17 de noviembre de 2013

MORITA EN EL 76



En esas noches de fin de año de 1975, Morita y Charlie se escondían en cualquier lugar que les ofreciera  auxilio. A ella no le era lícito involucrar a su familia;  radicales tradicionales de principios de siglo, con su militancia en la Universidad, su repentina transferencia a una fábrica en Garín y su pasaje a la clandestinidad.

Siempre recordaría a Quitito decirle como en un escupitajo cruel:   
“ Mocosa de mierda, ¿ No le basta a usted con los disgustos que ha tenido Papito con Machaca y Copete? ¿ Quiere matarlo, después de haber sufrido la muerte de la pobre Finita?, y a Machaca atrás gritándole:  “ ¡¿ Qué disgustos, a ver, amargado de mierda?!" y a Copete con los ojos vidriosos mirándole el contoneo de las caderas a Antonia, insistiendo, además, en callar que Blanca era su hija;  el cobarde….. el cagón de Copete, la tilinga de Machaca, el conservador de Quitito…..Mamita y su modo de dirigirse a Antonia, con el “Che, estúpida” a cada minuto mientras la otra se apuraba por cumplir con el único destino que no le estaba vedado: servir en la casa Arias Guevara como si fuera una esclava mulata de la colonia.

Cuando entró en Filosofía, se encontró con un mundo que había sido apenas mentado superficialmente por sus mayores. Todos los nombres, sí; todos los libros, sí; pero sólo una ligera representación de sus doctrinas, que a ella, a fuerza de leerlas íntegramente,  la hacían sufrir de tanto comprenderlas.

Y descubrió que Charlie era mejor que el resto, indudablemente. Sucio, mal vestido, con acento provinciano, Charlie iba imprimiéndole a las palabras una naturalidad que aclaraba su discurso, y cada cosa que él decía, a ella se le incrustaba en la mente y de allí no salía más, al punto de encontrar que  cada almuerzo en Tortuguitas era una ocasión propicia para largar “el pueblo”, “ la burguesía nacional”, “ los cipayos”, “el pueblo en armas” como si hablara de Sábados Circulares de Mancera.

Los hermanos de Morita hablaban más fuerte de otras cosas para taparla, pero ella insistía hasta que Bernardo Arias Guevara daba un puñetazo en la mesa y se hacía un silencio similar a los que anteceden a una gran tempestad, en la que los pájaros dejan de cantar y esperan el vendaval.
Así, Morita llegó a la conclusión de que debía iniciar un exilio interno que la llevaría a un dolor más profundo que el saberse fuera de la clase a la que defendía. El desconsuelo de sentirse ilícito dentro de las propias ideas, las pocas que la hacían diferenciarse de su familia y que la llevaban al amor con Charlie, que le hablaba de un futuro no muy lejano en que toda la humanidad estaría hermanada después de combatir el capitalismo salvaje que marcaba esas diferencias de clase que a ella la hacían despertar cada mañana como si estuviera en una cama equivocada.
En cama equivocada o no; con conflictos gravísimos con su familia quien la acusaba de mala hija y de aprovechadora; de ignorante, de desagradecida y puta, Morita jamás tuvo, en toda su vida terrena, una emoción mayor que la que le provocaba la sola vista de la figura de Charlie.

Lo amó de un modo extremo, siempre en peligro; con raptus de locura, entre basurales, armas peligrosamente caseras, mimeógrafos y aerosoles de pintura roja. Lo amó más allá de sí misma y de él, entre oportunistas militantes universitarias que sólo levantaban las clases para acceder esa noche a su cama, mientras ella se pelaba los dedos tipeando documentos que escribía febrilmente y que defendía con el alma, los repetía hasta la desesperación y la iban alejando cada vez más de la vida que estaba pactada para ella. Una chica bien.

Un día, Charlie se murió.

Apareció acribillado en un descampado de José C. Paz, y se publicó una foto obscena en la que parecía relucir más en su pecho una cadenita de alpaca que ella le había regalado con una M. Casi una usurpación criminal….Esa medallita con la M no debía estar allí, en la foto del diario. ( el día en que se la regaló, él se rió un poco y le dijo que le quedaban restos de ritos cristianos. Ella no estuvo de acuerdo, y se quejó de que se lo había comprado a un drogón amigo que tenía un puesto en Plaza Francia. Él le contestó que era lo mismo, pero sin embargo, se la dejó puesta para siempre, hasta el día en que se murió y la medalla estaba más viva que él, reluciente y nítida en su cuello inerte.

