23 de diciembre de 2010

JUAN

( a Mariela de la Puebla, que me regaló este relato)


A Juan le tocaba siempre la peor parte de las navidades en este hemisferio, donde vestirse de paño rojo con piel blanca y gorro resulta de una insensatez masoquista.
Pero él siempre había sido el mejor tío que tuviéramos, en quien la bonhomía y el sentido del sacrificio por el otro, era corriente.
Parecía que Juan había nacido para meterse con nosotros a la pileta a bucear anillos, para llevarnos en plena siesta a comprar helados, para apilar solo las sillas antes de irnos de la quinta de Tortuguitas, para buscar los utensilios que las mujeres habían olvidado al poner la mesa.
A cada cosa que se le pedía, contestaba con un ¡Por favor, no faltaba más! y allá iba Juan a recoger tenedores, paneras o sacacorchos.
Era el marido de mi tía Mona, prima de las Arias Guevara, con quienes nos juntábamos en Tortuguitas antes de que murieran los abuelos.
Nos reuníamos varias familias allí y lo mejor para nosotros, que éramos muy chicos, era que nos quedábamos a dormir , aprovechando que al otro día sobraba tanta comida que hubiera sido posible alimentar a un asilo de niños expósitos.
Mi tía Mona fue agriando su carácter al no haber logrado tener hijos, en tanto que a Juan se le fue dulcificando, al punto de cultivar una paciencia de cartujo con los niños de la casa, que en aquel momento éramos casi quince menores que iban de los dos años a los once.
Naturalmente que los más chicos creíamos en Papá Noel, y aunque los mayores ya conocían el dato de su inexistencia y su reemplazo por la generosidad de padres y tíos, también ellos esperaban el rito de ver, a las doce, aparecer por el tejado la figura enormemente roja de quien, todos los años, con una bolsa monumental, iba tirando hacia el césped los regalos envueltos en papeles de colores.
Esa nochebuena hacía un calor que nos hacía delirar.
Después del brindis, salimos todos hacia el parque, abriendo los ventanales que se habían cerrado con cortinas, corriendo desaforadamente y mirando hacia el tejado, desde donde aparecería Papá Noel con su generosa bolsa.
Nunca se nos ocurrió pensar por qué razón, ni Juan ni mi tía Mona brindaban con nosotros, pero estábamos tan excitados, éramos tan felices de encontrarnos, gritar todos juntos, hacer chistes subidos de tono, o escuchar a los personajes más divertidos de la casa, que la acritud de la tía Mona no hacía falta, y la bondad de Juan, tampoco.
Seguramente habrían brindado cada uno con sus características, que no eran las que sobresalían en esos momentos de reconciliación con el mundo.
Cada adulto, en la espera, iba descargando frases que nos enardecían más aún ¡Me parece que vi un cuerno de reno! ¿ No era ése, che? Para mí que no viene……
De pronto, lo divisamos, como una estrella roja recortada en el cielo, iluminado por los fuegos artificiales y las cañitas voladoras de los vecinos.
Sonreía con candor, y extendía una mano saludando como las Reinas de belleza, despaciosa y elegantemente. Cargaba su bolsa sobre el hombro derecho, y cuando fue a voltearla por encima del cuello para repartir los regalos que estábamos esperando con fruición, se resbaló, y por un minuto, desapareció.
Durante un segundo todos quedaron estupefactos, y creo que fue mi tía Mona la primera que largó un aullido de terror:
-¡ JUAAAAAN!- que fue coreado por todos los mayores, con otras alternativas más plausibles:
- ¡ Subite, Quitito, fijate qué le pasó!
- ¡Se ha roto la crisma!
- ¡ Le dije, le dije!
- ¡ Bueno, hay que ir a buscarlo! ¿ No hay una escalera?
- ¡Lleven una linterna, mirá si está desmayado!

Nuestros regalos quedaron en la bolsa de Juan, quien sólo tenía unos raspones y si bien es cierto que entre los chicos nos miramos entre nosotros, alelados con la noticia de la inexistencia de Papá Noel, es honesto decir que, mientras le ponían hielo en las costillas, sentimos que lo queríamos mucho más que antes.

19 de diciembre de 2010

PODRÍAS SER EMILY





En algún momento, lo sabés.

No se trata, por supuesto, de un saber canonizado ni auténtico. Es un saber a gatas, que pareciera destellar en el fondo de tu cerebro, haciendo de él un andrajo triste, pero lúcido. Luego retorna a ser el que era, porque el saber se ha marchado.
Pero vuelve y vuelve…. Y ahora lo que te produce es una angustia atroz.
Angustia por música, por historia del arte, por nombres de calles, por fotos viejas, donde aparecés joven y sin canas, más gorda o más flaca, menos dura, menos mágica, menos cosa de chicos.
No sabés bien qué elegir…. Si el saber que te alberga fantasmas posibles, temidos, monstruosos o deformados; o la angustia que te lleva a los cantos de sirenas, que también son seres monstruosos que te devoran.
Entonces te quedás inmóvil y blanca, como la muerte ajedrecista, cara de sueca, cara de mirar las nubes, pero sin soñar, sólo mirándolas, como un idiota al que lo aturden los ruidos de la calle.
Sin embargo áspirás al movimiento, a la semana trajinada. Nada peor que la quietud cuando hay vacaciones, o navidades, o fin de año o Reyes. Ves cómo todo el mundo comparte sus horarios para comprar regalos o adornos para el árbol, y lo peor es que alguna vez también vos lo hiciste, por lo que añorás.
Y, además de la angustia del saber que te paraliza, tenés nostalgia.
Nostalgia que es lo mismo que la nada. Se duele por algo que ya pasó, que no regresará, que nunca más tendrá la contundencia del suceso, como aquel vestido rojo de seda, aquel cenicero en forma de paloma color verde, aquel CD con dúos, aquel ventilador comprado cuando se cortó la luz.
Saber, angustia, nostalgia…..
Fracaso, muerte, dolor….
Sabés, además, o intuís, o preferís pensar, que esto va a pasar.
Como las heridas en tus rodillas de chica torpe en la Calle Colón. Me aguanto ahora, total después lo voy a contar como algo que ya pasó….. Ilusa, chica torpe ilusa, tenés todas las rodillas llenas de agujeros, con tierra y pedregullo.
Como tus impulsos. Hacé lo que te dicte el corazón. Aunque sea analfabeto, chica tonta ilusa, miradora de nubes en viajes largos, contadora de kilómetros cada diez cuadras.
Como tus dolores. Analgésicos, analgésicos, analgésicos. ¿qué me va a pasar? Pobre chica necia, creyente aún en la suerte, omnipotente y boba, instalada en el lugar exacto donde morirse es como si tomaras agua, tomaras un colectivo o compraras cigarrillos.
Esto no va a pasar, porque ahora sabés.

Sabés que está el cuarto con la biblioteca ,con libros y floreros, con divanes blancos y muchos vidrios que dan a la ciudad. Sabés que tenés que quedarte ahí, no asomarte, porque te vas a asustar. Muchísimo te vas a asustar del precipicio que te espera. No te asomes.
Quedate allí, sentate, sacá un libro.
Podría ser Cervantes, podría ser Cortázar, podría ser Stevenson o Chesterton. Podría ser Borges. Podrías ser Emily Dickinson, podrías ser las Brönté, podrías ser Virginia Woolf.
Podrías ser quien querés ser, pese al saber que te acorrala, que te empuja a subir, que te salva, que te abraza antes de que te asomes y, sin ver los libros, te tires al precipicio.

26 de septiembre de 2010

CUIDADO CON SANTCHUCK


El Señor Santchuck era un santurrón. Tenía un cráneo cuadrangular con unos pocos pelos entrecanos, más negros que blancos, pero que bailaban macabramente en su cabeza como si, desde que hubiese nacido, no hubiese tenido que acudir a los servicios de un coiffeur; unas cejas de Júpiter Tonante y una mirada endulzadamente torva.
Nada bueno se podía esperar de esa mirada de hurón que escudriñaba a todos, pretendiendo absorber los secretos y las debilidades de los otros, de modo de conservarlos en su haber, que a mí se me antojaba como una hucha, similar a la del viejo de la bolsa.
Pretendía, además, poseer esos secretos que nadie le había contado. para largarlos en plena conversación, por más que ésta fuese amigable, de manera que el interlocutor quedaba delante de él y del resto, como si se hubiera olvidado de ponerse ropa interior y se le vieran las vergüenzas.
Era un Tartufo, puesto que muchas buenas gentes le creían, y sólo hacía falta tener muy buena memoria para traer al presente la cantidad de jugarretas e impostaciones que hacía, estableciendo una prudente pausa entre ellas, y alternándolas con ciertas buenas acciones que provenían de su paso por un convento jesuita, lo cual, para algunas opiniones, justificaban su maldad intrínseca, y para otras, morigeraba y aún hasta ponía en duda su mala intención constante.
Todos sus comentarios con mujeres se dedicaban a su edad, su estado civil o su estado físico. Y si bien algunas reían y festejaban sus propios holocaustos sin saber de qué se trataba la diversión, otras le contestaban de un modo destemplado, mandándolo a la mierda o preguntándole, casi inocentemente:
- ¿ Qué querés decir con esa boludez, querido?-
Esas mujeres eran quienes más irritaban a Santchuck, por lo que entrecerraba sus ojitos con inquina y se juraba a sí mismo una venganza aleccionadora a las contestatarias, ya que era imposible que él hiciera lo que dictara su corazón, que hubiera sido, sin más trámite, pegarles un tiro en la frente.
De modo que el Señor Santchuk se vengaba en los hijos varones de las contestatarias, o en quienes aquellas habían depositado su amor y su confianza, o en aquellos de los que hablaban elogiosamente.
La venganza consistía, siempre, en ejercer un poder aplastante sobre los chiquilines, seres etéreos a los que apenas se les había cubierto el bozo graciosamente, o quienes quebraban su voz en una masculinidad recientemente adquirida.
El poder podía consistir en alabarlos desmedidamente de modo que ellos equivocaran su rumbo y creyeran en sus tartufadas, o en llevarlos al límite de su tolerancia, hasta estallar y quedar hechos un guiñapo sollozante frente a la injusticia de la palabra definitiva.
Porque el Señor Santchuk, las contestatarias, las que se reían de sus propias miserias; trabajaban con seres indefensos.
Seres que podían esgrimir defensas aplastantes frente a sus abusos, pero que en sus naturales desorientaciones, no lograban articular como si fuesen adultos, porque por otra parte, las maldades de Santchuck no consistían en otra cosa que un comentario, una palmada cuando no se necesitaba, un consejo que nadie había pedido, un sermón que aburría y exasperaba, haciendo uso de la ironía y la generalización, de modo que todo el mundo, mujeres y varones, quedaran incluidos en él.
Por lo tanto, sacadas del contexto en que se habían lanzado, estas intervenciones parecían anodinas, si no fuera que todos sabían en qué sentido las estaba exponiendo.
¿ De qué otro modo se puede entender que a un muchacho que no quiere abrir su corazón, le asegure que tiene un gran secreto que, a lo mejor, tiene ganas de contárselo a él, mientras el muchacho se siente descubierto en algo que, naturalmente, oculta?
¿ De qué otro modo se puede entender que a otro que tiene reacciones explosivas históricamente, lo punce de tal modo que lo haga romper una puerta de una patada y se lleve una sanción disciplinaria?
No sé hoy qué es de la vida del Señor Santchuk. Afortunadamente, pues los hombres justos lo enviaron a otros destinos, cansados ya de sus impúdicos abusos.
Pero hay que mantenerse alertas para que no aparezcan los Santchuks que amilanan, que zahieren, que aprovechan para su regodeo obsceno las vulnerabilidades de los lúcidos.
Hay que cuidarse de los Santchuks que no tienen el corazón justo y cuyas palabras son alfanjes poderosos cortadores de cabezas que nacen de la negrura de sus almas mezquinas.

