17 de mayo de 2009

CASTOR Y POLUX






Copete Arias Guevara estaba convencido de que, hasta el día de su muerte, tendría veintidós años. Se hubiera dicho, también, que algo muy grave habría sucedido como para que renunciara a madurar e inclusive a convertirse en el más acabado hijo mayor que el Doctor Arias Guevara proyectaba, por lo que, hasta que todos sus ancestros hubieron dejado esta vida, él se la pasó despertando a las once de la mañana, holgando impunemente, enfundado en una bata con dibujos chinos, pantuflas de pana, y con alguna mascota en los brazos, mientras se hacía servir el desayuno como si se tratara de un aristócrata trasnochado, o un púber en edad escolar.
Contaba a su favor, para vivir como un frívolo, con la adoración que tenía por él Mercedes Tyrrel, quien había considerado, con el nacimiento del primogénito, que el pequeño bulto blanquísimo que tenía al lado de su cama, en 1926, era un ángel del que su humanidad no juzgaba ser merecedora, por lo que hasta que él cumplió los cincuenta años y Mercedes partió de este mundo, lo estuvo mirando embobada ante cualquier imprudencia que éste realizara.
La primera infancia de Copete se cumplió mientras él y su hermano Quitito escuchaban cómo ambos padres los comparaban entre sí, sacando ventaja para el doctor Bernardo el hijo menor, y para la señora Mercedes el más grande, de modo que la responsabilidad extrema que siempre Quitito hubiera demostrado, para el Doctor Bernardo era loable; y para la Señora Mercedes cosas de amargado. Los hermanos eran tan diferentes como si hubiesen sido criados por distintas madres, pues todo lo que en Quitito era compromiso, severidad, austeridad y calma; en Copete era liviandad moral, fantochada, recreación y divertimento.
No obstante a lo que se podría suponer con estas prácticas reñidas con la paternidad eficaz que los Arias Guevara ensayaran con sus ocho hijos, los hermanos se adoraban. Más bien, Copete amaba a Quitito de un modo idólatra, y a pesar de que se había esforzado desde que éste se pusiera los pantalones largos para llevarlo alguna que otra vez de juerga a los clubes de los que era habitué, la cara sufriente del hermano lo hacía ceder frente a sus momentos de éxtasis, y se retiraba de allí apenas pasada la una de la mañana, para acompañarlo a la casa, con obsecuencia conmovedora, y regresar hecho unas pascuas a las mesas con amigos ocasionales a los que después pelaba jugando al póker con la astucia de un fullero.
Su vida fue un eterno fin de semana largo, y jamás sufrió del síndrome del domingo puesto que para él, un lunes o un sábado tan sólo diferían en que encontrara más o menos gente en el centro. Nunca se acostó antes de las cinco de la mañana y ni siquiera se sometía a un análisis clínico para no despertarse temprano.
A medida que la vida iba pasando, la familia iba variando consecuentemente. Ahora habitaban la vieja casa, la Señora Mercedes, Antonia y él, puesto que Machaca ya hacía rato que alquilaba un piso en la calle Juncal, Morita enviaba fotos desde Estocolmo y Blanca servía ahora en la casa de China. Sin embargo, él continuaba con sus costumbres de dandy, con pañuelito al cuello las veces que la ocasión no impusiera una corbata de seda o un smoking, y un vaso de whisky , sacudido lánguidamente por la mano aristocrática que jamás había usado para otra cosa que no fuera tomar la pinza del hielo o los naipes.
Rehusaba persistentemente a dejar la gomina y el albornoz con un ancla que utilizaba invariablemente cada vez que salía de la pileta, a la que llamaba cerrilmente piscina, frente a las carcajadas de sus sobrinos y de sus hermanas. Nunca manejó un automóvil, nunca dejó de hablarle de usted ni de llamar Mamita a la Señora Mercedes, nunca abandonó el hábito de quedarse parado al lado de la silla hasta que no se sentaran las señoras, ni aún de levantarse cuando alguna de sus hermanas regresara del baño en un restaurante, para acomodarle la silla, mientras ellas se burlaban brutalmente de él ¡ Che, qué antiguo sos, Copete, parecés Pedrito Quartucci en una película del año 50!!!.
