28 de marzo de 2010

DE PRÁCTICAS HECHICERAS



Mi madre debería haber nacido médico. Desde la cuna, nomás, así como Atenea que surge armada de la cabeza de su padre, ella debería haberse manifestado con un ambo y un estetoscopio, pues tenía el don de diagnosticar todo tipo de enfermedades. Y luego de su diagnóstico, tenía la costumbre de aplicar las medicinas que ella considerara apropiadas, de acuerdo a las épocas y a los conocimientos que hubiera adquirido con el tiempo. En aquellos años en que vivíamos en la Calle San Martín y Maipú (nunca supe por qué en las conversaciones familiares, aquella casa de la primera infancia se menta con sus coordenadas precisas), mi madre era una férrea simpatizante de tirar el cuero y de colocar enemas tanto a mi hermano como a mí, apenas vislumbrara que estábamos inapetentes o que vomitábamos algún alimento que nos hubiera caído mal. Tirarnos el cuero era para ella un trámite de lo más enojoso, puesto que prácticamente debía domar potrillitos salvajes que gritaban y se retorcían como pequeños númenes indómitos mientras ella nos sujetaba al sillón con sus piernas con un sincero sentido del deber materno, gritando a su vez y convirtiendo la noche (estas sesiones de tormentos se sucedían extrañamente en la noche) en un aquelarre del que Margarita era testigo apretando sus labios en señal de angustia. Pero colocarnos enemas era directamente un martirio de la época de los primitivos cristianos, un suplicio inquisitorial, una inmolación a las manos de una especie de sacerdotisa de Satán, auxiliada a regañadientes por Margarita, quien no acordaba con los métodos, pero servía como una estatua en un templo las intenciones de sanación que mi madre suponía en consonancia con la ciencia empírica y las recetas familiares de sus mayores. Lo peor, es que se le ocurría que los dos debíamos ser sometidos al tratamiento, de modo que primero a mi hermano y después a mí, nos largaba mientras cenábamos:
- Les voy a tener que poner una enema. Están trancados- dicho lo cual se ensombrecía el comedor diario y las esperanzas de ser felices algún día. La enema consistía en un jarro enlozado celeste y negro en el que se ponía agua jabonosa, una manguera color ladrillo y el vergonzante adminículo del que no quiero ni recordar su aspecto, pues siento que mi cabello se va erizando lentamente con el transcurrir de la memoria. El jarro debía ser colocado en un lugar alto, y ese lugar era el brazo extendido de Margarita, quien como una auxiliar de enfermería, lo sostenía hacia arriba hasta que terminaba y nos sujetaban en el sillón hasta correr llorando hasta el baño. Una noche, mi hermano era la víctima del trajín, y mientras mi madre le suplicaba que se quedara quieto, Margarita, atribulada frente a sus gemidos y nerviosa frente a la situación que debíamos vivir, suponiendo acaso que al inclinar el jarro ligeramente hacia la izquierda, el líquido pasaría más rápido, se volcó completamente el agua jabonosa en su cabeza, prefiriendo, en su alma noble, terminar las prácticas hechiceras a fuer de quedar ridiculizada por el resto de su misericordiosa vida.

MALDAD


Confesaré que he sido mala.
Todos guardamos con recelo miserable un secreto, que de divulgarlo, la imagen que el resto del orbe mantiene de nosotros, se resquebrajaría como un papiro al que se le volcara arriba un brebaje ardiente.
Alguno se ha metido el dedo en la nariz y luego a la boca, otro ha pegado el deshonesto producto abajo del pupitre, otro ha pellizcado con las uñas a su hermanito bebé…….
Yo no.
Yo contagié de un enojoso mal al ser más bondadoso de este planeta.
Y confesaré, que lo hice con toda la mala intención de que es capaz una chica de ocho años.