15 de agosto de 2010

AL MAESTRO, CON CARIÑO (ROBERTO PABLO BARNABÉ)


Al destino le gustan las casualidades que llueven como si uno no hubiese hecho nada por merecerlas.
Creo firmemente en los destinos personales a los que uno va arribando mientras arma un rompecabezas de diez mil piezas, y cuyo último pedazo se coloca con un fervor único y personalísimo, el día en que la muerte nos saca de la lista del personal disponible.
Pero también creo en esos golpes de dados que dan tres veces generala servida de ases, sin estar cargados, sin cubiletes tramposos, y sin una fortuna especial para el juego.
Espero que se note que he citado subrepticiamente a Borges y a Mallarmé, porque lo hice completamente adrede.
Hay algo de influencias notables en esta nota, hay algo de miradas redondas desde abajo que idealizan y prometen sin saberlo:
“ Quiero ser como vos”
En mi estado de este inefable facebook, escribí: "Nada, che... ni una puta palabra", refiriéndome a que no he podido escribir sólo comentarios más o menos ingeniosos en algún enlace, de modo de recibir un satisfactorio "Me gusta" o una bienaventurada carcajada transcripta, como si una carcajada se pudiera representar con otra cosa que no fuera un sonido.
En este estado de cosas, recibí un cartelito celeste que titilando me auguraba que el hijo de Roberto Pablo Barnabé había comentado algo en un grupo llamado "Yo también fui a la Escuela Normal de Azul", o algo así, que en este afán de retorno que me lleva una y otra vez al territorio benéfico de la infancia, he ido abrevando, de tal modo que tengo amigos azuleños que no he visto nunca y que serán, además, etiquetados con emoción en esta nota.
Pablo, de quien me acuerdo perfectamente porque ambos vivíamos en la Calle Colón, se emocionó acerca de un comentario que yo hubiera puesto hacía dos o tres meses atrás recordando a su padre, quien en los años en que yo iba a esa escuela, era el Regente.
¿ Qué es ser Regente de una escuela?
¿Qué es ser maestro?
Acá comienzan a armarse las piezas del rompecabezas que me tiene con cinco ibupirac migra en el día y con una noche rarísima, en que no recuerdo el instante en que me dormí.
La última nota que escribí fue acerca del film de Sidney Poitiers "Al maestro, con cariño".
¿Cómo es posible que aquello fuera lo último que hubiera escrito, y hoy, a un día del aniversario de su muerte, se me aparezca de golpe, como entrando en el aula, como ese torbellino que recuerdo, el “Señor Barnabé”?
Tercera o cuarta pieza colocada, justo allí, donde se vislumbran ojos, una boca que se abre y dice, una mano en un picaporte intempestivamente, para provocar un temor que nadie sentía enteramente….
Van colocándose solas las piezas y rememoro….
Yo era una chica inteligente y curiosa. No era maliciosa pero tampoco tenía una gran inocencia. Tenía, sí, una gran perspicacia para captar a las buenas gentes, lo cual, afortunadamente me ha acompañado a lo largo de la vida, y desafortunadamente no me ha aligerado la existencia lo contrario.
Es que a mí el Señor Barnabé me producía una enorme alegría, con ese porte pequeño pero robusto, trajeado impecablemente, con el pelo peinado para atrás supongo hoy, con gomina, desde los cuarenta años que lo alejan de mi visión borrosa.
En aquellos años, en los que esa visión no se deshacía por el tiempo ni la emoción, yo creía que era pelado, como lo creía de mi padre. Tiempo después, al ver fotografías en las que éste luce con menos años que yo hoy, casi como un hermano menor, observo que sencillamente tenía las llamadas vulgarmente “entradas”.
Vaya a saber uno cómo lo recordarán los hijos cuando tengan cincuenta años…..
El caso es que las piezas siguen acomodándose solas y aparecen las tardes de lluvia en la escuela, en que el Señor Bernabé entraba al aula y nos enseñaba la diferencia entre la pronunciación entre la B y la V, la regla de las esdrújulas, que aún hoy recito a mis chicos, y que aún hoy arranca risas:
“En el tiempo de los apostoles, los hombres eran barbaros, se subían a los arboles y se comían los pajaros”, la diferencia sutil entre ser cortés y ser obsequioso, la marcha de San Lorenzo, la dedicación que ponía para corregir, como si se tratase de vida o muerte:
- ¿Cómo “jurando a Martes”? ¿Ustedes le juran al tercer día de la semana”?- con una reducción al absurdo sacada de su ingenio para mostrarnos que la canción de la Bandera se pronunciaba: “Jurando amarte”, y, siempre con una sonrisa bailándole en los ojos o, inclusive, el trato que debíamos guardar las señoritas frente a los varones, nunca jamás como sumisas estúpidas, sino como dignas damas a las que aquellos sólo podían aspirar.
El Señor Bernabé enseñaba matemática, literatura, historia, geografía, arte, juegos, como quien enseña a caminar a un niño de pocos años.
Todo surgía de sí con una autenticidad que mezclaba la autoridad natural que poseía con un humor divertidísimo, por que sabía que la infancia es el instante justo en el que los hombres logran ser mejores porque el señor Bernabé se mete rápidamente en una ronda de niñas y canta, saltando en el patio rectangular de la Escuela Normal , “Buenos días su señoría, mantantirulirulá” y una vez que desbarata la ronda, toma mágicamente una manito y la coloca para que se estreche con aquella que nadie quería tomar porque tenía tristes y solitarias verrugas, mientras se va como un ligero saltimbanqui a buscar manos que no quieren ser estrechadas por los niños crueles.
Y así, jugando, enseñaba valores excelsos como la fraternidad.
Piezas colocadas ahora volando sobre el patio de la Escuela Normal y entonces entender….
El destino no es tan caprichoso, el azar a veces no es sólo un golpe de dados.
Y algunos seres humanos sí son imprescindibles.
Y a veces, la felicidad es bastante parecida a recordar a un gran hombre al que se le ocurre entrar a una ronda de niñas para enseñar que todas las manos tienen cinco dedos y una palma.
Y que no hay nada mejor que estrecharlas…..

26 de junio de 2010

AZCONA Y LAS HIENAS DE HOJALATA


Azcona era inteligente, creativo, buen profe de plástica. Trabajábamos juntos en una escuela de Florencio Varela, donde empecé.
Yo era muy joven y muy poderosa. Porque ahora era profe, y entendía por fin que allí estaba mi lugar en el mundo.
Nos hicimos muy amigos, porque era sensible, divertido, cariñoso..... Los chicos lo miraban como a un bicho raro, acaso por su pelo anaranjado furioso y sus ojos increíblemente celestes. O por sus modos en exceso cordiales de dirigirse a ellos, quienes estaban más acostumbrados al trato de los profesores de Taller, todos masculinos, groseros y con signos de no haberse bañado ese día. En esos modos a los que estaban tan acostumbrados no faltaba nunca el "Dale, negro, andá a comprarme cigarrillos al kioskito de enfrente". Y el "negro", que tenía 14 años y se sentía un protagonista en la vida del profe que tenía un Renault 12 y que vivía en el centro de Quilmes, salía corriendo con peligro de que lo arrollara un colectivo.
Azcona jamás hizo semejante cosa.
Él les enseñaba arte, y llevaba al colegio reproducciones de Miró, de Dalí, de Brueghel, que dejaba a los chicos con los ojos y la boca abiertos, reflexionando en voz alta: " Chaaaaau, qué alucinante". Él los llevaba, junto conmigo y con Lidia, mi compañera, al Centro Cultural Recoleta en tren y subte, para que vieran una muestra interactiva donde exponían Clorindo Testa, Marta Minujin y otros más que no recuerdo, pero que aquellos chicos, hoy de treinta y pico de años, seguro que sí.
Tampoco se llevaba a su casa cuatro o cinco sandwiches de mortadela como los demás, la merienda de los chicos, que el Director, en vez de repartir los sobrantes entre ellos, lo hacía entre los profes, de modo que tuvieran la cena resuelta los dueños de Renault 12, y habitantes de una cómoda casa cuya cocina tenía azulejos con manzanitas.
En los recreos, mientras los varoniles profesores de Taller se reían de la falta de habilidad de "estos negros" para hacer una budinera de hojalata, Azcona nos comentaba a Lidia y a mí que Quique, el asmático, había dibujado un dragón saliendo de un huevo que era impresionante. Y que él le había pedido que lo pintara, pero como Quique no tenía lápices de colores, él le había traído sus Caran d´Ache, que habían sido devueltos al día siguiente con la correción de un caballero inglés.
Azcona, además, pintaba.
Pintaba frutas. Bellas frutas de colores exagerados, como el celeste de sus ojos y el anaranjado de su pelo, como el verde de sus pantalones y el amarillo de su campera.
A veces exponía, otras veces los vendía entre sus amigos.
Los viriles profesores de Taller sólo se dirigían a Azcona para hacerle preguntas impúdicas y soeces mientras se guiñaban un ojo entre ellos y fingían disimular la risa saliendo para la puerta tapándose la boca con las manos. La boca sucia y deshonesta, la boca inútil, la que nunca decía cosas interesantes, ni cordiales. Esa boca se tapaban, mientras los más burlones lo inquirían:
- Che, Azcona.... lo que más te gusta pintar es la banana, no?-
Y el ruido, el aullido de las risas frente a la cara de Azcona que pintaba bellas frutas y les llevaba a los chicos reporducciones de Brueghel.
-¿ O berenjenas?-
Y las hienas caminando agazapadas frente a la presa que no se defendía. Sólo sonreía y respondía a sus preguntas, con los ojos muy celestes, con las manos delicadas de artista, con sus hojas número 6 llenas de dibujos coloridos de los que iban a comprarle cigarrillos al profesor que tenía un Renault 12 al que trataba con más afecto que a otro ser humano.
-¿ Y de qué color las pintás, Azcona? ¿Rosadas?.... A las bananas, digo.....- y más estruendo de risotadas de hienas, de cuervos, de mediocres, de estúpidos mediocres que seducían a las jovencitas más avispadas , mandaban a comprar cigarrillos y les robaban a los chicos los sandwiches de mortadela que mandaba el Consejo Escolar.
Un día, Azcona renunció.
Y ellos, los abusadores de poder, los ladronzuelos, los simios semianalfabetos, se preguntaron ese martes:
- Uh... renunció Azcona. ¿Y ahora de quién nos vamos a cagar de risa?-

24 de junio de 2010

algunos poemas minúsculos


I- El escritorio

Desde su sitial, con el ceño lleno de sombra,
no era aquél
no lo era....
¿El que tenía la voz de Zein Alazman?
¿El que ponía los ojos de Mandinga?
No... No era
La miraba, y ella iba sintiendo
que se iba transformando en agua,
en un objetito callado,
que su peinado era inoportuno
porque...
¿Cómo peinarse para ir a pedir perdón?
¿Cómo mirar?
¿Cómo atreverse a decir que no, que no quiso, que le salió,
que ojalá no hubiese sucedido lo que ya ni recuerda?
Él la miraba, y ella se perdía en los lomos de los libros
que, como lobos australes,
vigilaban que no se moviera del asiento
en el que sus piernitas colgaban
y después, sólo después,
le hormigueaban
"La carga de la Prueba",
" La España Musulmana"
" Vidas Paralelas"
y ella ya no lo escuchaba,
sólo necesitaba
salir de allí,
aplastarse como las flores en medio de las páginas
desaparecer
no haber sido nunca
y entonces,
entonces lo decía.
Pero....
" Vaya hija, usted no está verdaderamente arrepentida"




II- Presente imperfecto compuesto

Esos dos
que ahora no se conocen
se han incriminado en lesiones
en los limites moribundos del horror
han caminado el túnel lóbrego
de un tren fantasma
que la kermesse olvidó de retirar
han mirado un espejo quebrado
por el golpe solitario e inútilmente teatral
de un zapato
contra el azogue.

Pero esos dos
conocieron menos palabras de alfanjes certeros
cuyo hundimiento significaba errar como un ciego
supieron no haber torpemente triunfado
vociferando,
mientras la soga
se iba anudando, como una serpiente,
en el cuello.