Al llegar a los setenta años, Copete seguía siendo socio de los mismos clubes y vistiendo en James Smart, y aunque algunos de sus amigos ya habían muerto o se dedicaran a cuidar nietos, él continuaba en su tenaz oposición a envejecer y en verdad, había logrado despistar lo suficiente en cuanto a su fisonomía, pero su forma de comportarse era tan extravagante, que realmente parecía una caricatura, tal como le decían las hermanas.
El caso es que Copete Arias Guevara, días después de escuchar por teléfono a una de sus sobrinas que le anunciaba que su hermano Quitito había muerto, entró en un estado de melancolía tan patológico, que solamente la fidelidad de Antonia logró mitigar, puesto que lo asistió hasta la mañana en que murió, con el pecho subiendo y bajando en una respiración fatigosa, los ojos cerrados y una mueca de profundo dolor en sus labios, cada tanto humedecidos por lágrimas que iban rodando mansamente por su bella cara de moribundo triste.
Ella le abría las ventanas, le entregaba el correo, lo peinaba y hasta lo afeitaba para adecentarlo un poco, todo lo cual él agradecía con una mirada sumisa , para después tumbar su cabeza en las almohadas y cruzar las manos sobre su pecho hasta la hora en que Antonia le servía el almuerzo o el té, que compartía con él en un silencio quebrado por el sonido acompasado del reloj de pie del comedor y alguna que otra frenada que llegaba de la calle , que seguía viviendo atrás de los cristales del ventanal del cuarto.
A veces recibía las visitas de sus hermanas o de sus sobrinos, pero su abatimiento era tan profundo, que ni Machaca lograba sacarle una sonrisa, por lo que se iban cabizbajas, encomendándole a Antonia que les avisara de alguna manera efectiva, si la situación se modificaba, aunque fuera imperceptiblemente.
Una mañana, Copete consideró ,con una angustia cruel, que se moría.
Escuchó las voces de su infancia, el sonido del agua en unas vacaciones en La Falda, el ruido que salía del patio cuando en las navidades enfriaban el champagne en un fuentón de lata, percibió los olores de su primera juventud, los jazmines, el sudor de los caballos, el extraño aroma del tapete verde en el que jugó al póker por vez primera, recordó las caras de sus padres cuando eran jóvenes, el féretro ligero de Finita, el día en que, en Ezeiza, mustios y atontados por el miedo,despidieron a Morita, cuya imagen, para él, era la de una jovencita con el pelo lacio y largo hasta la cintura, volvió a verse regresando a su casa ebrio y despreocupado,cantando un dificultoso tango y golpeándose con los muebles.
De pronto, con un dolor lacerante, divisó nítidamente el cuartito de servicio donde se amaban con Antonia, y la llamó a su lado.
Ella acudió al sonido del timbre que Copete tenía al lado de su cama, secándose las manos con un repasador, y él, antes de que su vida se consumiera como una velita de noche, le tomó una de sus manos enrojecidas y ajadas, y musitó, mirándola con una ternura que Antonia jamás logró olvidar:
- ¿ Me perdonás, Antonia?-
Y Antonia Gonçalves, casi asustada de quebrar la decisión firme de permanecer muda que se hubiera jurado a sí misma allá en Misiones, para escaparse ya ni recordaba de qué, con una voz clara y juvenil,nacida de casi treinta años de silencio, provenida desde el centro mismo de su existencia oscura, acostumbrada a callar y a obedecer, respondió:
- Claro que sí, niño-

9 de mayo de 2009

DE ESGUINCES Y CONSTELACIONES



Francisco se sentó en esa mesa arrinconada en el Bar de la Facultad. Si bien estaba cerca del baño de las mujeres y eso originaba que entraran y salieran más personas de las que él desearía, al menos no escuchaba conversaciones que no le interesaban, o chistes burdos que lo ponían de mal humor o lo dejaban con una sonrisa idiota en la cara, que ponía para no desairar al creador de la chuscada, que se revolcaba pegando manotazos en la mesa y apoyándose entre los brazos envueltos, como escondiéndose entre ellos por no soportar la risa que le causara lo que a Francisco Hirsch no le resultaba más que una onírica boca que movía sus labios y no decía nada.
Tampoco se veía obligado a compartir la mesa con condiscípulos que sólo pretendían, las más de las veces, pedirle fotocopias o, los más arrojados, que les explicara algún galimatías matemático a los que él era afecto y que parecía resolver como quien hace palabras cruzadas, lo cual, a la larga, le había sacado lustre de fenómeno intelectual entre la gente de Astronomía.
