21 de septiembre de 2009

SALUDOS EN EZEIZA


( A mi hermana)
- Es que ustedes laburan, boluda…. Yo tengo un emboleeee – arrastró la palabra Constanza para indicar que su tedio no era momentáneo, sino un aburrimiento mortal que la embargaba desde que se levantaba de la cama. Bárbara suponía, a todas veras, que su hermana era demasiado blanda para trabajar, por lo que, casi ofendida, intentaba torcer su decisión para hacerla desistir:
- ¿Pero justo en la Clínica de Machaca? ¿Vos te imaginás el quilombo que va a hacer la vieja cuando te vea?- buscando aprobación, miraba a las otras hermanas que presenciaban una más de las discusiones a veces sangrientas que ésta entablaba.
A Verónica le dolía el adjetivo endilgado a Machaca, por lo que, mientras interrumpía el arreglo de sus uñas con una lima con corazoncitos, escondía su labio inferior entre los dientes superiores y miraba al cielo con cara de unción, reprendiendo:
- Ay, Bárbara…. La vieja… la vieja…-
- ¡Bueno! Machaca, la tía, María Magdalena, como quieras…. Está tan pirada que te va a decir cualquier cosa, vas a terminar llorando como una pelotuda, te la canto desde ya-
- Che, pará un poco… Si le ofrecieron de ahí, ¿Qué importa? Justo casualmente está internada Machaca, pero eso no quiere decir que va a estar masajeando los pies de Machaca todo el día- recordó Carola acodada en la barra de la cocina de su casa, lugar donde aparentemente confluían las hermanas cuando el statu quo de la familia se modificaba aunque sea un centímetro.
- Ay, que asco, boluda…- se repugnó Verónica, viendo en su mente dos bodoques inertes color obispo a los que Constanza les daría vida, representando los pies de cualquier anciano, ya sea Machaca o el Papa Juan Pablo II.
- Mirala, che….- se vengó Bárbara del comentario anterior de la hermana menor.- Primero se horroriza que le diga “la vieja” y después se asquea de las patas- y largó una carcajada excedida sólo para mortificarla, gesto al cual Verónica no respondió pero que la dejó con una tristeza inmensa durante los dos días posteriores al coloquio.
- Bueno- remató Constanza – Igual ya acepté- y mordió, por hacer algo, una miga que encontró en el mantel sin sacar del almuerzo y que escupió inmediatamente al notar su gusto dudoso.
- Ahhhhhhh!!! – Vociferó la gemela - ¡Te felicitamos!!!. Cuando la vieja te putee y te haga quedar mal, no vengas a llorar acá, eh-
Y quedó rumiando el pesar que le originaba sospechar que su hermana se vería humillada por alguien, fuese quien fuese, y no estuviese ella para defenderla de quien lo probara.