Cuando tenía esa desafortunada edad, me la pasaba enferma. Apenas mi madre me tomaba la fiebre con una especie de beso en la frente, y dictaminaba que lo estaba, se interrumpían todas las actividades que estuviera disfrutando en ese momento y se me recluía arriba, donde estaban los dormitorios, mientras toda la familia se reunía para la cena, cuya felicidad se me antojaba mayor, a medida que escuchaba sus voces ahogadas y el ruido de los cubiertos que llegaban asordinados hasta mi claustro.
Lógicamente que me aburría como un hongo, porque en 1969, nuestro televisor era una caja monumental a la que llegaban imágenes que había que adivinar entre una suerte de tormenta de pequeñas hormigas.
La lectura se me hacía imposible a causa de la fotofobia que aún hoy me acompaña cuando tengo ocasionalmente fiebre, y nadie, absolutamente nadie, me hacía compañía.
Por lo tanto, me entretenía abriendo y cerrando los dedos en una figura de romboide que devenía en triángulo hasta terminar en un punto, una y otra vez, hasta que recorría con mis ojos abrasados las flores del empapelado verde y amarillo.
Luego, tal vez dormía. A veces dibujaba y otras veces recortaba figuritas.
Esa reclusión se tornaba más auspiciosa cuando sentía los pasos de Margarita que iban creciendo por la escalera, pues yo adivinaba la mesa de cama con los manjares que a Isidoro Cañones le llevaba el conserje francés cuando acompañaba a Patoruzú en sus estancias en Buenos Aires.
Cuando tuve paperas, el médico diagnosticó que me había tomado levemente, por lo que sólo tenía un poco de fiebre y un poco inflamado el cuello. Sin embargo, mis padres me dejaban en la cama hasta que, según las costumbres tradicionales de la familia, estuviera un día entero sin fiebre en la cama, con la consecuente hiperactividad que un niño restablecido de una enfermedad benigna, puede desarrollar estando en cama durante seis días, ya pleno de energía y vitalidad.
Un mediodía, después del almuerzo, Margarita entró en el cuarto a buscar los restos del postre, que consistía en naranjas cortadas con azúcar arriba.
Yo tenía la costumbre, en aquellos tiempos, de comer la naranja hasta que llegaba al hollejo, luego de lo cual, directamente las escupía en el plato, habiéndoles extraído el zumo y el sabor, tal cual como si fuera un chicle.
Ese día no había comido todos los trozos cortados, por lo tanto habían quedado mezclados en el plato tanto los originales como sus cadáveres mustios.
- ¿ Querés este pedacito?- le dije con toda la dulzura de que fuera capaz, enarbolando con el tenedor una naranja masticada.
- No, gracias – me contestó sonriendo.
Mi experimento peligraba, de modo que hice un mohín de tristeza frente al supuesto desprecio que recibiera de ella y acometí:
- Ay…. ¿ Me tenés asco?-
La piedad y humanidad de Margarita nunca tuvieron parangón en este mundo, sentimientos estos que la hicieron arrebatarme el tenedor para demostrar su amor incondicional hacia mí y metérselo en la boca, inundando su organismo del virus y respondiendo tiernamente:
- ¡No, mi amor! ¿ Cómo te voy a tener asco?-

Cuando me reincorporé a la escuela, Margarita había caído presa de la parotiditis, que, en su caso, la hizo delirar de fiebre durante una semana y le deformó la cara, el cuello y los ojos, llegando a parecer un monstruo, a causa de la virulencia con que en cada persona se presenta esta alteración.