III- Papeles de recién nacida

A despertarme en un ataúd
acolchado, de colores tenues
que nadie puede mirar
sólo yo porque estoy de ese lado
A escuchar el relato de
la muerte lenta y agónica
que los ahorcados cuentan
en el Infierno
A ser condenada a muerte
y quedarme hasta el fin de la sentencia
sin haber entendido que era
mi propio nombre el que sonaba
A ver el espejo redondo
perfecto
y monstruoso
de la verdad sobre mi propia vida
A cartearme con engendros
que llegan caminando desde el más allá
y me recuerdan
los hechos más vergonzosos de mi historia
aquella maldad, aquel acto innoble
aquel dicterio contra la naturaleza misma del amor
A comprender,
en el ataúd, en el Infierno, en la sentencia
en el espejo, en las cartas
en lo hechos
que yo y sólo yo
puedo ser quien libere el desatino.....

IV- poema en minúscula

chicas con hot pants
bailando en cronopio
(todo con minúscula,
porque es en voz muy baja)
naranjas reventadas
abajo de las ruedas de Peugeots 404
bombitas de agua sólo a la siesta
espuma en los ojos antes de la medianoche
chicos que escuchan discos en garages
y leen las tapas, y buscan ser Fogerty,
y creen que esa tarde en el asalto
van a sacarla a bailar
por lo que se perfuman con Krandall´s
y se ponen una Lacoste y un pantalón
de Eduardo Sport
y a veces, sólo a veces,
se engominan el pelo peinado para atrás
(suenan ametralladoras, suenan bombas,
hay olor a muerte fresca,
pero ellos son aún inocentes
y creen que el más atroz malvado
es Nicola, o Dispinzieri, o Vapore....)

¿qué tiempo es el tiempo que nos llevó
de la ciudad de nombre soñador
a la ciudad de los muertos con esquirlas?
¿qué cometa, qué eclipse de sol, qué fin del mundo
nos tabicó,
nos trasladó,
nos liberó tras la feroz tortura?
¿por qué no gritamos?

El tiempo es un monstruo voraz
que se ríe
desde el fondo oscuro del espejo

16 de junio de 2010

JUAN DE LA COSA


Pasa por las veredas extrañas de la Plaza, y ve a una nena que, llena de cuadernos, va a Inglés.
Es una nena extraña, con una colita prolijamente armada con dos bolitas transparentes rojas. Parece que está siendo protagonista de una película, porque salta y canta las canciones de "Melody", que ha visto en el Cine Universal, cuyo resultado desastroso fue creer que Londres era mucho más lindo que Azul o que Mark Lester debería vivir cerca de su casa e ir con ella a la escuela.
Le dan ganas de decirle que Mark Lester no hizo nunca más una película como "Melody", que luego se puso desgarbado y que nunca más se supo de él, pero la nena de pronto aparece con un pantalón de piel de durazno rosado y una remera celeste. Ya no tiene la colita. Ahora le cae un pelo casi colorado y tiene muchas pecas.
Se ha enamorado.
Pero ahora, de un ser humano de verdad, que nada en el club, rema, corre, y se junta con los chicos más populares. Tiene dos años más que ella, pero ni la mira.
Y la coloradita va ahora a las siete de la tarde a Juan de la Cosa, junto con sus amigas, a tomar gaseosas y fumar, mientras hacen un juego rarísimo en el que deben hacer caer una moneda quemando una servilleta arriba de un vaso, pegada con saliva.
O, una vez encendido el cigarrillo, manosear el filtro para ver qué letra les sale.
Tampoco le dice que la letra que le sale, que es siempre una G, no es de Guillermo.
La chiquilina con pecas y pelo lamido escucha cómo sus amigos le aseguran como si se tratara de una verdad revelada, que él la mira siempre que están en el club, y ahí mismo, en Juan de la Cosa.
Ella pretende advertirle que no es necesario exponerse de ese modo, porque le ha tomado una ternura urgente. Le hace acordar a su hija, a sus alumnas.
Hay algo diferente entre éstas, su hija y la muchachita. Se le antoja más desvalida, más sola en sus curiosidades, bastante más lastimada.
Alberto Uhalde le dice que él es amigo íntimo del chico a quien la pecosita ama, y que le va a preguntar como cosa de él si.....
No lo hagas, piensa ella.... Pero la chica se entusiasma, y entendiendo que se está jugando la vida, le da el visto bueno a Alberto Uhalde, que con catorce años, ya toma whisky, nació en noviembre como ella, y las madres los llevaban en los cochecitos juntos al club, por lo que confiar en él es como confiar en su hermano.
Ve cómo las amigas le hacen un extraño rito de espera de lo que será algo así como la entrada al paraíso cuando Albertito venga con la noticia de que Guillermo la ama tanto como ella, por lo que serán novios para siempre.
¿Para qué hiciste eso?- quiere preguntarle..... pero la chica ya está viendo que Alberto Uhalde pasa para la puerta de Juan de la Cosa como un detective en misión secreta, y que ante sus ojos interrogantes y suspicaces de la respuesta , él hace un gesto negativo con la cabeza.
Tiene muchas ganas de abrazarla, porque adivina que Claudia tiene ganas de llorar. Pero la ve que comienza a reír con las amigas, olvidando el suceso y buscando otras caras que mirar, por lo que se retira, mientras la chica lee el papelito que le ha aparecido en la mano:
Vas a ser muy feliz, te lo prometo.......

22 de mayo de 2010

INFORMES PRESTIGIOSOS


Dieguito es pequeño. No debe medir más de 1m.50. Tiene gestos de niño, manitos de armadillo asustado, y una voz desafinada que pugna por volverse grave, pero que si suena en el teléfono, es confundida con la de su madre.
Tiene catorce años, pero parece tener once.
Sistemáticamente, año a año, sus compañeros han crecido.
Nicolás hace remo, y está formando sus músculos del brazo. Enzo juega fútbol, por lo que sus piernas se han fortalecido, asomando en ellas, además, un vello suave que las cubre. Juan Cruz ha besado a una chica, Agustín ganó una medalla en salto en alto. Ignacio se ha puesto un piercing.
Pero Dieguito recién ha aprendido a atarse los cordones sin ayuda hace tres años, ha cruzado la calle sin peligro de ser arrollado por un auto desde hace un año, y ha dejado de ver super héroes japoneses este verano.
Siempre le ha ido mal en el colegio.
Sus padres están agotados de escuchar informes de todo lo que Dieguito no puede hacer.
Desde que empezó la escuela, han escuchado de sus maestros que no puede decir los colores, no puede escribir su nombre, no puede copiar del pizarrón, no puede terminar sus tareas, no puede comprender, no puede hacer cuatro operaciones matemáticas.
Y entonces sus padres consultan qué hacer en instancias mayores.
Despiertan a Dieguito a las ocho durante todos los días del verano para ir a la psicóloga, a la psicopedagoga, al neurólogo, y a las maestras particulares que mientras lo dejan calculando en una hoja cuadriculada y solitaria, se ocupan de otras cosas.
Luego, cobran su hora.
Pero él no crece, no tiene voz de hombre, no rema en el club, no mira a las chicas, no se ata los cordones.
Dieguito entra a la Secundaria, y el problema se agrava.
Su madre envidia a las otras mujeres que se quejan de que sus hijos “son capaces pero vagos, así que ahora los van a matar y los van a dejar sin play, sin computadora y sin salir.”
¿Qué va a hacer ella con Dieguito que ha estudiado durante dos meses todos los cuentos que ha dado la profe de Literatura y no se acuerda ni siquiera de haberlos leído? ¿Qué puede sacarle como castigo? ¿Las series japonesas que mira por Televisión?
Entonces deciden seriamente consultar con una Institución prestigiosa, cuyo equipo de profesionales observa al chico, lo citan varias veces en tres meses y dan su veredicto.
“ En resumen, Diego es un niño de catorce años quien fue derivado a T.O por la Doctora Barreda, para recibir una evaluación con el fin de conocer su perfil ocupacional.
Acorde a los datos obtenidos a lo largo de esta evaluación, …..desempeño ocupacional diario levemente descendido ……. cuidado personal en cuanto a la cantidad de asistencia que necesita.
Así mismo, su desempeño y participación escolar ….. descendidos en relación a lo esperado para su edad, …….. dificultad en la legibilidad y velocidad de su escritura manual…… temeroso…. Estos niños…. Suelen…. Exposición….tratamiento de …. Frecuencia…. Tiempo de observación…. Especial…..”
Resulta imposible leer de corrido la devolución de los exámenes de Dieguito. Sus padres quedan anonadados, abrumados y culpables de haberlo expuesto a la presión de ser como los demás.

Sin embargo, Dieguito pasa de año, porque un informe de este tipo logra que los profesores y la Escuela decidan que, aunque no escriba ni una sola palabra, tendrá un cuatro en los reiterados exámenes de diciembre o febrero a los que acude con una regularidad estoica, siempre sonriente.
Y en tercer año se encuentra con la profesora más dura que pudo haber encontrado.
Es una mujer con formación clásica que da clases expositivas con un caudal de información que deja a sus alumnos siempre con la idea de que ella ha sido contemporánea de lo que explica.
Todos en el Colegio dicen que es excesivamente exigente y que las lecturas que encomienda son indescifrables.
Dieguito y sus padres se preguntan cómo hará este año para leer lo que pretende esta mujer, de acuerdo al informe de la Institución prestigiosa.
Los nombres solamente asustan: Aristóteles, sofistas, Platón, mitologema, Escila y Caribdis, Gens Iulia, Romanticismo Social, Teatro isabelino manierista…..
Esta mujer es soberbia, y muchas veces ha descreído de informes , guiándose exclusivamente por su olfato y por su experiencia.
Hay algo en la sonrisa del chico que la convoca, y le exige más. Habla con la madre, le escribe en el cuaderno de comunicados, la emplaza para que lo ayude en la lectura de resúmenes que ella misma prepara.
Y al fin del trimestre, Dieguito llega a un 6,66 de promedio.
Ella siente que ha cometido un error, puesto que le ha encargado una lección para llegar al siete, y él ya lo tenía. Se piensa omnipotente y que ha lastimado a un ser vulnerable, que necesitaba otras respuestas.
Pasa el peor fin de semana de su vida. No puede sacarse de la cabeza la sonrisa infantil y la idea de que debería haber chequeado, debería haber sacado bien sus cálculos.
Cree que la madre llegará de improviso a pedirle cuentas por no haber reconocido el esfuerzo familiar y que tendrá con ella un enfrentamiento.
Ha tenido jaquecas, insomnio y un extraño vacío e el estómago que provocó discusiones en su casa, invectivas a sus hijos y un raro silencio en el que se sumió antes de entrar al aula de Tercero C, el día del examen.
Ella es honesta, por lo que cuando llega a su nombre le dice displicentemente:
- Dieguito, vos llegás al 6,66, por lo tanto ya tendrías el 7 – y después de una pausa, se le ocurre algo. – Fijate cómo creo que ya sos un hombre, que te voy a dejar elegir de acuerdo a tu buen tino…. ¿Considerás que tu desempeño en el trimestre amerita que no rindas, o creés que deberías sostener ese 6,66 y no dejarlo en la mediocridad, dando una lección que me deje pasmada?-
Dieguito sonríe (siempre sonríe), y como el día que pasó el cordón derecho sobre el izquierdo comienza con una voz diferente:

“La tragedia griega proviene de los ditirambos, que eran himnos en honor al Dios Dyonisos, el dios de la fecundidad, del vino y del desenfreno…..