Con la noticia de la muerte de Charlie, la célula que compartían se replegó. Era febrero del 76. Se desmantelaron casas de reunión, y se abandonaron planes antagónicos hasta nuevo aviso.

Morita se refugió en Tortuguitas, con sus hermanas mayores.
No olvidaría esa suerte de vacaciones jamás en toda su existencia. Machaca largaba sin parar un disparate atrás de otro para armar una escena en que China y Teté la amonestaran como si fuera una demente cruel , de modo que la menor se olvidara de su duelo y su peligro y, al menos, sonriera un poco.

No podía, porque la blandura de su mente, de sus miembros y su voluntad, sólo se modificaba para comer, caminar hasta el baño y tirarse al sol durante horas, recordando la medallita de alpaca en el cuello muerto de Charlie.

A veces Morita, al acostarse, escuchaba a sus hermanas susurrar en la cocina y ahogarse en algún sollozo asustado, que la colocaba de prepo en la contingencia que había elegido para su presente que no estaba avanzando hacia el futuro esperable, si no a un vacío al que nadie quería ni podía ponerle nombre.

A principios de Marzo, Bernardo Arias Guevara llegó a Tortuguitas y se encerró con ella en el cuarto matrimonial, donde ahora dormía Machaca.
Le avisó que tenía un boleto abierto de avión para Madrid y que debía ir con él inmediatamente a sacar el pasaporte. Que él iría con ella como si fuera un viaje de placer, y que, al llegar a Madrid, los estaría esperando en la Embajada de Suecia un amigo de la familia, a quien Morita conocía desde chica, que los conectaría con el embajador y que su nueva patria era Estocolmo. Que ya que había muerto este muchachito y que andaba escapada, no podía poner a la familia en peligro y que él no tenía corazón para echarla a la calle. Que tuviera conciencia de  que estaban en buena posición económica pero que el único que ayudaba era Quitito que tenía ya su familia y que no era cuestión tampoco de andar comprando boletos de avión como si fueran boletos de trenes para Mar del Plata. Que así y todo era una enormidad, que estaba en un terrible peligro, que se les partía el corazón, pero que ella lo había querido así, que no había pensado ni en él ni en su mamá, ni en sus hermanos que tanto la querían, y que meterse en esas cosas solamente traía problemas, que le daba mucha pena este muchachito, pero que maldita la hora en que lo conoció, que le destrozó la vida, encima para morirse a los veintiún años.

Mientras su padre hablaba, a Morita se le inundaba la cara de lágrimas que le quitaban las ganas de vivir y le taponaban la nariz al punto de abrir la boca como un pez que acaba de ser pescado desde una barcaza invernal. Se le mezclaba la cadenita, los ritos cristianos, la risa de Charlie, y un día en que su papá la llevó sólo a ella al Cine Los Angeles a ver “ Fantasía”. 

Cuanto más recordaba a su padre, adusto bajo un sombrero antiguo comprando confites para ella,  y viendo una película de dibujos animados, más recordaba a Charlie con su acento provinciano que se comía todas las eses de cada palabra. Y cuanto más aparecían esas dos figuras, se le tapaba más la nariz y las lágrimas se hacían más consistentes, como las lágrimas de Fra Alberigo, el traidor de la Divina Comedia del que su mismo padre le contara que, de tan heladas, no dejaban fluir a las otras que pugnaban por salir, y que eso era el sufrimiento más tremendo que podía sostener un ser humano. “ ¿ Te imaginás lo que es querer sacar lágrimas nuevas y que las viejas no te dejen? ¿ Vos te imaginás, Morita?”
El 20 de marzo de 1976, Morita y su padre se despedían en Ezeiza de la familia gravemente. Machaca estaba enojada por una pollera que ella había usado sin su permiso, e iba de mala gana. No quiso saludarla con un beso.

Los demás, sólo parecían figuras de cera en un museo lúgubre. El único que parecía condolerse, a juzgar por el gesto crispado e infantil, era Copete. El cagón, el cobarde Copete.



Cuando el avión despegó, supo definitivamente que era una traidora.