PASAR DESAPERCIBIDA





Cuando era muy chica, ensayaba extraños gestos frente al espejo del baño.
Abría los ojos desmesuradamente, encogía los hombros como si no tuviera cuello, sonreía sin dientes, sonreía con dientes, echaba la cabeza para atrás, y terminaba el rito con un anómalo adelantar de mi mandíbula , como si sufriera del incómodo prognatismo, finalizado lo cual, me retiraba y apagaba la luz.
Ese gesto me resultaba el más alejado de mi cara, que según mi madre, era una de las más bonitas que había visto en la vida, asegurando categóricamente que era más bella que la suya, lo cual era, para mí, una enormidad y un treparse muy de a poco en la escarpada colina del narcisismo más feroz.
Al percibirlo otro, entendía mi mente simple que si esa cara horrible aparecía frente a los vecinos que me conocían desde el mismo día de mi nacimiento, nadie me reconocería, por lo que a veces iba a la panadería o a la verdulería a hacer alguna compra y terminaba con la carretilla como si hubiese estado en el consultorio del dentista con la boca abierta durante dos horas, en razón del dolor óseo que me provocaba tal anormalidad en el encaje con que los huesos habían hecho su noble tarea de acomodarse dignamente.
Una tarde, Margarita me pidió que la acompañara hasta el kiosko que distaba una cuadra de mi casa, y al que yo acudía cada tanto para comprar caramelos Bandolero, golosina que a mi hermano y a mí nos llevaban al placer más exquisito, mientras leíamos las " Correrías de Patoruzito" abajo del hueco que tenía el escritorio de mi padre.
Nunca tuve una noción demasiado estricta acerca del dinero, y aún hoy me gustaría no carecer de ella, pero en la infancia, anhelar caramelos Bandolero o chicles Yum Yum no era tan grave como para no solucionarlo pidiendo fiado al kioskero que era tan conocido como un tío.
Fue así que, mientras caminábamos por una desierta calle Colón a la hora de la siesta, recordé que debía dos pesos, seguramente moneda nacional, a aquel Gepetto cuyos escaparates exhibían todo lo que a un chico de siete u ocho años lo puede inclinar peligrosamente a la estafa más sucia.
Como para mí Margarita era una presencia muy similar a la de mis padres en esos eventos en que debía confesar alguna travesura que tenía muy poco de inocente, callé mi deuda, y entré en el kiosko con la cabeza alta, deformando mi cara en aquel gesto torvo que seguramente me escondería de mis obligaciones, tal como si fuese un espía que en un aeropuerto se coloca una peluca y se calza lentes de contacto de otro color que el de sus ojos.
Tan segura estaba de mi estratagema, que, además, hablé, con una voz extraña que surgía de aquella deformidad que mi cara denunciaba, sin sopesar que no era necesario llevar el acto hasta las consecuencias más punibles.
Cuando Margarita escuchó mi voz, ´dirigió su cabeza hacia mí casi con espanto:
- ¿ Qué te pasa, che?-
Yo comencé a sudar frío, porque en realidad no era ésa la reacción que esperaba, sino que creyera que estaba otra persona a su lado, del mismo modo que el kioskero, quien con un ligero tono socarrón, me miró y me largó un fatídico enunciado:
- ¿ Vos no sos la chica de Ortiz?-
Y frente al asentimiento de la honrada Margarita, él se cobró su deuda
- ¿ No me debías dos pesos?-
Margarita pagó, y mientras escuchaba la filípica que me endilgó durante la cuadra que nos llevaba hasta la puerta de la calle Colón, pensé que debería ensayar otros gestos más contundentes frente al espejo, o, sencillamente, si no había pagado alguna deuda, cruzar de calle.