Cuando termina de hablar, ella mira por encima de sus anteojos a los compañeros que han quedado suspensos, y desafiando todas las leyes de la pedagogía moderna, sólo les aconseja:

- Aprendan-

26 de abril de 2010

RECUERDOS DE BOSSA NOVA


Era evidente que el año 70 no iba a traer para la Argentina tan sólo la caída de Onganía.
Para mi familia trajo aires renovados, que se traducían en discos simples de Pedro y Pablo escuchados por mis padres con énfasis en reuniones ahumadas de amigos.
Finalmente, no tenían más que 40 años, por lo cual ahora, con casi diez años más que ellos, comprendo ese ahínco por no perder el tren de la juventud, acto desesperado que, a la postre, les salió bastante bien.
En esos raptus de modernidad, mis padres salían con amigos en las noches de Azul, o los recibían en mi casa, mandándonos a los niños a dormir con el previo saludo a los huéspedes casi a la manera de los Von Trapp.
Sus amistades, por otro lado, se hacían cada vez más sofisticadas, más izquierdistas y revolucionarias, pero con un dejo mundano que se encarnaba especialmente en la figura de María Olinda Alves de Soûza de Aredes, una brasileña esposa de un hacendado, cuyo matrimonio, obviamente, no prosperó.
Nunca supe bien cómo era posible que una diosa carioca como María Olinda se hubiese fijado en Aredes, pero así y todo tuvieron dos hijos a los que les enseñé a leer de corrido mientras jugaba a la maestra.
María Olinda tenía todas las virtudes que fascinaban a mis nueve años de chica que presagiaba el modo de ser con el que se conformaría en su adultez.
Manos distinguidas con anillos, una boca de camionero y acento extranjero, que aún hoy se empeña en conservar. Hablaba francés y había viajado en avión tantas veces como nosotros en auto a Córdoba, por lo que mi amor y admiración por ella fueron prosperando casi hasta la noción de que era mejor que cualquier tía que tuviera.
Cuando dio a luz a su segundo hijo, llegó desde Brasil a Azul su hermana con dos niñas que traían trajes de baño nunca vistos, sandalias romanas y vestidos de Lacoste que me insuflaron ya sentimientos contradictorios entre la hospitalidad al extranjero y la envidia más indecorosa . He llegado a sentir infames celos cuando hablaban entre ellas y cuando se querían hacer entender por los demás, lo cual les daba un aire encantador al abrir los ojos pretendiendo explicar que querían saber dónde estaba el baño.
Una noche, hicieron en el campo de unos amigos una despedida para las visitantes, ya que había pasado un mes desde que habían llegado, quitándome todo protagonismo del que yo era, hasta allí, dueña y señora.
Los chicos tienen la frescura de pasar del odio más ignominioso al amor más desasosegado, traducido en la palabra más humillante que mi madre nos endilgaba cuando estábamos contentos: “ Enchusquecido”, por lo que yo pasaba, día a día, de la impaciencia al enchusquecimiento sin solución de continuidad.
Esa noche, Mónica y Marta, las brasileñitas que me corrían del centro, se pusieron a cantar y bailar bossa nova, al ritmo de las palmas de todos, que las asaetaban de modo innoble para disfrutar con sus monigotadas, mientras yo me deshacía de envidia en un rincón.
Nunca fui muy quedada en mis reacciones, pero tampoco fui indiscreta, por lo que apenas escuché una voz de ánimo: “¡ Dale, Claudia, vos también!”, me puse a bailar frenéticamente al compás de una mala versión de “ Qué maravilha”, en la que, recuerdo como si estuviera viéndome, hacíamos un movimiento estúpido de brazos nadando por arriba de la cabeza.
Sin embargo, creo que estaba pletórica del éxito que había cosechado en mi incursión al aprendizaje de los secretos de la Musa Terpsícore, por lo que, desde ahí, amé a mis amigas brasileñas y creo haber recibido una o dos cartas con sobres casi transparentes que rezaban la excitante leyenda: “Par Avion”.
El caso es que llegó el otoño, las clases, mi hermana menor y la muerte de mi abuelo, por lo que mi tercer grado no fue de aquellos inolvidables, sobre todo por la maestra, que era una horrible gorgona con la encía demasiado ancha para los dientes, y que siempre tenía algo para decir de mis comentarios o mis movimientos hacia atrás en el pupitre. Jamás me he sentido tan poco amada por otro ser en la tierra, con dignas excepciones, que no serán nombradas aquí.
Una tarde, casi a la salida, mientras ya guardados los útiles en el portafolios esperábamos el toque de timbre, la Señora de Serrao preguntó, con aquella voz estridente de maestra con bellos zapatos que toma pastillas para la garganta, si había algún alumno que fuera extranjero.
No sé, todavía hoy, por qué razón mi boca moduló y largó peligrosamente “Yo”.
Yo era mentirosa pero no era estúpida, por lo que recuerdo habérselo dicho en voz muy baja a Cecilia Aristu para ser admirada en silencio, pero ella insistió, de acuerdo a la gravedad del caso:
- Dale, decile a la señorita-
Me martillaban las sienes las palabras de Cecilia, sobre todo porque tenía conciencia de que la mentira iba a llegar a oídos de mis padres y todos iban a conocer mi secreto de chica embustera, pero era impensable para mí decir que era un chiste, o salir de un modo más airoso de la situación, por lo que, jugándome el todo por el todo, me levanté de mi pupitre de madera, y alcé la mano trémula.
- ¿ Vos? – dijo con el desprecio natural que se notaba que le producía mi menuda presencia de pizcueta - ¿ Y dónde naciste vos?-
Muy compuesta, digna hasta la muerte, convencida ahora de que mi papel debía ser sostenido hasta la caída del telón, aclaré:
- En Brasil-
Sólo esos minutos de gloria, en que todos mis compañeros me miraron con una pasión desconocida, justificaron la peor mentira que he dicho en toda mi agradable existencia.
La mirada de incredulidad de la Señora de Serrao, la consecuente consulta que tuvo con la maestra de segundo grado, amiga de mi madre, y las seguras risotadas con las que habrían festejado mi desvariada intervención, poco me hicieron mella en el corazón de actriz consumada, porque por un minuto, cuarenta y cinco chicos y una adulta, creyeron que había nacido cerca del Corcovado, y bajo la presidencia de Juscelino Kubitschek

19 de abril de 2010

LOS ENCANTOS DE BRAMOSO


¿Quién puede imaginar a Jorge Luis Borges, deseando con fruición tocar a una mujer que lo provoca sólo con su nuca vista desde atrás?
¿ Quién supone posible la mirada entornada del amante en los ojos de José de San Martín?
¿ Quién se atreve a bajar a Carlos Gardel del pedestal de la Chacarita, para situarlo en la vida real, persiguiendo una sombra que lo envicia y le impide el canto y la filmación de películas con Tito Lusiardo?
Yo hube de tener ésas y mayores decepciones en la vida el día en que mi padre me contó, bajo el tilo de la quinta patriarcal en el que nos sentábamos a tomar un jerez con almendras en los mediodías de los años ochenta, su primera declaración de amor.
Lo imagino con la misma cara de la foto de comunión, con la gomina acucarachándole el pelo negro y los ojos vivos de futuro agnóstico, salvo que al compás de "Nieblas del Riachuelo", y con un guardapolvo almidonado por las manos generosas de mi abuela y las órdenes de pertenencia al saber enciclopédico de mi abuelo.
Lo imagino mirando la nuca de la niña que en esos momentos en que él se sentaba atrás de ella, al modo sarmientino de las estampas antiguas, bajaba la cabeza virginalmente para pintar un mapa, mientras mi padre se deshacía de deseo y no encontraba el modo de hacérselo saber, lo cual parecía, para él, más que imperioso.
Y la ternura del ensueño se quiebra en una carcajada incrédula cuando revivo el ceño adusto y el alma en vilo de aquel niño que suponía que en el papel en el que le escribió : " Che, Bramoso, te invito a la salida a ver una perra con tetas gordas", iba a desmayarla de inflamado deseo, acompañada de cierta tirria hacia Delia Bramoso, quien, para cortar toda relación con el temerario Don Juan, le contestó, por la misma vía y sin siquiera cambiar el papel, como si se tratara de un ejercicio lúdico de escritura surrealista:
" Che, Ortiz, no seas asqueroso"

12 de abril de 2010

GESTOS MEDICINALES


Mi padre era un muchachito extraño.
Fue llamado a ser desde Presidente de la Nación para arriba, desde genio de las Ciencias Exactas hasta Premio Nobel de Literatura, desde campeón de la Oratoria hasta libertador de pueblos.
Era mi abuelo quien probablemente haya visto en el pequeño bulto blanco nacido en la Calle San José, el elegido que lo elevara a las encumbradas posiciones que él solo no había podido escalar hasta los veintiséis años.
Por lo tanto, delante de la familia numerosísima que cohabitaba en una casona porteña de principios del Siglo XX, le pedía que solucionara cálculos matemáticos vertiginosos, cuyos resultados el chiquito, a la sazón de cinco o seis años, pronunciaba con la voz extravagante de los sacerdotes apolíneos, una vez que emergía su cabecita de los brazos en los que se sumía, acaso para buscar en su cerebro los corolarios, o para clamar, de algún modo, la liberación de la exigencia de ser siempre perfecto.
Por ello, o tal vez por que en su genética confluían sangres de todos los rincones del Orbe, padecía de curiosos males.
A veces sentía que su cabeza era inundada de una corriente eléctrica a modo de los pies que se duermen cuando se ha estado sentado en el inodoro durante más tiempo del acostumbrado. A veces, que debía alejar de su ser algo que lo atrapaba y lo dejaba extático en razón de esa electricidad.
Nunca esos síntomas tuvieron una razón concreta, pero a él lo volvían inerme frente a su aparición, por lo que imaginaba defensas que, al menos, le calmaran la angustia de sentirse poseído por algo cuyo origen desconocía.
Una tarde, iba junto a mi abuela en el tren, frente a un soldado conscripto que regresaba seguramente a su casa después de la rutina del cuartel.
Mi abuela contó, muchos años después, que ella vio con espanto cómo el conscripto se quedaba directamente hipnotizado clavando los ojos impúdicamente en los gestos de orate que mi padre practicaba para alejar sus síntomas confusos.
El conscripto clase 1920 veía que el niño sentado enfrente a él, vestido con una camisa blanca y un pantalón corto color gris, movía a un lado y al otro la cabeza intermitentemente y cerraba los ojos con la fuerza de quien se obliga a dormir, gestos a los que agregaba una apertura descomunal de la boca con la lengua fláccida acompañando el movimiento compulsivo de la cabeza, todo lo cual a él lo convencía de que estaba alejando su parestesia craneal, además de una enojosa paspadura de labios, que junto a las boqueras y las llagas, avisa a los niños extraños nacidos en los años veinte que están llegando a la pubertad.

(Para ese chiquito nacido en los años veinte, mi papá)

2 de abril de 2010

EL DEDO EN LA BOCA


Quien no haya escuchado con once años el relato de un Juez Penal acerca de un crimen sucedido veinte años atrás, no sabe lo que es el miedo.
Mi padre, a pesar de ser Juez, era pobre. Por lo tanto, nuestras vacaciones dependían en su mayoría, de las dádivas de algunos parientes ricos o de algunos amigos.
Ese año, fuimos a pasar unos días a un departamento en Necochea que alquilaban unos amigos de mis padres, en el que, además de sus cuatro hijos, estábamos nosotros, que éramos cinco, y una amiga de los matrimonios, que siempre regresaba de la playa al grito de "¡Yo primera!", y se abalanzaba sobre la puerta del baño, cosa que mi madre nunca perdonó y es el día de hoy que lo recuerda, aunque han pasado ya casi cuarenta años. Su recuerdo viene sazonado, además, por un comentario entre dientes "mhhh, qué antipática".
Las noches en el Departamento eran gloriosas. Nos apretábamos ocho chicos en cuatro sillas y accedíamos a escuchar las conversaciones de los adultos, que en ese entonces, eran interesantes.
Una noche, Beto Uhalde, el anfitrión amigo de mi padre y que compartía con él la profesión de Juez, relató algo que me mantuvo en vilo y con la boca abierta durante toda su elocución, que iba demorando con ojos taimados para que su fin tuviera un efecto a lo Poe.
Era un ladrón que había entrado en un campo durante la noche, y había sido sorprendido por su dueño en medio de su fechoría, por lo que el ladrón lo pasó a mejor vida con un escopetazo en el pecho.
La descripción de Beto era escalofriante, porque incluía todo lo que un muerto por" arma de fuego", (incorporaba términos de las pericias que hubiera leído, con toda frescura, y yo me retorcía en la silla de terror con lo anodino del vocablo), podía atraer.... hueco sangriento, manos agarrotadas, caída hacia atrás por la fuerza de la bala....
Pero de pronto, contaba Beto, él mismo había mirado agachado al occiso con detenimiento y le había comentado al Comisario:
- ¿No le ve un gesto raro?-
-¿ Qué gesto?!- tercié yo, seguramente con los ojos más abiertos que nunca y con un escalofrío de horror
Y él (no lo olvido) extendió en una sonrisa sin júbilo sus labios y cerró los dientes recreando para mí una calavera, con una sola palabra:
- Así - y quedó un rato con el gesto, mirándonos a todos. Mi padre me aterrorizó mucho más con su intervención aclaratoria:
- Claro... el "rictus mortis"
- Exacto- aceptó Beto, y luego siguió - Cuando le abrimos la boca entre tres personas, porque ya estaba rígido, le encontramos... un dedo -
Mientras yo creía que Beto Uhalde se me aparecería esa noche con el dedo del ladrón en la boca y el rictus mortis de sonrisa de calavera, mi padre agradeció el dato:
- ¡Qué prueba! ¡ Las huellas dactilares!-
Eso fue el colmo.... Imaginé un séquito de policías que le tomaban huellas dactilares a un dedo solitario, cercenado de la mano de su dueño, y casi creo que comencé a llorar.
Que finalmente lo encontraron escondido tras unas totoras con una mano envuelta en una toalla sangrienta no fue para mí más aterrador que imaginar a un hombre que está por morir, y sin embargo, tiene la fuerza violenta de morderle un dedo a su asesino.