Mientras sorbía el té que le habían traído pelándose los labios (nunca había logrado beber té sin conservar durante todo el día una persistente molestia en la lengua), vio a esa chica que, siempre sola, caminaba como llevándose por delante todo lo que encontrara, pidiendo disculpas por una posible colisión con un fantasma. Era delgada y con ojos de tigre de Bengala. A veces, hablaba entre dientes. En general, parecía viviendo en una de las estrellas que estudiaba y normalmente, decía estupideces, tratando de anularlas con un gesto un poco encantador y un poco irritante no, no… nada…nada…. No obstante, cuando los estudiantes iban al transparente a buscar sus nombres y sus notas, ella siempre figuraba entre las primeras de la lista con notas rimbombantes como 98 o el llano y siempre sorprendente 100. Recordaba Francisco, inclusive, que al principio de la carrera, un ayudante de cátedra tuvo que declararse vencido frente a una discusión en que ella triunfara en el planteo de una hipótesis, cosa que, en vez de enorgullecerla, pareció avergonzarla, llegando hasta a tropezarse con la propia silla a la que retornara después de escribir extrañas fórmulas en el pizarrón que apoyaran su postura, diciendo con voz desmayada perdón… perdón….
Francisco Hirsch, se enamoró naturalmente de la chica de ojos de tigre de Bengala que hablaba entre dientes y pedía perdón por ganar discusiones teóricas, tropezándose con las sillas, por lo que esa tarde en que hubiera rendido el último parcial de la última cursada, vio que entraba al baño y su corazón se encabritó de tal modo, que supuso que el mozo había escuchado su latido urgente. Como tenía una inteligencia preclara y una timidez rayana en la cortedad de genio, Francisco comprendió con pánico que si esa misma tarde no le hablaba aunque fuera del clima, perdería todo contacto con ella, puesto que en seis años de facultad jamás habían cruzado una palabra, y no sabía ni su nombre, por lo que, además, no se necesitarían muchas luces para suponer que el destino sólo los reuniría tal vez en años. Y entonces, Francisco Hirsch esperó que saliera del baño, decidido a declararle el amor del que tuviera memoria desde hacía cinco años atrás. Sólo mucho después comprendió que lo suyo no sería sencillo, ya que Verónica Arias se había indispuesto y no había llevado ni toallas higiénicas ni tampones, por lo que su pantalón blanco mostraba una aureola colorada que trató de ocultar con un buzo color durazno que le prestó la cajera del bar, a la que tendría que devolvérselo inmediatamente porque en seis años de tomar café allí, jamás había visto ni saludado, y ahora, ante esa eventualidad biológica, sólo identificó por tratarse de un ser del sexo femenino y suponerla bondadosa, solidaria y fraterna. Y aunque la cajera sólo le extendió el buzo recomendándole, con notorio gesto de obligación, Me lo devolvés hoy, ¿no?, ella se sintió en armonía con el universo hasta que llegara su hermana Carola a quien había llamado por celular para que le llevara todos los implementos necesarios a fin de que saliera del baño vestida decorosamente y dispuesta nuevamente para ocupar su asiento en la Facultad de Astronomía hasta las ocho de la noche. De modo que Francisco Hirsch, sentado aledaño al baño de las mujeres, escuchaba transido de amor una conversación telefónica en la que Verónica urgía a su hermana, con insultos variados Traeme tampones, idiota… Me acaba de venir y tengo el culo que parezco un mandril… Sí… Y el jean que me dejé en tu casa… Sí,, el día que… sí…¿ lo lavaste?... ¡Bueno… Traeme uno tuyo que ése está meado… ¿Sos boluda? , intervenciones todas que lo hacían sonreír con ternura suponiendo que no había nadie más puro y encantador en todo el universo, que la chica que aparecía primera en los transparentes con notas llamativas, pero que, cuando hablaba, parecía tonta.
Desde su mesa avistó una camioneta desvencijada llena de niños de distintas edades de la que bajaba una mujer con los rasgos de Verónica pero con quince años más y un modo de caminar decidido y elegante que no se asemejaba absolutamente en nada a los trancos desmañados de la otra, que siempre se enredaban en una pata de una silla y la hacían tropezar y quedar desarticulada en una humillante caída, de la que se levantaba roja de vergüenza y con lágrimas en los ojos, mientras se frotaba un tobillo o una rodilla. Francisco siguió a la mujer con la mirada y la vio entrar como una tromba en el baño, del que salió después de mantener con Verónica una conversación plagada de risotadas y ruidos de elementos derribados torpemente.