IN MEMORIAM



He tenido sueños singulares a lo largo de toda mi existencia. Han sido siempre centinelas de la intuición exacta de mi propia mortalidad ,y a veces, del quebranto en el que he sucumbido tras la máscara diurna de la alegría y el desparpajo.
En ocasiones, estando visceralmente dolorida, después de un día excitante, yo misma me he sorprendido de la agudeza y rapidez de mis réplicas como dagas que incitaban a sonoras carcajadas incrédulas en los otros. He sido siempre tan pero tan divertida, y me tomo la vida de un modo tan fresco…..
Durante la noche, no obstante, me encontraba con sueños que me despertaban asustada o llorando como una nena de ocho años que se hace pis en medio de una camita con sábanas de Disney.
Pero anoche, yo soñé con la Pancha.
La Pancha era una perra Basset Hound que tuvimos en casa cuando éramos muy jóvenes.
Éramos recién casados, y naturalmente pobres. Mis padres nos habían regalado un Citröen Ami 8 al cual habíamos bautizado “El Mocho”, a causa de la asociación de su nombre con su deformidad estética y su lentitud para pasar camiones. El Mocho nos llevó ,sin embargo, dos o tres veces hasta Bahía Blanca y otras tantas a Villa Gesell, con una consecuente e inevitable lumbalgia de la que era víctima Gustavo al fin del periplo, puesto que a pesar de sus veintipico de años, no toleraba ya la tensión del acelerador duro y la palanca de cambios cercana casi al corazón del conductor.
Éramos muy jóvenes, muy bellos, muy poderosos.
Trabajábamos muchísimo, y aunque la economía de la Hiperinflación de fines de los ochenta nos sumía cada fin de mes en una angustia de la que sólo emergíamos cuando nos llegaba el nuevo cheque de cobro, pretendimos criar un perro.
No otro perro. Ése.
Unas vacaciones de Julio, leímos en el diario los avisos clasificados en los que se anunciaban cachorros de Basset Hound a la venta. Gustavo llamó, y mientras yo le hacía gestos de plegarias en posición de suplicante, arrugando la cara en un gesto pío, él cerró el trato con una ligera sospecha de que se arrepentiría inmediatamente del deseo sin medida que se había apoderado de su alma.
Con una sonrisa enigmática, me avisó:
- Queda en San Martín. Nos espera ahora-
Y partimos con el Mocho, un desapacible día de julio, desde La Plata hasta San Martín, cuando la Autopista La Plata- Buenos Aires no era más que un sueño, por lo que anduvimos por el conurbano del Sur al conurbano del Norte embarcados en nuestra noble nave Argo, en busca del vellocino de oro.
En el camino se largó a llover, y nos perdimos. Yo consultaba un mapa, pero encomendarme esa tarea era como pedirle a un ciego de nacimiento que describa el color magenta, por lo que, de acuerdo a la paz y pericia en las rutas de mi compañero, llegamos a la dirección, casi a la hora en que hubiéramos debido regresar a La Plata.
Siempre he tenido la sensación de que si tengo un deseo muy potente, éste se desvanecerá apenas toque la concepción posible de sus pliegues más superficiales.
Entramos a una casa lúgubre con aspecto de ser víctima en cualquier momento de un allanamiento policial, inundada de un fétido olor a perro que emanaba de un corralito de niño de los años cincuenta, en el que dormía un San Bernardo descomunal de ocho meses.
La dueña nos explicó que sólo quedaban hembras, y que eran más caras.
Y yo la vi. Y Gustavo también la vio.
Y sin consultarnos, la elegimos.
Era un pequeño ser con ojos en compota y unas monstruosas orejas que parecían alas. Hacía un ruidito de respiración trabajosa que parecía rogarnos que la llevemos, con las patas delanteras laxas sobre el pecho. Tenía 31 días.
Se llamaba Hilda of Wilton Can, porque tenía pedigree.
Apenas nos subimos al Mocho y la acomodé adentro de mi campera, se durmió.
Gustavo la bautizó, con una voz que siempre ha puesto para los hijos y para los perros:
- Pancha- dijo, y no se habló más del asunto.
A la plenitud de esa noche, sólo la comparo a cuando nacieron los hijos.
Por fin la teníamos.
Pasó la vida, y la Pancha nos acompañó en todos nuestros caminos más oscuros y más afortunados. Presenció nacimientos, mudanzas, peleas sangrientas, reconciliaciones llorosas, confesiones, secretos y arrepentimientos. Presenció vacaciones en el mar y la montaña, encierros, inquietudes en las noches, y escuchó, silente y con paciencia, cómo mi hijo mayor le preguntaba, levantándole sus orejas para custodiar el secreto:
- Pancha… ¿No es cierto que mi mamá es muy mala?-
Y, como todo perro bueno, un día se murió.

Hubo veces en que supuse que nuestra vida había cambiado desde la muerte de la Pancha. Hubo veces en que extrañé su mirada y su porte solemne que le daba un aire muy similar al de Sarmiento. Hubo veces en que pretendí preferir los gatos, en que me negué a que hubiera otro perro en la casa.
Y hasta quise revivir la historia, regalándole a Gustavo otra perra igual, que no tuvo buena suerte.
Y nos pasó la vida. A los dos.
Entonces anoche, de pronto, se enseñoreó la perra parecida a las estampas de Sarmiento del Billiken, que dormía veinte horas por día, y aún así era indefectiblemente nuestra. Brilló como cuando se subía a una cama y nos miraba, pidiendo disculpas con una sonrisa. (Juro que tenía una sonrisa en los belfos húmedos y rosados). Oí el ruido de sus pezuñas caminando por el piso de la casa del presente, pero trayendo el celeste y blanco de la casa del pasado, conjunción de una rayuela que llevaba al cielo, sin escalas.
La hacía entrar, y la acomodaba en la cucha que hoy tiene Arena, nuestra perra actual, cuya mirada me provoca el mismo sosiego que aquellos ojos tristes que una vez quedaron ciegos y aún así, velaban por nosotros.

27 de marzo de 2010

PLAZA MORENO, ABRIL-MAYO DE 1976


Por aquellos años, yo no era muy feliz.

Compelida por mis padres a dejar mi pueblo para ir a vivir a La Plata, en pleno agosto del año 75, era natural que el primer sentimiento fuera un gran susto.
El día en que ingresé por primera vez al edificio de la Escuela Normal Número 1, sus alumnas de entre 15 y 17 años habían quemado en el baño pastillas de gamexane en protesta por no ser permitido el minuto de silencio en la bandera, con el que querían homenajear a las víctimas de Trelew.

Mi vida social, en ese fin de año de 1975, se redujo a comer chocolatines Suchard´s mirando Piel Naranja y la Pantera Rosa.