28 de marzo de 2010

DE PRÁCTICAS HECHICERAS



Mi madre debería haber nacido médico. Desde la cuna, nomás, así como Atenea que surge armada de la cabeza de su padre, ella debería haberse manifestado con un ambo y un estetoscopio, pues tenía el don de diagnosticar todo tipo de enfermedades. Y luego de su diagnóstico, tenía la costumbre de aplicar las medicinas que ella considerara apropiadas, de acuerdo a las épocas y a los conocimientos que hubiera adquirido con el tiempo. En aquellos años en que vivíamos en la Calle San Martín y Maipú (nunca supe por qué en las conversaciones familiares, aquella casa de la primera infancia se menta con sus coordenadas precisas), mi madre era una férrea simpatizante de tirar el cuero y de colocar enemas tanto a mi hermano como a mí, apenas vislumbrara que estábamos inapetentes o que vomitábamos algún alimento que nos hubiera caído mal. Tirarnos el cuero era para ella un trámite de lo más enojoso, puesto que prácticamente debía domar potrillitos salvajes que gritaban y se retorcían como pequeños númenes indómitos mientras ella nos sujetaba al sillón con sus piernas con un sincero sentido del deber materno, gritando a su vez y convirtiendo la noche (estas sesiones de tormentos se sucedían extrañamente en la noche) en un aquelarre del que Margarita era testigo apretando sus labios en señal de angustia. Pero colocarnos enemas era directamente un martirio de la época de los primitivos cristianos, un suplicio inquisitorial, una inmolación a las manos de una especie de sacerdotisa de Satán, auxiliada a regañadientes por Margarita, quien no acordaba con los métodos, pero servía como una estatua en un templo las intenciones de sanación que mi madre suponía en consonancia con la ciencia empírica y las recetas familiares de sus mayores. Lo peor, es que se le ocurría que los dos debíamos ser sometidos al tratamiento, de modo que primero a mi hermano y después a mí, nos largaba mientras cenábamos:
- Les voy a tener que poner una enema. Están trancados- dicho lo cual se ensombrecía el comedor diario y las esperanzas de ser felices algún día. La enema consistía en un jarro enlozado celeste y negro en el que se ponía agua jabonosa, una manguera color ladrillo y el vergonzante adminículo del que no quiero ni recordar su aspecto, pues siento que mi cabello se va erizando lentamente con el transcurrir de la memoria. El jarro debía ser colocado en un lugar alto, y ese lugar era el brazo extendido de Margarita, quien como una auxiliar de enfermería, lo sostenía hacia arriba hasta que terminaba y nos sujetaban en el sillón hasta correr llorando hasta el baño. Una noche, mi hermano era la víctima del trajín, y mientras mi madre le suplicaba que se quedara quieto, Margarita, atribulada frente a sus gemidos y nerviosa frente a la situación que debíamos vivir, suponiendo acaso que al inclinar el jarro ligeramente hacia la izquierda, el líquido pasaría más rápido, se volcó completamente el agua jabonosa en su cabeza, prefiriendo, en su alma noble, terminar las prácticas hechiceras a fuer de quedar ridiculizada por el resto de su misericordiosa vida.

MALDAD


Confesaré que he sido mala.
Todos guardamos con recelo miserable un secreto, que de divulgarlo, la imagen que el resto del orbe mantiene de nosotros, se resquebrajaría como un papiro al que se le volcara arriba un brebaje ardiente.
Alguno se ha metido el dedo en la nariz y luego a la boca, otro ha pegado el deshonesto producto abajo del pupitre, otro ha pellizcado con las uñas a su hermanito bebé…….
Yo no.
Yo contagié de un enojoso mal al ser más bondadoso de este planeta.
Y confesaré, que lo hice con toda la mala intención de que es capaz una chica de ocho años.

Cuando tenía esa desafortunada edad, me la pasaba enferma. Apenas mi madre me tomaba la fiebre con una especie de beso en la frente, y dictaminaba que lo estaba, se interrumpían todas las actividades que estuviera disfrutando en ese momento y se me recluía arriba, donde estaban los dormitorios, mientras toda la familia se reunía para la cena, cuya felicidad se me antojaba mayor, a medida que escuchaba sus voces ahogadas y el ruido de los cubiertos que llegaban asordinados hasta mi claustro.
Lógicamente que me aburría como un hongo, porque en 1969, nuestro televisor era una caja monumental a la que llegaban imágenes que había que adivinar entre una suerte de tormenta de pequeñas hormigas.
La lectura se me hacía imposible a causa de la fotofobia que aún hoy me acompaña cuando tengo ocasionalmente fiebre, y nadie, absolutamente nadie, me hacía compañía.
Por lo tanto, me entretenía abriendo y cerrando los dedos en una figura de romboide que devenía en triángulo hasta terminar en un punto, una y otra vez, hasta que recorría con mis ojos abrasados las flores del empapelado verde y amarillo.
Luego, tal vez dormía. A veces dibujaba y otras veces recortaba figuritas.
Esa reclusión se tornaba más auspiciosa cuando sentía los pasos de Margarita que iban creciendo por la escalera, pues yo adivinaba la mesa de cama con los manjares que a Isidoro Cañones le llevaba el conserje francés cuando acompañaba a Patoruzú en sus estancias en Buenos Aires.
Cuando tuve paperas, el médico diagnosticó que me había tomado levemente, por lo que sólo tenía un poco de fiebre y un poco inflamado el cuello. Sin embargo, mis padres me dejaban en la cama hasta que, según las costumbres tradicionales de la familia, estuviera un día entero sin fiebre en la cama, con la consecuente hiperactividad que un niño restablecido de una enfermedad benigna, puede desarrollar estando en cama durante seis días, ya pleno de energía y vitalidad.
Un mediodía, después del almuerzo, Margarita entró en el cuarto a buscar los restos del postre, que consistía en naranjas cortadas con azúcar arriba.
Yo tenía la costumbre, en aquellos tiempos, de comer la naranja hasta que llegaba al hollejo, luego de lo cual, directamente las escupía en el plato, habiéndoles extraído el zumo y el sabor, tal cual como si fuera un chicle.
Ese día no había comido todos los trozos cortados, por lo tanto habían quedado mezclados en el plato tanto los originales como sus cadáveres mustios.
- ¿ Querés este pedacito?- le dije con toda la dulzura de que fuera capaz, enarbolando con el tenedor una naranja masticada.
- No, gracias – me contestó sonriendo.
Mi experimento peligraba, de modo que hice un mohín de tristeza frente al supuesto desprecio que recibiera de ella y acometí:
- Ay…. ¿ Me tenés asco?-
La piedad y humanidad de Margarita nunca tuvieron parangón en este mundo, sentimientos estos que la hicieron arrebatarme el tenedor para demostrar su amor incondicional hacia mí y metérselo en la boca, inundando su organismo del virus y respondiendo tiernamente:
- ¡No, mi amor! ¿ Cómo te voy a tener asco?-

Cuando me reincorporé a la escuela, Margarita había caído presa de la parotiditis, que, en su caso, la hizo delirar de fiebre durante una semana y le deformó la cara, el cuello y los ojos, llegando a parecer un monstruo, a causa de la virulencia con que en cada persona se presenta esta alteración.

PASAR DESAPERCIBIDA





Cuando era muy chica, ensayaba extraños gestos frente al espejo del baño.
Abría los ojos desmesuradamente, encogía los hombros como si no tuviera cuello, sonreía sin dientes, sonreía con dientes, echaba la cabeza para atrás, y terminaba el rito con un anómalo adelantar de mi mandíbula , como si sufriera del incómodo prognatismo, finalizado lo cual, me retiraba y apagaba la luz.
Ese gesto me resultaba el más alejado de mi cara, que según mi madre, era una de las más bonitas que había visto en la vida, asegurando categóricamente que era más bella que la suya, lo cual era, para mí, una enormidad y un treparse muy de a poco en la escarpada colina del narcisismo más feroz.
Al percibirlo otro, entendía mi mente simple que si esa cara horrible aparecía frente a los vecinos que me conocían desde el mismo día de mi nacimiento, nadie me reconocería, por lo que a veces iba a la panadería o a la verdulería a hacer alguna compra y terminaba con la carretilla como si hubiese estado en el consultorio del dentista con la boca abierta durante dos horas, en razón del dolor óseo que me provocaba tal anormalidad en el encaje con que los huesos habían hecho su noble tarea de acomodarse dignamente.
Una tarde, Margarita me pidió que la acompañara hasta el kiosko que distaba una cuadra de mi casa, y al que yo acudía cada tanto para comprar caramelos Bandolero, golosina que a mi hermano y a mí nos llevaban al placer más exquisito, mientras leíamos las " Correrías de Patoruzito" abajo del hueco que tenía el escritorio de mi padre.
Nunca tuve una noción demasiado estricta acerca del dinero, y aún hoy me gustaría no carecer de ella, pero en la infancia, anhelar caramelos Bandolero o chicles Yum Yum no era tan grave como para no solucionarlo pidiendo fiado al kioskero que era tan conocido como un tío.
Fue así que, mientras caminábamos por una desierta calle Colón a la hora de la siesta, recordé que debía dos pesos, seguramente moneda nacional, a aquel Gepetto cuyos escaparates exhibían todo lo que a un chico de siete u ocho años lo puede inclinar peligrosamente a la estafa más sucia.
Como para mí Margarita era una presencia muy similar a la de mis padres en esos eventos en que debía confesar alguna travesura que tenía muy poco de inocente, callé mi deuda, y entré en el kiosko con la cabeza alta, deformando mi cara en aquel gesto torvo que seguramente me escondería de mis obligaciones, tal como si fuese un espía que en un aeropuerto se coloca una peluca y se calza lentes de contacto de otro color que el de sus ojos.
Tan segura estaba de mi estratagema, que, además, hablé, con una voz extraña que surgía de aquella deformidad que mi cara denunciaba, sin sopesar que no era necesario llevar el acto hasta las consecuencias más punibles.
Cuando Margarita escuchó mi voz, ´dirigió su cabeza hacia mí casi con espanto:
- ¿ Qué te pasa, che?-
Yo comencé a sudar frío, porque en realidad no era ésa la reacción que esperaba, sino que creyera que estaba otra persona a su lado, del mismo modo que el kioskero, quien con un ligero tono socarrón, me miró y me largó un fatídico enunciado:
- ¿ Vos no sos la chica de Ortiz?-
Y frente al asentimiento de la honrada Margarita, él se cobró su deuda
- ¿ No me debías dos pesos?-
Margarita pagó, y mientras escuchaba la filípica que me endilgó durante la cuadra que nos llevaba hasta la puerta de la calle Colón, pensé que debería ensayar otros gestos más contundentes frente al espejo, o, sencillamente, si no había pagado alguna deuda, cruzar de calle.