Sintió que decididamente era hora de hablarle a la que había elegido como su mujer para el resto de la vida, y que si no la abordaba apenas saliera, era bastante probable que no lo hiciera nunca más, por lo que se irguió lentamente y se paró al lado de la puerta del baño, del que ella emergió con un pantalón diferente, pero que, al toparse sorpresivamente con un bulto humano, dio un alarido similar al que diera alguien a quien están tratando de robar en la salidera de un banco.
Él se disculpó, turbadísimo y con una necesidad imperiosa de volver el tiempo atrás, de modo de llegar al momento en el que se parara al lado de la puerta y le susurrara algo tan seductor como para desmayarla de deseo, pero lo único que se le ocurrió fue dar un paso atrás y tratar de recoger las carpetas que, en el impulso del salto habían caído al suelo, y que ella se empeñaba en levantar, pese a que la cartera colgada en el hombro le volviera una y otra vez hacia delante y le entorpeciera de un modo irritante todos los movimientos, además de volcar en el suelo nuevamente la cantidad innecesaria de elementos que contenía, un peine, un corrector, las llaves, dos espejos, un rouge sin tapa y un monedero con la estampa de Pucca. Qué boluda, perdoname… repetía casi compulsivamente, con una voz quebrada por el embarazo, que a Francisco le imponía un urgente deseo de abrazarla, acto que ejecutó de inmediato, pero de un modo tan brusco, que Verónica, agachada, fue a dar al suelo cercano de sus tacos altísimos, puesto que en la fuerza amorosa que imprimiera Francisco al rodear de brazos, uno de los tacones de Verónica se quebró, y la dejó sentada sobre las carpetas, el peine, las llaves y el monedero con la imagen oriental de Pucca.
Frente a la ridiculez de la situación, ella sentada en el suelo con una pierna doblada y un taco roto, tres carpetas con hojas desparramadas y los elementos de la cartera desperdigados por todos los rincones carentes de luz decente, él con los brazos aún anudados a sus hombros, y las caras cercanas, acudió uno de los mozos para ayudarlos, cosa que a ambos les produjo unas intensas ganas de morirse allí mismo o de desaparecer en el acto del mundo de los vivos.
Como es de esperar, el amor entre ellos se consumó a las dos horas y media de colocados uno frente al otro, ya que salieron del bar, él abrazándola y ella rengueando, no sólo por el taco roto sino también por un intenso dolor en el tobillo por uno más de los esguinces que hubo de soportar durante toda su larga vida en la que, momentos como ésos proliferaron uno atrás de otro, casi sin solución de continuidad.
Acaso, más que en la tierra, cuya gravedad la atraía casi con exclusividad entre la mayoría de sus habitantes, Verónica debería haber vivido en algún sistema solar en el que caerse, llorar por la caída, romperse un taco y esguinzarse un tobillo, no fueran necesarias condiciones que llevaran a encontrar el amor de su vida en un pasillo oscuro que lleva al baño de mujeres en un bar.

2 de mayo de 2009

ROJO, BLANCO Y RENO

Trinidad Hirsch estaba sufriendo de un modo atroz ante los ojos redondos de Félix, que aseguraba eso con tanta porfía, que ella, al principio recelosa y hasta extrañada de que su primo, el futbolista de Boca Juniors, pudiera creer semejante sacrilegio, ahora, ante esos ojos evidentemente veraces, se debatía con gran angustia en su corazón, decepcionada frente a todos los grandes que le habían mentido de tal manera y la habían hecho felicísima sin que ella necesitara serlo con embustes tan heréticos.
Pensó si Sol estaría al tanto y pasaría a engrosar la lista de los que ya había decidido tachar de sus vínculos más cercanos, o había también sido traicionada como ella, lo cual la aliviaba frente al futuro incierto, de chica abandonada mendigando en los semáforos con un acordeón, ya que, al menos, estaría con Sol, que sabía llamar por teléfono y se sabía entero un tango que le había enseñado la abuela Amanda. Con esas defensas en la vida, seguramente sobrevivirían, pero si la hermana también la había engañado, se veía bajo un puente con chicos despeinados y los zapatos enormes, sola y sin ver nunca más a la mamá ni al papá, ni a la abuela Amanda, que siempre le sugería cosas interesantes, como, por ejemplo, hacerse la desmayada cuando la estaban retando.