En el inicio de clases del 76, mi decisión fue destacarme de otro modo que no fuera la diversión que sentía mi deber hacia mis compañeros, de modo que, con férrea voluntad de cambio, me dediqué a estudiar como si fuese un jesuita.

Descubrí el placer inmenso del conocimiento, y la emoción de encontrar que en una prueba de matemática no tenía un solo error.


Yo vivía a la vuelta de la Plaza Moreno, una de las plazas más lindas que haya construido el hombre, cuyas anchas veredas recortaban los tilos en el cielo, inundando de perfume la llegada de noviembre.

Pero el olor del 76 no era de tilos ni de los azahares de la calle 54.

Era olor a muerte y a rapiña.

Se buscaba no olvidar jamás los documentos en casa, se hablaba en voz baja para no ser denunciado por quien escuchara lo que no podíamos callar, se lloraban apenas las noticias “ Se llevaron al hijo de Tierno, al hijo de Mercader, al hermano de Toto, al chico de la pensión de calle 13, Ana Belia pudo escaparse a México….”, todos amigos, vecinos, familiares….. Se adivinaba apenas qué les pasaría. Se percibía que ya la herida se agigantaba y que no podíamos ser los mismos.

Y en esa enorme ratonera que nos habían tendido, yo, que tenía 15 años, empezaba a entender que no tenía forma de resistir.

Una tarde de abril o mayo, yo volvía de la Alianza con mi Mauger Bleu y mis cuadernos prolijos con letra de niña, vestida a la usanza de esos años como todas las chicas finas platenses, sweater y medias al tono, kilt y mocasines de Correa, variante de la zapatería Guido de Buenos Aires.
Cruzaba la Plaza Moreno, imaginando acaso que en sus anchas veredas encontraría a quien me emparchara un poco y limpiara mi cabeza, cuando escuché un ruido ensordecedor y al mismo tiempo vi que un muchachito subía de la calle en una moto para mí enorme, escapando de un Torino gris que subió también a la plaza desde la calle 53, cercándolo.

Presumí con esa inocencia que simpatiza con el mártir, que el muchachito iba a perder a sus perseguidores en una transformación de su moto en un aliado Pegaso, dejándolos burlados en su impotencia, pero ellos, con una velocidad que jamás he vuelto a ver en otro acto humano, se bajaron del auto.
Dos hombres horribles empuñaron unas pistolas de caño larguísimo y con un movimiento gimnástico en la flexión de sus rodillas y el extender sus brazos, lo derribaron.

No recuerdo cómo llegué a mi casa, no supe después si corrí, si lloré, por qué razón no les llamé la atención, qué impunidad puede sentir un ser humano para no ocultar tan vergonzante homicidio e inclusive, si realmente había ocurrido o sólo eran fantasmas que rondan a las buenas gentes en tiempos de odio.

Pero creo que había perdido definitivamente la inocencia.

Años después, una amiga me contó que el primo de su novio había tenido ese final, aproximadamente en esa fecha, por lo que colegí que, de verdad, yo había sido la última persona que lo había visto con vida.

Cuando en estos días escucho que se habla tan livianamente de “inseguridad”, tengo en mi corazón la triste sospecha de que mi amigo de la moto vuelve a ser asesinado todos los días nuevamente.