IN MEMORIAM



He tenido sueños singulares a lo largo de toda mi existencia. Han sido siempre centinelas de la intuición exacta de mi propia mortalidad ,y a veces, del quebranto en el que he sucumbido tras la máscara diurna de la alegría y el desparpajo.
En ocasiones, estando visceralmente dolorida, después de un día excitante, yo misma me he sorprendido de la agudeza y rapidez de mis réplicas como dagas que incitaban a sonoras carcajadas incrédulas en los otros. He sido siempre tan pero tan divertida, y me tomo la vida de un modo tan fresco…..
Durante la noche, no obstante, me encontraba con sueños que me despertaban asustada o llorando como una nena de ocho años que se hace pis en medio de una camita con sábanas de Disney.
Pero anoche, yo soñé con la Pancha.
La Pancha era una perra Basset Hound que tuvimos en casa cuando éramos muy jóvenes.
Éramos recién casados, y naturalmente pobres. Mis padres nos habían regalado un Citröen Ami 8 al cual habíamos bautizado “El Mocho”, a causa de la asociación de su nombre con su deformidad estética y su lentitud para pasar camiones. El Mocho nos llevó ,sin embargo, dos o tres veces hasta Bahía Blanca y otras tantas a Villa Gesell, con una consecuente e inevitable lumbalgia de la que era víctima Gustavo al fin del periplo, puesto que a pesar de sus veintipico de años, no toleraba ya la tensión del acelerador duro y la palanca de cambios cercana casi al corazón del conductor.
Éramos muy jóvenes, muy bellos, muy poderosos.
Trabajábamos muchísimo, y aunque la economía de la Hiperinflación de fines de los ochenta nos sumía cada fin de mes en una angustia de la que sólo emergíamos cuando nos llegaba el nuevo cheque de cobro, pretendimos criar un perro.
No otro perro. Ése.
Unas vacaciones de Julio, leímos en el diario los avisos clasificados en los que se anunciaban cachorros de Basset Hound a la venta. Gustavo llamó, y mientras yo le hacía gestos de plegarias en posición de suplicante, arrugando la cara en un gesto pío, él cerró el trato con una ligera sospecha de que se arrepentiría inmediatamente del deseo sin medida que se había apoderado de su alma.
Con una sonrisa enigmática, me avisó:
- Queda en San Martín. Nos espera ahora-
Y partimos con el Mocho, un desapacible día de julio, desde La Plata hasta San Martín, cuando la Autopista La Plata- Buenos Aires no era más que un sueño, por lo que anduvimos por el conurbano del Sur al conurbano del Norte embarcados en nuestra noble nave Argo, en busca del vellocino de oro.
En el camino se largó a llover, y nos perdimos. Yo consultaba un mapa, pero encomendarme esa tarea era como pedirle a un ciego de nacimiento que describa el color magenta, por lo que, de acuerdo a la paz y pericia en las rutas de mi compañero, llegamos a la dirección, casi a la hora en que hubiéramos debido regresar a La Plata.
Siempre he tenido la sensación de que si tengo un deseo muy potente, éste se desvanecerá apenas toque la concepción posible de sus pliegues más superficiales.
Entramos a una casa lúgubre con aspecto de ser víctima en cualquier momento de un allanamiento policial, inundada de un fétido olor a perro que emanaba de un corralito de niño de los años cincuenta, en el que dormía un San Bernardo descomunal de ocho meses.
La dueña nos explicó que sólo quedaban hembras, y que eran más caras.
Y yo la vi. Y Gustavo también la vio.
Y sin consultarnos, la elegimos.
Era un pequeño ser con ojos en compota y unas monstruosas orejas que parecían alas. Hacía un ruidito de respiración trabajosa que parecía rogarnos que la llevemos, con las patas delanteras laxas sobre el pecho. Tenía 31 días.
Se llamaba Hilda of Wilton Can, porque tenía pedigree.
Apenas nos subimos al Mocho y la acomodé adentro de mi campera, se durmió.
Gustavo la bautizó, con una voz que siempre ha puesto para los hijos y para los perros:
- Pancha- dijo, y no se habló más del asunto.
A la plenitud de esa noche, sólo la comparo a cuando nacieron los hijos.
Por fin la teníamos.
Pasó la vida, y la Pancha nos acompañó en todos nuestros caminos más oscuros y más afortunados. Presenció nacimientos, mudanzas, peleas sangrientas, reconciliaciones llorosas, confesiones, secretos y arrepentimientos. Presenció vacaciones en el mar y la montaña, encierros, inquietudes en las noches, y escuchó, silente y con paciencia, cómo mi hijo mayor le preguntaba, levantándole sus orejas para custodiar el secreto:
- Pancha… ¿No es cierto que mi mamá es muy mala?-
Y, como todo perro bueno, un día se murió.

Hubo veces en que supuse que nuestra vida había cambiado desde la muerte de la Pancha. Hubo veces en que extrañé su mirada y su porte solemne que le daba un aire muy similar al de Sarmiento. Hubo veces en que pretendí preferir los gatos, en que me negué a que hubiera otro perro en la casa.
Y hasta quise revivir la historia, regalándole a Gustavo otra perra igual, que no tuvo buena suerte.
Y nos pasó la vida. A los dos.
Entonces anoche, de pronto, se enseñoreó la perra parecida a las estampas de Sarmiento del Billiken, que dormía veinte horas por día, y aún así era indefectiblemente nuestra. Brilló como cuando se subía a una cama y nos miraba, pidiendo disculpas con una sonrisa. (Juro que tenía una sonrisa en los belfos húmedos y rosados). Oí el ruido de sus pezuñas caminando por el piso de la casa del presente, pero trayendo el celeste y blanco de la casa del pasado, conjunción de una rayuela que llevaba al cielo, sin escalas.
La hacía entrar, y la acomodaba en la cucha que hoy tiene Arena, nuestra perra actual, cuya mirada me provoca el mismo sosiego que aquellos ojos tristes que una vez quedaron ciegos y aún así, velaban por nosotros.

27 de marzo de 2010

PLAZA MORENO, ABRIL-MAYO DE 1976


Por aquellos años, yo no era muy feliz.

Compelida por mis padres a dejar mi pueblo para ir a vivir a La Plata, en pleno agosto del año 75, era natural que el primer sentimiento fuera un gran susto.
El día en que ingresé por primera vez al edificio de la Escuela Normal Número 1, sus alumnas de entre 15 y 17 años habían quemado en el baño pastillas de gamexane en protesta por no ser permitido el minuto de silencio en la bandera, con el que querían homenajear a las víctimas de Trelew.

Mi vida social, en ese fin de año de 1975, se redujo a comer chocolatines Suchard´s mirando Piel Naranja y la Pantera Rosa.

En el inicio de clases del 76, mi decisión fue destacarme de otro modo que no fuera la diversión que sentía mi deber hacia mis compañeros, de modo que, con férrea voluntad de cambio, me dediqué a estudiar como si fuese un jesuita.

Descubrí el placer inmenso del conocimiento, y la emoción de encontrar que en una prueba de matemática no tenía un solo error.


Yo vivía a la vuelta de la Plaza Moreno, una de las plazas más lindas que haya construido el hombre, cuyas anchas veredas recortaban los tilos en el cielo, inundando de perfume la llegada de noviembre.

Pero el olor del 76 no era de tilos ni de los azahares de la calle 54.

Era olor a muerte y a rapiña.

Se buscaba no olvidar jamás los documentos en casa, se hablaba en voz baja para no ser denunciado por quien escuchara lo que no podíamos callar, se lloraban apenas las noticias “ Se llevaron al hijo de Tierno, al hijo de Mercader, al hermano de Toto, al chico de la pensión de calle 13, Ana Belia pudo escaparse a México….”, todos amigos, vecinos, familiares….. Se adivinaba apenas qué les pasaría. Se percibía que ya la herida se agigantaba y que no podíamos ser los mismos.

Y en esa enorme ratonera que nos habían tendido, yo, que tenía 15 años, empezaba a entender que no tenía forma de resistir.

Una tarde de abril o mayo, yo volvía de la Alianza con mi Mauger Bleu y mis cuadernos prolijos con letra de niña, vestida a la usanza de esos años como todas las chicas finas platenses, sweater y medias al tono, kilt y mocasines de Correa, variante de la zapatería Guido de Buenos Aires.
Cruzaba la Plaza Moreno, imaginando acaso que en sus anchas veredas encontraría a quien me emparchara un poco y limpiara mi cabeza, cuando escuché un ruido ensordecedor y al mismo tiempo vi que un muchachito subía de la calle en una moto para mí enorme, escapando de un Torino gris que subió también a la plaza desde la calle 53, cercándolo.

Presumí con esa inocencia que simpatiza con el mártir, que el muchachito iba a perder a sus perseguidores en una transformación de su moto en un aliado Pegaso, dejándolos burlados en su impotencia, pero ellos, con una velocidad que jamás he vuelto a ver en otro acto humano, se bajaron del auto.
Dos hombres horribles empuñaron unas pistolas de caño larguísimo y con un movimiento gimnástico en la flexión de sus rodillas y el extender sus brazos, lo derribaron.

No recuerdo cómo llegué a mi casa, no supe después si corrí, si lloré, por qué razón no les llamé la atención, qué impunidad puede sentir un ser humano para no ocultar tan vergonzante homicidio e inclusive, si realmente había ocurrido o sólo eran fantasmas que rondan a las buenas gentes en tiempos de odio.

Pero creo que había perdido definitivamente la inocencia.

Años después, una amiga me contó que el primo de su novio había tenido ese final, aproximadamente en esa fecha, por lo que colegí que, de verdad, yo había sido la última persona que lo había visto con vida.

Cuando en estos días escucho que se habla tan livianamente de “inseguridad”, tengo en mi corazón la triste sospecha de que mi amigo de la moto vuelve a ser asesinado todos los días nuevamente.

7 de marzo de 2010

LA MARY


Ingresar a la Secundaria no fue para mí tarea fácil.
Durante los tres años en que fue un territorio anhelado, sólo accesible para mi hermano y los chicos que se calzaban un traje para transitarla, fue un lugar ideal, en el que suponía instalarme con la mayor soltura, emanada seguramente, de la experiencia de la vida que había ya sido alcanzada por el Club de Remo, los asaltos en la casa de Espartaco Sarramone y la revolución hormonal que todos los de mi especie iban sufriendo.
El impacto de entrar casi de noche en la misma escuela en la que el Señor Bernabé nos enseñaba con un verso la acentuación de las esdrújulas En el tiempo de los apostoles, los hombres eran barbaros, se subían a los arboles y se comían los pajaros, incorporando al diccionario cuatro palabras que carecían de significado si no se acentuaban, fue tan enorme cuando ingresé, que percibí que todos mis compañeros eran gigantes y yo liliputiense.
Con el correr de los días, esto se agravó severamente cuando la Señora de Lier me llamó al frente sorpresivamente para que explicara qué era una recta. No me resultaba de ningún modo posible exponer nada de lo que no había existido jamás una lectura previa, por lo tanto, el uno que me llevé fue suficiente como para comprender que en la Secundaria se estudiaba, y no bastaba con saber que una recta era una línea dibujada sobre la hoja Rivadavia.
Hoy creo recordar, no sin espanto, que le contesté que una recta era una raya.
Por otro lado, mis amigas queridas, con las que en el Club habíamos soñado sentarnos cerca y conversar con risotadas toda la mañana, habían decidido no dirigirme más la palabra, por lo que lo mínimo que me podía pasar en ese año aciago, fue ser infelicísima y esguinzarme un pie en la calle mientras llevaba a mi hermana al Jardín de Infantes, síntoma de angustia éste del que me desquité con la pobrecita, dándole un cachetazo en la cabeza, mientras le recriminaba Por tu culpa!
Sin embargo, la presencia de Margarita en mi vida convirtió ese camino gravoso en una aventura de todos los lunes, en que me narraba con toda precisión las películas a las que había asistido junto a su novio.
Y mientras yo esperaba con angustia que la Secundaria fuera a someterme una vez más a algún evento en el que se probara que podía sortearlo con éxito aunque me costara la vida, ella, atrás de la mesada que dividía la cocina del comedor diario, demoraba mi partida contándome cómo la Mary se había puesto su vestido de novia arriba de una prohibida desnudez y había apuñalado nada menos que a Carlos Monzón.