Buscó a Sol en el estar, donde veía televisión con Catalina y Bruno, y la llamó con un movimiento de su dedito hacia ella, pero Sol estaba ocupadísima creyendo que tenía como 18 años delante de Catalina y diciendo palabras groseras como re boluda o conchuda, y riendo con unas carcajadas tan estridentes que ni la escuchó. La llamó, escondida atrás de la pared que dividía el estar y el pasillo ¡¡¡¡SOL!!!!! , pero sólo recibió un ¡QUÉÉÉ´! completamente inservible. De ninguna manera iba a preguntarle semejante cosa frente a los primos mayores, sin la certeza cartesiana de la gravosa verdad que le hubiera dicho Félix mientras estaban jugando a los palitos chinos, dado que, como ella era extremadamente hábil para sacar palitos sin mover ninguno y él era torpísimo puesto que los movía a todos sin distinción de color,se notaba a las claras que se había puesto envidioso hasta el pensamiento innoble, por lo que le largó el apotegma Papá Noel no existe. Son los padres.
Ella quedó asustada, perpleja, llena de inseguridades Está loco, llena de terror Entonces tampoco existen los Reyes , desasosegada e inquieta Se lo voy a contar a mi mamá, esperando que alguien le resolviera tal incertidumbre Le voy a preguntar a mi papá. O a Sol….., pero esa tarde de verano, ni Verónica ni Francisco estaban en Tortuguitas, por ser un día de semana de diciembre en que todos los grandes estaban trabajando en sus Observatorios, salvo la Tía Constanza que los estaba cuidando y hablaba por teléfono, de modo que mejor ni se le ocurriera llamar su atención, ya que le pondría cara de estar escuchándola y estaría atenta a la otra persona; nunca a ella, que traía una pregunta que le definiría de ahora en adelante si era o no verdad que los grandes son colosales mentirosos, que Félix era un ser lleno de inmoralidad y que Papá Noel nunca más bajaría por la chimenea a dejarle justo justo lo que venía pidiendo desde el 20 de noviembre aproximadamente. En realidad, mejor dicho, que nunca había bajado, en tanto que ella estaba segurísima de haber visto, inclusive, una luz roja y unos cuernos de reno simpático que hasta una vez, según creyera, le había guiñado un ojo, sólo a ella.
Sintió frío, ganas de llorar, ganas de abrazar a Verónica y aspirarle el olor del cuello, ganas de que, aunque sea, apareciera la abuela Golde, o el abuelo Sammy, que tal vez le mostrara en el diccionario una palabra rarísima para hacer rimas con ella y que se le pasaran las ganas de morirse rápidamente. Mientras suponía que era invisible, que no había nadie en toda esa casa maldita que la reconociera como Trinidad Hirsch, la nena más inteligente de todas las escuelas de Buenos Aires, sintió la mano de Félix que le tocaba el hombro. Al volverse, casi ilusionada, lo escuchó seguir asegurando la herejía:
- No existe… son los padres. ¿No sabés que en verano no están encendidas las chimeneas? ¿ Por dónde entra, a ver?- Ella tuvo unos insensatos deseos de que Félix se transformara en alguna alimaña pisoteada por alguien hasta que le saliera una baba verde del cuerpo destrozado, porque por un momento supuso que venía a disculparse. Se juró a sí misma llevar a cabo una venganza aleccionadora para todos los futbolistas de siete años que les dicen a las nenas más inteligentes de todas las escuelas de Buenos Aires alguna verdad que ellas no han preguntado, y entonces, dio con la solución:
- ¡ Bruno!- llamó
- ¿ Qué ,Trini, preciosa Trini, la más soberana preciosidad de las esferas celestes?- le contestó Bruno, según siempre le hablara con palabras graciosas y que sonaban tan hermosas desde su altura de chico tan grande de la secundaria.
- Félix dice que Papá Noel son los padres- acusó sin sentirse culpable, convencida de que el castigo que deberían concederle a Félix Filardi era, como mínimo, meterlo preso hasta que cumpliera trece años, o catorce, y que sería Bruno el fiscal que pidiera la pena.