7 de marzo de 2010

LA MARY


Ingresar a la Secundaria no fue para mí tarea fácil.
Durante los tres años en que fue un territorio anhelado, sólo accesible para mi hermano y los chicos que se calzaban un traje para transitarla, fue un lugar ideal, en el que suponía instalarme con la mayor soltura, emanada seguramente, de la experiencia de la vida que había ya sido alcanzada por el Club de Remo, los asaltos en la casa de Espartaco Sarramone y la revolución hormonal que todos los de mi especie iban sufriendo.
El impacto de entrar casi de noche en la misma escuela en la que el Señor Bernabé nos enseñaba con un verso la acentuación de las esdrújulas En el tiempo de los apostoles, los hombres eran barbaros, se subían a los arboles y se comían los pajaros, incorporando al diccionario cuatro palabras que carecían de significado si no se acentuaban, fue tan enorme cuando ingresé, que percibí que todos mis compañeros eran gigantes y yo liliputiense.
Con el correr de los días, esto se agravó severamente cuando la Señora de Lier me llamó al frente sorpresivamente para que explicara qué era una recta. No me resultaba de ningún modo posible exponer nada de lo que no había existido jamás una lectura previa, por lo tanto, el uno que me llevé fue suficiente como para comprender que en la Secundaria se estudiaba, y no bastaba con saber que una recta era una línea dibujada sobre la hoja Rivadavia.
Hoy creo recordar, no sin espanto, que le contesté que una recta era una raya.
Por otro lado, mis amigas queridas, con las que en el Club habíamos soñado sentarnos cerca y conversar con risotadas toda la mañana, habían decidido no dirigirme más la palabra, por lo que lo mínimo que me podía pasar en ese año aciago, fue ser infelicísima y esguinzarme un pie en la calle mientras llevaba a mi hermana al Jardín de Infantes, síntoma de angustia éste del que me desquité con la pobrecita, dándole un cachetazo en la cabeza, mientras le recriminaba Por tu culpa!
Sin embargo, la presencia de Margarita en mi vida convirtió ese camino gravoso en una aventura de todos los lunes, en que me narraba con toda precisión las películas a las que había asistido junto a su novio.
Y mientras yo esperaba con angustia que la Secundaria fuera a someterme una vez más a algún evento en el que se probara que podía sortearlo con éxito aunque me costara la vida, ella, atrás de la mesada que dividía la cocina del comedor diario, demoraba mi partida contándome cómo la Mary se había puesto su vestido de novia arriba de una prohibida desnudez y había apuñalado nada menos que a Carlos Monzón.

6 de marzo de 2010

MEMORIAS DE AZUL


UNA ANÉCDOTA DE MARGARITA EN CASA DE ORTIZ


Una tarde, mi madre pidió a Margarita, que a la sazón contaba con quince años, que matara un pollo para servirlo al otro día ya dorado, en una corona de papas al horno crocantes.
Mi madre suponía que por haber nacido en el campo, forzosamente Margarita debía saber matar pollos con la pericia de un matarife, pero ésta, tímidamente (la imagino tímida por aquellos años), le explicó que no sabía hacerlo. Sin embargo, mi madre desestimó esa sinceridad, y con un tono que casi estoy escuchando, le dijo:
- Dale, che, mirá si no vas a saber matar un pollo habiendo nacido en el campo-
Así fue que Margarita, con humildad, llevó al pollo a un improvisado ara, lo tomó del cuello y se dispuso a bajar en él el cuchillo sacrificial que había sacado del cajón de la cocina, pero al ver la indefensión del ave, su corazón bondadoso se apiadó, y mientras bajaba el cuchillo, corrió la cabeza del pollo en un movimiento instintivo de protección, con tanta mala fortuna que el puñal fue a dar en su dedo pulgar, dejándolo envuelto en sangre y con una rigidez que hasta el día de hoy se mantiene.
Aquella núbil sacerdotisa no tenía más que quince años, por lo que se invistió de un odio inaugural en su corazón sencillo y golpeó con el cuchillo en la cabeza del pollo más de veinte veces, dejando una masa sanguinolenta en aquella cabeza que dos minutos antes había querido salvar.


UNA ANÉCDOTA DE MARGARITA EN EL PARQUE


En esos años en que Serrat se mezclaba con Los Beatles y las publicidades de Lee, (“Identifica”),era forzoso que a los chicos de Clase Media se les compraran bicicletas que, según los rodados, pertenecían a cada hijo. La de mi hermano era Número 28 y la mía número 24, ambas rojas y esplendorosas, con un timbre bastante inútil y unas tiras de nylon de colores que adornaban el manubrio y que a los tres días de usado, iban a parar a la basura; en aquel tiempo, armada con diarios dentro de un cesto que probablemente fuese de lata.
Yo siempre había resultado una inservible absoluta para todo lo que pusiera el cuerpo en acción, y aunque me esforzara por correr y saltar charcos, era bastante proclive a caer desparramada en las veredas, mancharme la ropa y hacerme un agujero terroso y sangriento en las rodillas. Mi carácter optimista y entusiasta mitigaba el dolor pensando que en unos días iría a contar esa experiencia sin sufrirla en ese presente, archivándola en un pasado que aún no había llegado. Años después, continué con esa manía hasta cerrarme una puerta de hierro en el dedo pulgar, y aunque no funcionó como en mi infancia, sí puedo decir ahora que forma parte de un pasado triste.
Por esta razón, con casi nueve años, mi refulgente bicicleta roja tenía rueditas, y fue Margarita la encargada de llevarme al parque que distaba dos cuadras de mi casa para que finalmente, la obtusa lograra mantener el equilibrio en su vehículo de tracción a sangre, con el efecto final de andar durante un verano dando vueltas manzana, hasta que no volví a tocar una bicicleta no más que dos o tres veces en la vida, y éstas con riesgo de romperme la crisma apenas arrancara a pedalear.
Una tarde (a las tardes de Azul las recuerdo de verano), fuimos con Margarita al parque, con mi bicicleta ya sin rueditas, y mientras ella me sostenía desde atrás por el asiento, yo pedaleaba como si en ello dependiera el fin del hambre en Africa, mientras le suplicaba con aquella voz que ya no tengo No me vayas a soltar, Margarita, por favor, no me sueltes….
Pese a que yo escuchara que ella negaba que soltarme fuera necesario, el sonido de su voz se fue alejando No, Pushi, no te suelto, vos pedaleá, y frente a esta distancia entre la voz y el enunciado, me di vuelta, con el resultado de que caí como una bolsa de papas en uno de los caminitos de aquel parque, cuyas piedritas se incrustaban en mis rodillas en cada caída, y mientras Margarita me consolaba con besos en la cabeza, ambas entendimos que no habría, nunca más en toda mi existencia, un momento de mayor satisfacción por haber aprendido algo sin darme cuenta.