6 de marzo de 2010

MEMORIAS DE AZUL


UNA ANÉCDOTA DE MARGARITA EN CASA DE ORTIZ


Una tarde, mi madre pidió a Margarita, que a la sazón contaba con quince años, que matara un pollo para servirlo al otro día ya dorado, en una corona de papas al horno crocantes.
Mi madre suponía que por haber nacido en el campo, forzosamente Margarita debía saber matar pollos con la pericia de un matarife, pero ésta, tímidamente (la imagino tímida por aquellos años), le explicó que no sabía hacerlo. Sin embargo, mi madre desestimó esa sinceridad, y con un tono que casi estoy escuchando, le dijo:
- Dale, che, mirá si no vas a saber matar un pollo habiendo nacido en el campo-
Así fue que Margarita, con humildad, llevó al pollo a un improvisado ara, lo tomó del cuello y se dispuso a bajar en él el cuchillo sacrificial que había sacado del cajón de la cocina, pero al ver la indefensión del ave, su corazón bondadoso se apiadó, y mientras bajaba el cuchillo, corrió la cabeza del pollo en un movimiento instintivo de protección, con tanta mala fortuna que el puñal fue a dar en su dedo pulgar, dejándolo envuelto en sangre y con una rigidez que hasta el día de hoy se mantiene.
Aquella núbil sacerdotisa no tenía más que quince años, por lo que se invistió de un odio inaugural en su corazón sencillo y golpeó con el cuchillo en la cabeza del pollo más de veinte veces, dejando una masa sanguinolenta en aquella cabeza que dos minutos antes había querido salvar.


UNA ANÉCDOTA DE MARGARITA EN EL PARQUE


En esos años en que Serrat se mezclaba con Los Beatles y las publicidades de Lee, (“Identifica”),era forzoso que a los chicos de Clase Media se les compraran bicicletas que, según los rodados, pertenecían a cada hijo. La de mi hermano era Número 28 y la mía número 24, ambas rojas y esplendorosas, con un timbre bastante inútil y unas tiras de nylon de colores que adornaban el manubrio y que a los tres días de usado, iban a parar a la basura; en aquel tiempo, armada con diarios dentro de un cesto que probablemente fuese de lata.
Yo siempre había resultado una inservible absoluta para todo lo que pusiera el cuerpo en acción, y aunque me esforzara por correr y saltar charcos, era bastante proclive a caer desparramada en las veredas, mancharme la ropa y hacerme un agujero terroso y sangriento en las rodillas. Mi carácter optimista y entusiasta mitigaba el dolor pensando que en unos días iría a contar esa experiencia sin sufrirla en ese presente, archivándola en un pasado que aún no había llegado. Años después, continué con esa manía hasta cerrarme una puerta de hierro en el dedo pulgar, y aunque no funcionó como en mi infancia, sí puedo decir ahora que forma parte de un pasado triste.
Por esta razón, con casi nueve años, mi refulgente bicicleta roja tenía rueditas, y fue Margarita la encargada de llevarme al parque que distaba dos cuadras de mi casa para que finalmente, la obtusa lograra mantener el equilibrio en su vehículo de tracción a sangre, con el efecto final de andar durante un verano dando vueltas manzana, hasta que no volví a tocar una bicicleta no más que dos o tres veces en la vida, y éstas con riesgo de romperme la crisma apenas arrancara a pedalear.
Una tarde (a las tardes de Azul las recuerdo de verano), fuimos con Margarita al parque, con mi bicicleta ya sin rueditas, y mientras ella me sostenía desde atrás por el asiento, yo pedaleaba como si en ello dependiera el fin del hambre en Africa, mientras le suplicaba con aquella voz que ya no tengo No me vayas a soltar, Margarita, por favor, no me sueltes….
Pese a que yo escuchara que ella negaba que soltarme fuera necesario, el sonido de su voz se fue alejando No, Pushi, no te suelto, vos pedaleá, y frente a esta distancia entre la voz y el enunciado, me di vuelta, con el resultado de que caí como una bolsa de papas en uno de los caminitos de aquel parque, cuyas piedritas se incrustaban en mis rodillas en cada caída, y mientras Margarita me consolaba con besos en la cabeza, ambas entendimos que no habría, nunca más en toda mi existencia, un momento de mayor satisfacción por haber aprendido algo sin darme cuenta.


LA SEÑORITA HOCICO DE PUERCO


El escritorio de mi padre guardaba para nosotros misterios que provocaban sentimientos de los más variados, aunque indefectiblemente todos fueran a dar en uno último, que abarcaba a los otros y a veces nombraba los más complejos.
Este sentimiento primordial era miedo.
No un miedo entendido como sobresalto, sino el terror que aceleraba sus sinónimos. Era pavor, espanto y horror pánicos. Era una mezcla abominable de culpa y de curiosidad insalubre, puesto que apenas entrábamos, nos era imperioso ir hacia la fila en el que se erguían los doce tomos del Diccionario Enciclopédico Salvat, para extraer del estante el tomo correspondiente a la distancia de palabras que había entre MAP- OZ, y buscar, con los dedos terrosos provenientes de los paseos por la plaza de la usina, la palabra MONSTRUO.
El iniciador de estas sesiones atroces era mi hermano, quien ocultaba el verdadero horror que le producían las imágenes con el acto indigno de empujarme el libro hacia la cara cuando yo más hipnotizada estaba mirando las estampas, como si reviviera con ese envión pavo a las criaturas, y que yo diera el alarido que inevitablemente, una y otra vez, y aun sabiendo de la chuscada de mi hermano,daría.
Y Margarita estaba con nosotros, con sus dieciséis o diecisiete años de chica curiosa, a la que no le había sido dado por cuna el hábito de leer, pero que en mi casa fue desarrollado vorazmente, al punto de leer en los años 70 Cien Años de Soledad, en menos de cinco días.
Pero para ese entonces, Margarita era una más de nosotros, sólo que responsable, así que era ella misma la que se abalanzaba a la fila de diccionarios y buscaba el elegido, y con un movimiento juguetón de sus manos escondiendo el ejemplar, provocaba a mi hermano:
- Ahora lo agarré yo-
Mi hermano no decía nada, pero esperaba la oportunidad de vengarse, no en ella, sino en mí, de modo que encontraba todo tipo de vejámenes que me humillaran hasta que yo finalizaba la incursión al escritorio con un caminar zancudo hacia la puerta y mis manos refregando los ojos con lágrimas, al grito justiciero de
- ¡Mamaáááááááááááááaá´!-
Sin embargo, había días en que solíamos mirar juntos las láminas de monstruos, las tres cabezas alineadas, mientras Margarita iba largando escalofriantes hipótesis:
- Mmmmhhh, mirá si se te aparece de noche-
La página de monstruos mostraba unos grabados antiguos sobre posibles seres fabulosos de los que nosotros no teníamos duda alguna acerca de su existencia, y acaso el color gris con el que estaban representados incrementara más aún sus aterradoras fisonomías.
Con los años he regresado a la página de monstruos y me han parecido infinitamente más pequeños, más inofensivos y más simples. Pero en 1965, esa cohorte de engendros se instalaba en mi memoria y hacía que le pidiera a Margarita que se sentara en el bidet mientras yo estaba en el inodoro, por el temor a que apareciera alguno de atrás de la cortina de la ducha.
Estaban dispuestos, además, de un modo inhumano. Árboles con ojos que lloraban, becerros de dos cabezas, un hombre con tronco de perro, siameses mongoles unidos por las nalgas, se presentaban como un séquito bestial al monstruo más horrísono y más implacable: La Señorita Hocico de Puerco.
En el centro, vestida a la moda de principios del siglo XIX, compitiendo en elegancia con Mariquita Sanchez de Thompson, peinada con leves bucles que caían en un fino cuello de mujer, se exhibía casi soberbia la Señorita Hocico de Puerco, cuya nariz humana había devenido en el fenómeno que mentaba su nombre.
No había ocasión en que Margarita no terminara el paseo por las láminas diciendo con un suspiro misericordioso:
- Pobre Señorita Hocico de Puerco…. ¿ Cómo va a conseguir novio así?-
Y entonces, yo levantaba la cabeza y veía sus ojos buenos apiadarse de la soltería irremediable de la Señorita Hocico de Puerco, a quien ella me acercaba como un ser más digno de piedad que de temor, y corría al estante para buscar el diccionario de las banderas.
Siempre le ganaba adivinando sus pertenencias a países que ninguna de las dos conocíamos.


UN PÓSTUMO HOMENAJE A RODOLFO OF STEERLING ORTIZ


Mis padres tenían un perrito llamado Rodolfo Of Sterleeng Ortiz, un scotish terrier negro con un hedor inaudito para una criatura con vida. Lo llamaban Roddy a secas y era sobrino del Duke, el perro de mis abuelos.
El Duke (siempre en mi casa se dieron nombres con un provinciano artículo adelante) llevaba una vida regalada, porque una hermana de mi padre lo tenía a cargo, y ésta era una señorita aristocrática a la que la servidumbre le ponía las medias hasta los catorce años, por lo que el Duke tenía muy bien puesto su nombre, bañado frecuentemente, con collar y fotos frente al espejo.
En cambio el Roddy era un don nadie.
Un desclasado, un desdichado que había ido a parar a una casa en la que había dos niños de corta edad y una madre con ilusión de que todo brillara. Por lo tanto, la sola presencia del Roddy la llevaba a la furia báquica, al punto de darle una patada solamente porque el perro exudaba en demasía un fatídico olor a “salame”, término con el cual ella creía aunar el concepto de pestilencia.
Un infortunado que no tenía collar, no era sacado a pasear jamás y era llevado en largos viajes hasta Lomas de Zamora, donde el Duke le ofrecía todas las posibilidades de que enloqueciera de envidia, puesto que éste dormía en el dormitorio de la Niña Petete, y él en una manta raída de colores sospechosos, en la cocina.

Un desventurado, que se la pasaba hecho un ovillo bajo el asiento del acompañante, fundido en el piso del Fiat 600 durante las seis horas que duraba el periplo, entre los vómitos de Margarita en la banquina, nosotros peleando en los asientos de atrás y las alteraciones frecuentes de nervios que sufría mi madre en esos años, que le provocaban soltar patadas nacidas del deseo de que el pobre Roddy muriera en ese instante, o, mejor dicho, no hubiese visto nunca jamás la luz del sol.
La única que se ocupaba del Roddy mirándolo con una cierta afición, era Margarita, quien le daba de comer, detectaba si habían pasado tres días sin que ingiriera agua, y lo bañaba en la pileta del lavadero, siempre oscuro y lo suficientemente lúgubre como para que un baño de perro resultara jubiloso .
Una tarde de sábado, Margarita, que estaba sola en la casa, decidió efectivamente bañarlo, acto que llevaba a cabo con un hilo de agua fría y un jabón Federal Marfil, en la pileta de aquel lavadero que hoy pienso como una sala de torturas inquisitoriales.
Lo subió a la pileta y mientras lo enjabonaba, seguramente hablándole como si fuese una persona compuesta, escuchó el timbre.
- Quedate aquí, no te muevas- le dijo, y dejó el jabón diligentemente en su cabeza, cuya blancura contrastaba con el negro del pelaje.
Cuando volvió, casi corriendo, al recordar que había dejado al Roddy bajo el chorro de agua y el jabón arriba de la cabeza, olvidándolo completamente frente a la extensa charla que mantuvo en la puerta con su amiga María Rosa, el Roddy, fiel como pocos o terco como todo escocés, aún continuaba allí,con el jabón derretido, de acuerdo a la orden que le hubiera dado la única persona que le había hablado en toda su vida.