Bruno miró a Félix apretando los dientes y poniendo cara de calavera, pero al rato dulcificó la mirada y lo señaló, agarrándose la barriga como para sofrenar las carcajadas que era evidente que lo descomponían casi hasta hacerlo vomitar:
- ¡Por dios! ¿ Cómo? ¿ Entonces no existe? ¡ Qué pavada tan grande! ¿ Y quién me trajo a mí, entonces, la remera negra y la malla roja el año pasado?
- Papá y mamá- contestó Félix repentinamente interesado en un felpudo que estaba allí desde antes de que nacieran todos los hermanos y primos. Sabía que tenía la partida perdida y que seguramente le esperaba un palizón de los que no se olvidan, pero debía continuar con la verdad, aunque el cobarde de Bruno quisiera congraciarse con la pendeja malcriada de tres años.
- Félix, Félix…. Vos estás loco de remate…. Es como decir que no existe el sol porque de noche no lo ves, pedazo de tarado- y dio media vuelta e hizo como si aterrizara en el sillón, porque, además, era medio saltimbanqui.
Trini recuperaba inmediatamente la sonrisa. Amaba a Bruno hasta necesitar asfixiarlo de los besos que le daría por defenderla de la iniquidad y la envidia de Félix. Ahora ya no se sentía abandonada por sus padres ni futura niña sucia debajo de los puentes. Se sentía poderosa, con más y mejores argumentos para afirmar,cuando alguien quisiera ponerle en duda sus creencias más claras y definitivas.
No era rencorosa, por lo que invitó a Félix, que se había quedado apoyado en la puerta metiendo debajo del viejo felpudo sus botines sucios de barro, con la desilusión de no haber logrado hacerla sufrir, a retomar el partido de palitos chinos. Después de aceptar el convite, y, al parecer, olvidado de su acto indigno, salió corriendo y gritando por el pasillo :
-¡ PERO IGUAL NO EXISTEEEEEE!-

1 de mayo de 2009

PIEDRA, PAPEL O TIJERA

Bruno percibió que Catalina había descubierto sus intenciones de continuar aspirando el aroma que emanaba del pelo de Sofía, que se acercaba a él y le caminaba cada vez más serpentina mientras fingía recoger todo lo que tuviera en las manos y milagrosamente se cayera al suelo: un vaso, el toallón, las ojotas, y hasta las servilletas de papel que volaban por la brisa y nadie se preocupaba, lógicamente, de reunir en la mesa en bollitos prolijos.
Él, sentado como si estuviera hundido en la reposera y no se pudiera levantar de ella por un castigo primordial, simulaba jugar con Bartolomé a piedra, papel o tijera; a cuyo movimiento de manos no sólo parecía perder como un aprendiz, sino que además, provocaba las protestas del chiquito ¡ Pero recién hiciste papel!, ya que, por seguir con la mirada el incómodo movimiento que Sofía ejercitara para pasar entre la mesa del jardín y su propia persona incrustada en la reposera, perdía la conexión del juego.
- Ay, me raspé – anunció ella tocándose los huesos de la cadera arriba de la cintita que ataba la bikini - ¿ Me soplás, Bru?- le pidió con los ojos entrecerrados, como si se estuviera por desmayar.
Él fue consciente del silencio incómodo que se suscitó entre los mayores, que interrumpieron la ronda del mate, y miraron a Sofía con asombro, en tanto que ella recibía inmediatamente la reconvención de Bárbara:
- Dejá de hacerte la pelotuda, querés – mientras continuaba como si tal cosa la conversación con Amanda – Lo que te estoy diciendo es que yo no pago ni en pedo 200 mangos una remera, entendés… Por principios-
Sofía mostró los dientes sobre los labios, poniéndose Seven Up en el raspón, y recogiendo con los dedos el líquido que sobraba, chupándoselos inmediatamente y mirando a Bruno con estudiada lentitud , mientras él hacía un ridículo movimiento de mano convertida en piedra, envuelta en el papel de la mano de Bartolomé, que ya le había ganado con ese símbolo en todas las instancias del torneo privado que tuvieran y que salvaba a Bruno de mostrar que estaba definitivamente alelado por las formas y las actitudes de su prima, con quien hasta el verano anterior veía televisión en la cama y quien, hasta ahí ni se le ocurría que pasara a ser la desconocida que coqueteaba peligrosamente con él delante de todos.