LA SEÑORITA HOCICO DE PUERCO


El escritorio de mi padre guardaba para nosotros misterios que provocaban sentimientos de los más variados, aunque indefectiblemente todos fueran a dar en uno último, que abarcaba a los otros y a veces nombraba los más complejos.
Este sentimiento primordial era miedo.
No un miedo entendido como sobresalto, sino el terror que aceleraba sus sinónimos. Era pavor, espanto y horror pánicos. Era una mezcla abominable de culpa y de curiosidad insalubre, puesto que apenas entrábamos, nos era imperioso ir hacia la fila en el que se erguían los doce tomos del Diccionario Enciclopédico Salvat, para extraer del estante el tomo correspondiente a la distancia de palabras que había entre MAP- OZ, y buscar, con los dedos terrosos provenientes de los paseos por la plaza de la usina, la palabra MONSTRUO.
El iniciador de estas sesiones atroces era mi hermano, quien ocultaba el verdadero horror que le producían las imágenes con el acto indigno de empujarme el libro hacia la cara cuando yo más hipnotizada estaba mirando las estampas, como si reviviera con ese envión pavo a las criaturas, y que yo diera el alarido que inevitablemente, una y otra vez, y aun sabiendo de la chuscada de mi hermano,daría.
Y Margarita estaba con nosotros, con sus dieciséis o diecisiete años de chica curiosa, a la que no le había sido dado por cuna el hábito de leer, pero que en mi casa fue desarrollado vorazmente, al punto de leer en los años 70 Cien Años de Soledad, en menos de cinco días.
Pero para ese entonces, Margarita era una más de nosotros, sólo que responsable, así que era ella misma la que se abalanzaba a la fila de diccionarios y buscaba el elegido, y con un movimiento juguetón de sus manos escondiendo el ejemplar, provocaba a mi hermano:
- Ahora lo agarré yo-
Mi hermano no decía nada, pero esperaba la oportunidad de vengarse, no en ella, sino en mí, de modo que encontraba todo tipo de vejámenes que me humillaran hasta que yo finalizaba la incursión al escritorio con un caminar zancudo hacia la puerta y mis manos refregando los ojos con lágrimas, al grito justiciero de
- ¡Mamaáááááááááááááaá´!-
Sin embargo, había días en que solíamos mirar juntos las láminas de monstruos, las tres cabezas alineadas, mientras Margarita iba largando escalofriantes hipótesis:
- Mmmmhhh, mirá si se te aparece de noche-
La página de monstruos mostraba unos grabados antiguos sobre posibles seres fabulosos de los que nosotros no teníamos duda alguna acerca de su existencia, y acaso el color gris con el que estaban representados incrementara más aún sus aterradoras fisonomías.
Con los años he regresado a la página de monstruos y me han parecido infinitamente más pequeños, más inofensivos y más simples. Pero en 1965, esa cohorte de engendros se instalaba en mi memoria y hacía que le pidiera a Margarita que se sentara en el bidet mientras yo estaba en el inodoro, por el temor a que apareciera alguno de atrás de la cortina de la ducha.
Estaban dispuestos, además, de un modo inhumano. Árboles con ojos que lloraban, becerros de dos cabezas, un hombre con tronco de perro, siameses mongoles unidos por las nalgas, se presentaban como un séquito bestial al monstruo más horrísono y más implacable: La Señorita Hocico de Puerco.
En el centro, vestida a la moda de principios del siglo XIX, compitiendo en elegancia con Mariquita Sanchez de Thompson, peinada con leves bucles que caían en un fino cuello de mujer, se exhibía casi soberbia la Señorita Hocico de Puerco, cuya nariz humana había devenido en el fenómeno que mentaba su nombre.
No había ocasión en que Margarita no terminara el paseo por las láminas diciendo con un suspiro misericordioso:
- Pobre Señorita Hocico de Puerco…. ¿ Cómo va a conseguir novio así?-
Y entonces, yo levantaba la cabeza y veía sus ojos buenos apiadarse de la soltería irremediable de la Señorita Hocico de Puerco, a quien ella me acercaba como un ser más digno de piedad que de temor, y corría al estante para buscar el diccionario de las banderas.
Siempre le ganaba adivinando sus pertenencias a países que ninguna de las dos conocíamos.


