que estuviera casada Carola con él, a lo que ésta, de pronto agraviada, le largaba:
 “ Pero y si tanto lo odiabas ¿Por qué le pedías que te acompañara al abogado o que te hiciera la mudanza?”
Más allá de esto, Carola y sus hijos sintieron, con la ausencia de Enrique, cierta paz que fue acondicionando la vida desquiciada del último año, por lo que, las cosas fueron disponiéndose hasta llegar a terminar las hojas de la agenda y felicitarse por no caer en el embrujo que Enrique ejercía en ella toda vez que tomaran distancia.
Un día recibió en su celular un mensaje de alguien que decía que era Jorge Lescano. Que era Jorge Lescano y que quería verla.
Había sido el novio de la primera juventud de Carola. Se conocieron en Mar del Plata y ella se enamoró tanto pero tanto de él que le sobró coraje para largar sencillamente al novio de la adolescencia  junto con su departamento alquilado a dos cuadras del de Quitito. Apenas llegó y vio a Jorge,  Carola le empezó a decir a su novio anterior que no la tocara porque tenía “el dedo rasposo”. Para colmo de males, el novio de la adolescencia era un amor más bien fraterno, y Carola empezaba a calcular qué les diría a sus padres, mientras su hermana Constanza le aconsejaba que se hiciera la desmayada, que dijera que tenía una enfermedad incurable, o que lo largaba por su bien “ decile que sabés que estás enferma y que no querés que sufra cuando te mueras”. El “Mirá si le voy a decir esa boludez” hacía que Constanza se considerara ofendida en su afán de ayudarla, sabiéndose, además, depositaria de un secreto sagrado, algo así como tener el Santo Grial guardado en el ropero, por lo que,  frente a las negativas de Carola a las ideas delirantes de Constanza, no se hablaban en toda la tarde de playa, o no jugaban al Voley con buzo cuando caía el sol.
Carola estaba por entrar a la Universidad, por lo que, embebiendo los vientos de la libertad de los dieciocho años, salió con Jorge, se enamoró completamente de él, y ni dirigía la palabra a sus padres o a sus hermanas, entendiendo que estar en Mar del Plata significaba solo y exclusivamente  encontrar en la Calle San Martín al amor más inmenso de su vida.
Enamorarse de Jorge significó para ella descubrir el rock n´roll y las pestañas de los hombres. Y algo que le sucedería a lo largo de su existencia hasta Enrique; una oscilación entre el compromiso del amor y de la gratitud por el trabajo de hormiga que hacía: esperarlo desde las nueve de la noche hasta las once, caminar muerta de frío por la calle, perdonarle cada inconveniencia ideológica que esgrimiera, todo, con tal de recibir su llamado al anochecer y hablar por teléfono durante horas, a veces peleando, a veces con las estúpidas naderías de los arrumacos dichos y no hechos. Jorge tenía cierta frialdad, y no la satisfacía por completo…. Sin embargo,  ella lo adoraba.
Sabiéndolo , él la dejaba del día a la noche, y cuando ella, linda como era, encontraba otro hombre, él acudía presto a presentarse como el verdadero amor que la convocaba desde hechos nimios a los que jamás les hubiera dado crédito como que lo enamoraban, como “ Estabas tan linda el día del cumpleaños de mi viejo” o “ Me hacías reír tanto”….. Y así la convencía de que era suya, y que romper ese vínculo por voluntad de otro que no fuera él,  era un modo de inhumanidad que “no sos vos, Carola, así no sos”
Seis años estuvo Carola con Jorge Lescano, yendo y viniendo, desconfiando de toda actitud de amor de él hacia ella, ya que sucedían sólo cuando la perdía, y, si bien ella lo amaba, tenía poco de estúpida, por lo que entendía su juego y se prestaba a él mientras se le ocurriera jugar.
Pasó el noviazgo con Jorge junto con la Dictadura, y luego, entre otros hombres que la colmaron, la exasperaron, la asustaron o la despreciaron, se encontró con Enrique con quien armó la vida que pudo armar. Bastante buena como para defenderla durante veinticinco años.
Y un día, ya descreída de Enrique y sus vacilaciones, Carola recogió un mensaje de Jorge Lescano.  
No se entusiasmó- tal vez ya vislumbrara que estaba grande y que no esperaba mucho- pero le siguió la corriente, fingiendo, por supuesto, que había recibido la sorpresa más importante del año.
Lo comentó con sus hermanas, quienes, de acuerdo a la acritud, sentimentalismo o  descuido de cada una de ellas,  le fueron soltando:
“ ¿Y qué quiere este idiota?
 ¡¡¡Ahhh, pobre…. Siempre te quiso… ¡!!! 