8 de enero de 2010

CUENTA CONMIGO


Viajar a Córdoba en auto en la década del 70 desde Buenos Aires, no resultaba sencillo para la familia Arias, dado que contaban con cuatro hijas chicas, la cinetosis de Rosa y un cocker spaniel hecho un ovillo en las plantas de Amanda durante las ocho, diez o catorce horas que durara la travesía, bajo patadas secas y propinadas con saña ante cualquier movimiento del animal que señalara que estaba vivo y que por un orden injusto de la Naturaleza había ido a dar en esa familia que, francamente, no amaba a los perros.
Para ese enero se decidió, pese a que las vacaciones en familia nunca hubieran finalizado venturosamente, que alquilarían todos juntos una gran casa en Tanti, de modo que hubiera un batallón de chicos que frisaban entre los 18 y el año de edad, cuatro matrimonios, Rosa, y las ocasionales visitas de Copete y de Machaca, quien no se perdería por nada del mundo ir a una boîte con un vestido largo para llegar borracha a la madrugada y dormir entreverada con los sobrinos, lo cual a éstos los hacía delirar pensando que entraban en el alocado mundo de bailar suelto y del whisky on the Rocks.
Desde Octubre que los Arias planeaban estas vacaciones, a veces con listas interminables de elementos para llevar, a veces con enconos tan tremendos, que terminaban sin hablarse durante tres días, ante las insistentes preguntas de Rosa, quien parecía feliz de meter el dedo en la llaga ¿ Entonces no vamos, Señora?.
Por ese entonces, Carola ya estaba transitando la adolescencia, las gemelas pretendían hacerlo y Verónica aún no había comprendido que en el universo había luz o sombra, según fuera de día o de noche, puesto que tenía el sueño dramáticamente alterado, y cuando la familia comenzaba a recogerse, cada uno en sus habitaciones, ella comenzaba a ejercitar gracias que no encontraban más eco que el de Rosa, quien le sacudía la cuna dos minutos hasta marearla y suponer que su quietud no se debía al temor que le hubiese infligido con tal movimiento, sino a que su pericia con los bebés la había dormido, todo lo cual la convencía de acostarse satisfecha con el deber cumplido, no sin antes cerrar la puerta para que la Señora Amanda no se despertase, mientras la nena emitía simpáticos sonidos guturales solita, obligando a la ternura de Carola a llevársela a su cama para amanecer las dos acostadas juntas.
El viaje preparado con tanta antelación, resultaba para las niñas un momento colmado de hipotéticos estados jubilosos, pues daban por seguras, además, las presencias de los primos más grandes: Polo, sus dos hermanas, Guillermo Egaña, y los tres hijos de China; Jorge, Eduardo y Carlos, tres engominados cajetillas que habían estudiado en el Nacional Buenos Aires y que siempre estaban juntos, con un swater de bremer instalado displicentemente en los hombros, lloviera, tronara o hiciera un calor de 37 grados.
Pasaron el primero de año con la familia de Amanda, lo cual fue tragado por Quitito como un sapo que se convertiría en príncipe durante el mes en Tanti con los pertenecientes a la casta, y emprendieron el rumbo por la ruta nueve, parando cada hora para que Rosa vomite hiel, cambiar los pañales a Verónica o comprar galletitas Lincoln a Bárbara que era muy capaz de arruinar las vacaciones de la familia entera si se disgustaba por algún capricho que no fuese indemnizado debidamente por sus padres. Constanza hablaba sin parar a Rosa, quien le espetaba lacónicamente ¿No era que Carolina era hija única?, frente a las contradicciones en las que a veces caía, y Carola le mostraba a la chiquita los dibujos de una revista de historietas, señalando con los dedos llenos ya de anillos de plata una y otra vez, un Pato Donald corriendo por arriba de una montaña llena de dinero perteneciente al Tío Rico.
Después de dar vueltas por Alta Gracia convencidos de que habían llegado y de escuchar una más de las peleas de sus padres, Constanza dijo seriamente:
- Allá dice “ Tanti”, y una flechita para allá- con un gesto hacia la izquierda de su mano no sin antes ensayar el gesto de la escritura para no equivocarse, puesto que Constanza era zurda.
- ¿Para dónde?- le gritó Quitito con un inútil y corto movimiento de su cabeza acaso para ver la mano y orientarse.
- ¿ Para dónde, estúpida?- ya nerviosa Amanda se anticipaba a los insultos de Quitito. Constanza seguía insistiendo convencidísima:
- Para allá- más chiquita en su asiento, con ojos implorantes a Rosa o Carola para que le sirvieran de intérpretes.
- Quiere decir para la izquierda- apaciguó Rosa.
- ¡¡Te pasaste otra vez, Quitito!!- soltó Amanda sin poder evitar la reconvención y arrepintiéndose al instante al recordar que su marido no era de los hombres pacíficos que comprenden los errores cuyas consecuencias no son graves.
- ¡¡¡Pero si no vas atenta, Amandaaa!!!-
- ¿¡ Y qué tengo que ir atenta yo, por dios!?- retrucaba dueña de la razón ella, mientras continuaban por el camino equivocado y se alejaban cada vez más de la salida hacia la ruta que los debía llevar correctamente hacia Tanti.
- ¡Y yo voy a tener que manejar y fijarme por dónde voy, carajo!-
- ¿Y si vas solo, a ver, si vas solo? ¿Cómo harías?- se acercaba Amanda a la hecatombre, siempre asistida por el sentido común, que en estos casos, jamás le convenía invocar.
- ¡ Pero para qué estás vos, Amanda, la puta que te reparió! – exageraba su defensa Quitito, con movimientos cada vez más aguerridos de su cabeza, como los de un animal prehistórico que no comprendía desde dónde venían los dardos que lo tumbaran por tierra, en la soledad de su cueva, en tanto que ella se golpeaba el pecho con indignación, vociferando como la gorgona frente al escudo reluciente de Perseo.
- ¡ Para cualquier cosa menos para estar a tu servicio, che, qué te has creído?-
En los asientos de atrás se podía ver el silencio como una masa opaca y gris, que amenazaba para las niñas los estados de paroxismo que hubiesen vislumbrado otrora, en tanto que Rosa optaba por tragarse la hiel que los nervios le hubiesen llevado a la boca, antes de abrirla para pedir detener el automóvil y desahogarse en un corto vómito, que en el viento que lanzaban los camiones se desbarataba en una estalactita verdosa hacia los yuyos altos de la banquina.
Hecho y rehecho el camino durante dos horas, con los ruidos de la ruta por toda compañía, llegaron casi a las diez de la noche a la casa que conjeturaban cómoda, espaciosa y aristocrática, pero que resultó ser una vieja casona de campo mal pertrechada, llena de bichos y con manteles de hule que olían sospechosamente.

Sin embargo, para los integrantes menores resultaron ser las vacaciones más excitantes de la vida.
Dormían en un ala alejada de la casa principal, que apestaba a espiral para espantar los mosquitos, y donde Rosa no podía imponer el horario para acostarse, porque Polo se encargaba de hacerle cosquillas hasta que derribaba su cuerpo rollizo en uno de los camastros y arrancaba de ella una semi sonrisa con un dicterio ¡Hay que ser ganso, nene!, con las risotadas de Guillermo Egaña atrás de sus pases de magia, de los que siempre desaparecía del cachetazo que seguramente lo habría alcanzado, ya que todos sabían que Rosa tenía pocas pulgas. Las hermanas de Polo se la pasaban apercibiéndolo, mientras Carola y las gemelas las admiraban en silencio por el pelo lacio y largo, las alpargatas blancas y las pulseras de mostacillas hasta los codos Mañana le cuento a mamá, sabiendo todos, por otro lado, que jamás dirían nada, ni ellas ni Rosa, dado que la diversión que aseguraba Polo no iba a ser desdeñada por nada del mundo. Los hijos de China miraban la escena en expectante mudez, pero lo que hacía reventar de risa a los demás, especialmente a Carola, quien estaba padeciendo un profundo amor por Eduardo, el primo del medio; era ver que de pronto, parecía salirse del ritmo armado por su educación inglesa y largaba un eructo atronador que lo hacía tremolar mientras pronunciaba a dúo con Polo, con una voz áspera e inaudita para su articulación normal, Huevo Guacho Hueso Huarpe, en tanto que las gemelas y las hermanas de Polo chillaban histéricamente
¡ Asquerosos, degenerados! palabra ésta última que los hacía desternillarse en carcajadas silentes porque la adjudicaban a las madres y su apropiación los instalaba en un universo que estaba casi sepultado bajo el cataclismo de los primos Arias, modernos, divertidos, y recientemente amigos en vacaciones de verano.
Finalmente, apagándose la bulla ante las conminaciones desesperadas de Rosa, que adivinaba a cada rato fantasmales pasos de la Señora Amanda, quedaban dormidos exhaustos, vestidos, sin lavarse los dientes y siempre en camas que no eran las suyas.
El mes transcurrió entre el río, paseos a caballo, ludomatic, espiritismo con una copa que giraba según los caprichos de Polo y juegos equívocos de verdad-consecuencia, en los que Eduardo y Carola llegaron a besarse en la mejilla como si ese acto cotidiano tuviese un corolario diferente que el saludo natural que ensayaban cuando se encontraban en las navidades en Tortuguitas o en la casa de China cuando iban de visita.
Carola jamás olvidó la suavidad de la cara de Eduardo, ni él dejó de turbarse toda vez que la viera, ya adulta, y recordara la blusa con florcitas lilas que ocultaba su respiración.
Guillermo Egaña siempre elegía “verdad”, y siempre Polo le preguntaba situaciones que lo incluyeran en escenas soeces y vergonzantes ¿Es verdad que te olés los pedos a la noche?, lo cual, naturalmente, disimulaba en hilaridad el momento en el cual debían regresar Carola y Eduardo de un apartado rincón donde el beso de castigo, fruto de haber dicho “consecuencia”, había sido, naturalmente, dictaminado por Polo.
Carola parecía más bonita con un color terroso en la cara enmarcada en el pelo rubio, y no escuchaba las demandas de Bárbara quien le pedía, las veces en que percibía que pudiera prestarle atención, jugar a la canasta, juego en el que además, ésta tenía una suerte diabólica,
pues robaba los pozos más suculentos y cortaba con un movimiento ansioso, a pesar de dejar a su hermana con todas las cartas en contra.
Lógicamente, entonces, que verla hermosa, comprender que era mayor y que había llamado la atención de un primo inalcanzable, había llenado su corazón de un rencor sordo que esperaba la primera de cambio para vengarse de la mirada aparentemente dulcificada de los tórtolos.
Fue así que una noche, en medio de una sesión de espiritismo que horrorizaba a Constanza y excitaba hasta el delirio a Polo, apareció la figura de Quitito en la casita donde dormían los chicos.
Rosa se vio haciendo su equipaje y regresando a la casa de su madre en Bragado, ya que su suspicacia le hacía aventurar que había un delator de las travesuras de los menores, por lo que instantáneamente miró a Bárbara, quien bajó la cabeza repentinamente entusiasmada con el cartelito que señalaba “NO” en ronda con el abecedario, para que el espíritu invocado pudiera negar cuando se le preguntaba alguna pista.
- Carola, buscá tus cosas que te venís a dormir arriba con nosotros- ordenó con tono cortante. Ella buscó con sus ojos ya llenos de lágrimas los ojos de Bárbara, que estaban siguiendo ahora el humo del espiral contra los mosquitos.
- ¿Pero por qué tío Quitito?- preguntó una de las hermanas de Polo con un ligero malestar en la voz. Carola no dijo nada, y buscó los enseres inmediatos para pasar la noche.
Dio por sentada la infidencia de Bárbara, pero buscaba en su memoria cuál había sido la conducta que hubiese ameritado semejante castigo, a cumplir con el silencio de las carmelitas descalzas.
Cuando Quitito cerró la puerta tras de la figura pequeña de Carola que pasaba por debajo de su codo ahuecándose en su humillación y su tristeza, todos quedaron callados, con las cabezas sobre la ronda del abecedario ya inútil y la copa dada vuelta.
Y fue Rosa la que levantó enérgicamente a Bárbara de un brazo, con los ojos irradiando la grandeza de los seres simples:
- Andá a decirle a tu papá que eran todas mentiras tuyas –
Mientras, una de las hermanas de Polo se sacaba una de sus pulseras de mostacillas para regalársela a su prima cuando regresara, y la otra acomodaba nuevamente las letras del abecedario que se habían movido de lugar.