UN PÓSTUMO HOMENAJE A RODOLFO OF STEERLING ORTIZ


Mis padres tenían un perrito llamado Rodolfo Of Sterleeng Ortiz, un scotish terrier negro con un hedor inaudito para una criatura con vida. Lo llamaban Roddy a secas y era sobrino del Duke, el perro de mis abuelos.
El Duke (siempre en mi casa se dieron nombres con un provinciano artículo adelante) llevaba una vida regalada, porque una hermana de mi padre lo tenía a cargo, y ésta era una señorita aristocrática a la que la servidumbre le ponía las medias hasta los catorce años, por lo que el Duke tenía muy bien puesto su nombre, bañado frecuentemente, con collar y fotos frente al espejo.
En cambio el Roddy era un don nadie.
Un desclasado, un desdichado que había ido a parar a una casa en la que había dos niños de corta edad y una madre con ilusión de que todo brillara. Por lo tanto, la sola presencia del Roddy la llevaba a la furia báquica, al punto de darle una patada solamente porque el perro exudaba en demasía un fatídico olor a “salame”, término con el cual ella creía aunar el concepto de pestilencia.
Un infortunado que no tenía collar, no era sacado a pasear jamás y era llevado en largos viajes hasta Lomas de Zamora, donde el Duke le ofrecía todas las posibilidades de que enloqueciera de envidia, puesto que éste dormía en el dormitorio de la Niña Petete, y él en una manta raída de colores sospechosos, en la cocina.

Un desventurado, que se la pasaba hecho un ovillo bajo el asiento del acompañante, fundido en el piso del Fiat 600 durante las seis horas que duraba el periplo, entre los vómitos de Margarita en la banquina, nosotros peleando en los asientos de atrás y las alteraciones frecuentes de nervios que sufría mi madre en esos años, que le provocaban soltar patadas nacidas del deseo de que el pobre Roddy muriera en ese instante, o, mejor dicho, no hubiese visto nunca jamás la luz del sol.
La única que se ocupaba del Roddy mirándolo con una cierta afición, era Margarita, quien le daba de comer, detectaba si habían pasado tres días sin que ingiriera agua, y lo bañaba en la pileta del lavadero, siempre oscuro y lo suficientemente lúgubre como para que un baño de perro resultara jubiloso .
Una tarde de sábado, Margarita, que estaba sola en la casa, decidió efectivamente bañarlo, acto que llevaba a cabo con un hilo de agua fría y un jabón Federal Marfil, en la pileta de aquel lavadero que hoy pienso como una sala de torturas inquisitoriales.
Lo subió a la pileta y mientras lo enjabonaba, seguramente hablándole como si fuese una persona compuesta, escuchó el timbre.
- Quedate aquí, no te muevas- le dijo, y dejó el jabón diligentemente en su cabeza, cuya blancura contrastaba con el negro del pelaje.
Cuando volvió, casi corriendo, al recordar que había dejado al Roddy bajo el chorro de agua y el jabón arriba de la cabeza, olvidándolo completamente frente a la extensa charla que mantuvo en la puerta con su amiga María Rosa, el Roddy, fiel como pocos o terco como todo escocés, aún continuaba allí,con el jabón derretido, de acuerdo a la orden que le hubiera dado la única persona que le había hablado en toda su vida.