Ahora, en ese incipiente verano en el que aprovecharan el feriado del 8 de diciembre para armar el arbolito y llenar la pileta, todo parecía haber cambiado. Ya Sofía no le hablaba mirándolo a los ojos, ya no se reían juntos de las anécdotas del tío Polo, ya no buscaban sapos para ensartar con el tenedor del asado, ya no veían juntos la MTV narrando antes de que se presentaran todos los hechos aparentemente inconexos de los video clips de los grupos más ignotos del conurbano bonaerense ¿ Son los Pastos? Noooo… Fumata´s Shop. Uh… Me encantan.
Ahora, parecía que ella no le dirigía la palabra en toda la tarde, y sólo se comunicaba con alguien lejano por medio de mensajes de texto, los cuales al recibirlos, parecía que veía la cara del emisor en la pantalla, porque sonreía de un modo bobalicón a cada aviso de mensaje del celular, mientras masticaba chicle y lo enrollaba con los dedos afuera de la boca.
Los Arias se veían asiduamente, pero hacía tiempo que no pasaban juntos la tarde todos los integrantes. Ese día, hasta estaba Machaca, a quien habían sacado de la Clínica para que disfrutara con la familia, por más que ella no se diera por aludida y, sentada en la mejor reposera, a la sombra, preguntara cada diez minutos si no había llegado Morita de la facultad.
Bruno quedó perplejo desde que hubieran bajado de los autos y se hubieran saludado. Ella no le brindaba más que mensajes contradictorios. Casi ni lo miró al llegar, y al rato le comenzó a manosear un colgante que tenía con un colmillo, diciéndole con voz disfónica y seductora Ay… es re lindo, Bru..... Almorzó sentada frente a él, masticando despaciosamente y clavándole cada tanto una peligrosa mirada verde, que para Bruno representaba un espantoso abismo en el que caía directamente en la pasión más encendida por la misma prima hermana con la que construía castillos de arena en Villa Gesell cada vez que coincidían en las vacaciones y quien estaba a su lado en las fotos de cumpleaños en que todos los febreros soplaba una vela más y que con el correr del tiempo se convirtiera en un brillante número 17 azul y oro.
Catalina lo miraba ahora, con un gesto regulador, puesto que en el mundo no existía nadie más severo que su hermana para catalogar conductas que hicieran evidente el deseo erótico. Es re puta, para mí todos se enteraron que está caliente con vos…. le decía cada tanto, con una indiscreción rayana en la maldad al nombrar a una compañera que mirara a Bruno más de la cuenta, aparentando, además, ofenderse con él, como si fuera culpable de atraer las miradas de las amigas de la hermana.
Él no podía apartar los ojos de algunos detalles; la cadenita diminuta que adornaba el cuello, una cicatriz en el hombro que parecía una pequeña medialuna nocturna, la respiración con gotas resbalando de su garganta agitada cuando se tiraba en la lona después de salir de la pileta.
Sintió unas tremendas ganas de llorar, un irremisible desasosiego, una fatal necesidad de ser Bartolomé, cuya única preocupación del momento era que Pablo no le permitía meterse en la pileta a las ocho de la noche.
Mientras tanto, no escuchaba a Carola,¿¡Podés correrte de ahí, Bruno, por favor!? no participaba de las bromas pesadas de Polo a Machaca ¡Tía… Me parece que vino a visitarla Atilio Marinelli!, no reía ante las respuestas de ella, que dejaban a todos en una hilaridad permanente durante dos o tres minutos de lanzada su voz de hombre ¿Por qué no te vas a la mierda, Evaristo?, y continuaba jugando con Bartolomé, ahora al fútbol, pateando con una fuerza inusitada la pelota y enviándola al techo, acaso para obligarse a subirse allí para buscarla y desaparecer volando como un pájaro, olvidando para siempre el impacto angustioso que le producía el olor del pelo de Sofía, el fino cuello, la cicatriz en el hombro y el raspón en la cadera, cuya consecuencia del gesto de ella fue mucho peor que si le hubiera obedecido y le hubiera soplado.
Y frente a este movimiento de su alma que buscaba desesperada dónde situarse en adelante para que nadie supiera su secreto, frente a la inevitable consecuencia en las relaciones familiares que entreveía si alguien notaba que Sofía le gustaba como no le había gustado nada ni nadie en toda su vida despreocupada y feliz hasta ahora, escuchó la voz de Bartolomé que le susurraba quedamente, mientras simulaba golpear su tijera con la piedra y subía la cabeza para hablarle al oído…. No voy a decirle nada a nadie…