   ¿¿¿Quién era Jorge Lescano , el que tocaba el piano?
El recuerdo de la menor lo ubicaba en un escenario dando un concierto, pero tocaba la guitarra  y cantaba, esperando una gran ovación de un grupete de adeptos:  “ Muchacha, ojos de papel”, “ Amor de primavera”, “ Jugo de Lúcuma”, “Los libros de la Buena Memoria”…… y cada vez que lo hacía, Carola se desmayaba de deseo mientras esperaba que él se las dedicara todas a ella, pero consiguiendo ser un telón en el teatro de su espejo feliz que lo devolvía perfecto, bello, enorme, ganador y único. Lo máximo que lograba, no obstante, era ser acompañada caminando a desgano por la calle forrada de tilos hasta su casa, besarse en el zaguán y quedar para el llamado de la semana que, a menudo, no se concretaba.
Y un día, mandó un mensaje de texto, también él adueñándose de la tecnología que les había pasado por encima. Y ella se mostró asombrada, renovada, feliz; aunque en el fondo no sintiera mucho de todo eso, sino más bien, una insana curiosidad para acreditar el estado en que la cincuentena lo había sumido al Gran Jorge Lescano.
La citó en un restaurante al que actualmente iban ancianos que ya habían cumplido los sesenta años de matrimonio, o viejas canasteras, y,  por supuesto, él llegó tardísimo. Es verdad que había reservado la mesa….. ( Recordaba ella cuando se juntaban en el auto que le prestaba el padre y se iban cerca de un asilo que nadie frecuentaba para estar solos, con una botella de Chablis helado que ella robaba de la bodega a Quitito, o cuando habían ido al recital de Almendra y él se agarró a trompadas con un melenudo del colectivo, con la consecuente bajada en la Comisaría Novena y la llegada tardía a River. Y recordando, no podía dejar de juzgar que el tiempo es el peor enemigo del que quiere permanecer siempre joven y mantiene los recuerdos tan vivos como si treinta años fueran dos semanas atrás)
De pronto, lo vio.
Estaba calvo, más gordo, vestido como un señor, con detalles cuidados que hubieran seducido a novecientas mujeres menos a Carola.
Se abrazaron largamente, se besaron muy cerca de la boca. Él conservaba cierto aroma legendario, mezcla de perfume dulce y menta de chicle. No hablaron. Se miraron salvando los treinta años en los que no se habían visto. Ella le acarició la cara con el dorso de la mano, ligeramente, intentando averiguar en ese gesto íntimo, dónde estaba oculta la ternura que descubría en ese encuentro.
Jorge Lescano tenía todavía las mismas pestañas largas que a ella tanto la habían atrapado en los años 80, el estudiante de Derecho que se agarraba anginas cada vez que tenía que rendir una materia, el que tocaba Spinetta como nadie, el que jugaba al fútbol en la playa y aparecía con una campera de jean sobre el torso desnudo, el jovencito que a ella tanto la había enamorado sólo con verlo.
Pero de pronto …..Jorge Lescano habló.
Y ella, con creciente horror, un horror que iba trepándose cerca de su columna vertebral, provocándole una paralización de sus sentidos, escuchó una voz atiplada, adelgazada, finita como de caricatura, como si alguien le hubiera hecho un maleficio y hablara en falsete, con un tono horrísono de payaso de circo del conurbano, donde solamente los más fracasados pueden apretar la solapa de su chaqueta y sacar un chorrito ilusorio de agua.
Jorge hablaba y ella no podía escuchar absolutamente nada de nada. La voz lo inundaba todo.  Solamente estaban ella y la voz de Jorge Lescano, que le traía la convicción de que el pasado no es bello, es solamente un fantasma que se aparece en la noche para largarnos una carcajada en medio de una pesadilla donde uno aparece en bombacha en una fila de colectivo.

Carola habló durante una hora y media con la voz de silbato, de chiflido, de enano deforme. Y le preguntó, con la confianza que le había otorgado el saberse requerida, qué le había pasado para hablar de ese modo. Él confesó una lesión en las cuerdas vocales por el stress que le había producido la muerte de su padre hacía casi veinte años.
Luego, hablaron de Jorge, naturalmente.
Carola tomó tanto vino, que cuando abandonó el restaurante, cree recordar todavía, él la besó en el capó de su auto pidiéndole otra cita.
Cuando salió del estacionamiento, prácticamente huyendo,  chocó contra un vehículo que venía perfectamente por su mano.
Y al darle los datos al conductor que la quería matar, risueña, y, al parecer, salvada por ese percance de su viaje a un infierno propio decrépito,  mezcló los últimos números de su celular con los del celular de  Enrique, con toda la intención de que no la encontrara nadie nunca más.