Constanza se vistió con diligencia ese lunes. Era probablemente la más elegante de las hermanas, y sabía cómo impresionar. Llegó a la clínica después de dar cinco vueltas manzana y pasar por la puerta las tantas veces que aminoró la marcha bajando el cuello para dar con la dirección, pese a que ya había ido a esa clínica por lo menos en diez ocasiones, con la salvedad de que en esas ocasiones habían conducido Carola o Bárbara.
Después de las presentaciones de rigor, se vio en un cuartito donde debía cambiarse de ropa y colocarse un ambo ya preparado para ella, en cuyo bolsillo izquierdo se leía: Constanza Arias, Kinesiología.
Feliz, orgullosa, llena de ansiedad, abrió la puerta con fuerza, como si ya fuera de la casa y estuviera apurada por la cantidad de pacientes, dándole con ésta en la ceja a un enfermero que hubo de ser atendido por sus propios compañeros, quienes le pegaron la herida con la gotita y le estamparon una cinta adhesiva.
Y entró, Constanza, la nueva kinesióloga, a la habitación en la que Machaca leía sin lentes una revista Pronto, junto a una anciana con aspecto de moribunda que yacía en la cama vecina, a quien la tía le hablaba como si gozara de la más plena salud Che, pero mirá las tetas que tiene esta hija de puta de la Francese.
Constanza creyó que Bárbara tenía razón, y juzgó que quería regresar a su casa en ese instante, pero al presentarse, omitiendo el parentesco como le había aconsejado Pablo, recibió de Machaca una sonrisa tan dulce, que le hizo recordar a la cara de su padre.
- Hola, nena- le dijo- ¿Venís a masajear a estas viejas?-
Ella percibió que entraba en otra dimensión, la de sus juegos de infancia, en los que le resultaba tan difícil salir, que continuaba diciendo que se llamaba Aurelia inclusive a los propios tíos que, naturalmente, conocían su nombre y apellido. Y ejercitó, como nunca, su verdadera esencia; la de la actriz formidable que hacía creer a todo el mundo lo que ella quería que creyeran. Salvo que en este caso, no sólo era necesario sino también impulsado por la preservación de su propia salud mental.
- Si, señoritas. ¿Señoras o Señoritas?-
- Yo soy señora…- respondió muy resuelta Machaca – Aquella ya no, pobre. Es viuda- secreteó, como para no recordarle a la moribunda que su marido era polvo del planeta desde hacía quince años.
- Pobre- se lamentó Constanza- ¿Y su marido la viene a ver?
- Vive acá, en mi departamento de Juncal- contestó.- Ahora está ocupado con un tema con unos peones….- se interrumpió – Es estanciero, pero le gusta mucho el cine-
- Ahhhh- le respondió Constanza mientras le sacaba las pantuflas y le encremaba unos pies de niña- ¿Hace películas?
- Sí, claro…. Unas películas bárbaras. Vos viste “La Raulito”?
-¿La de Marilina Ross? – Aclaró Constanza innecesariamente- ¡¡Síiiii!!. Divina película- mientras ahora sus manos le recorrían con los dedos un camino hasta el tobillo diminuto de Machaca, que se abandonaba a la pericia de Constanza y hablaba cada vez más lentamente, cada vez más en secreto, con la penumbra fresca de la habitación que invitaba a internarse en su mundo psicodélico de fantasías y recuerdos mezclados con delirios que, en otro momento, la hubieran hecho largar una irreverente carcajada, pero que ahora, en ese leve abandono que la tía que le enseñó a maquillarse mostraba a sus manos y sus oídos, le mantenían el pecho embargado de una triste emoción que su vida ligera jamás había experimentado.
- Sí… muy linda película. Bueno, mi marido es Lautaro Murúa- indicó con un orgullo infantil.
- ¡¡Ay, es buenmocísimo!!!- se congratuló ella, mientras Machaca asentía sonriendo con los ojos cerrados:
- Mi vida sería perfecta si no fuera porque extraño mucho a mis hermanitas….- comenzó, con una voz extraña, entrecortada a veces por un sollozo, o por un carraspeo para disimularlo.- Una se nos murió. Del corazón, pobrecita. Era tan pero tan linda…. Y la otra se fue… a Estocolmo se fue. La dejé de ver en el 75. No me olvido más… nunca me voy a olvidar… nos habíamos peleado por una pollera… Mirá que hay que ser pelotuda para enojarse con la hermana de 20 años que se va a vivir a Suecia… Y yo me hice la ofendida… le di un beso en la mejilla… ella me miraba, porque esperaba que la abrazara, pero yo… me hacía la ofendida… porque me había sacado una pollera… ¿Te das cuenta, nena? Una pollera… un pedazo de trapo que después le regalé a la muchacha… Y ella nunca más volvió… nunca más…. Tenía el pelo rubio y largo hasta la cintura, y era tan buena con la gente…- Machaca lloraba ahora, unas lágrimas pequeñas que iban corriendo por su cara, que de pronto se descubría ante Constanza con delineador negro y pestañas postizas, tan lozana y fresca como cuando aparecía con palazzos en las navidades en Tortuguitas, como una reina, tomando champagne y dándoles de fumar en el baño, mientras mandaba a la mierda al mundo entero con una carcajada llena de palabrotas que a las chicas Arias las hacían desear con toda su alma ser exactamente, en el futuro, como Machaca Arias Guevara.
Constanza escuchaba esto en un recogido silencio. Temía hablar y que se rompiera el encanto, pero también temía que el dolor de los recuerdos lastimara a Machaca, y tuvo unas irrefrenables ganas de acunarla como si fuese su hija, de acariciarle la cabeza que siempre olía bien. Jamás había visto a la tía llorar, salvo cuando habían muerto los hermanos, lo cual, de todos modos, había sido más bien exiguo, porque parecía que la función de Machaca era divertir a la familia, y extirpar la angustia ante la muerte y el paso del tiempo. Entonces descerrajaba alguna barbaridad que a todos les anestesiaba el dolor por un minuto, lo cual era agradecido como el agua en el desierto.
Ahora era ella la que mostraba a la desconocida kinesióloga su pequeño dolor de no haber saludado con un abrazo a la hermana ausente desde hacía 34 años, y era Constanza la depositaria de ese secreto que jamás diría frente a nadie.
Por fin, habló. Y sintió que su voz sonaba como la de sus hermanas:
- Yo también tengo una hermana que se fue. En el 2001… ¿Se acuerda? A España se fue…. Y no la he vuelto a ver más-
Machaca abrió los ojos, enormemente verdes, como de muñeca:
- ¿Y la pudiste saludar en Ezeiza?-
Constanza negó tristemente con la cabeza
- No, Señora Murúa…. No llegué. Yo vivía en Escobar en esa época y salí tarde de mi casa-
- Ay…. – se condolió- Qué pena…. Qué gran pena….- y cerró de nuevo los ojos, como dormida, mientras Constanza le ponía las medias con delicadeza y le besaba el pie derecho, con tanta ternura como no había sentido ni por su hijito.
Machaca quedó en la habitación, y Constanza salió hacia la puerta, para continuar su primer día de trabajo.

Cuando llegó a su casa, escribió un mensaje para su hermana Bárbara
Te quiero.

11 de septiembre de 2009

SUPERMERCADO " AHORRA"



Bárbara investigó con cara de preocupada la heladera, cuyo resultado echó la humillante suma de cuatro aderezos mal apretados, un Ibupirac vencido y tres limones secos arriba de una milanesa de rotisería, cuyos duros vértices se arqueaban hacia los cítricos abarcándolos en un abrazo fraterno; por lo que concluyó con un humor de perros que su obligación era ir al supermercado.
Su plan distaba mucho de arrastrar los pies entre góndolas atestadas de parejas felices que se consultaban precios, o de chiquilines que le empujaban el changuito en sus correrías por los pasillos, por lo que optó por acudir al mercadito chino que a veces la sacaba de apuro con algún producto olvidado del pedido del mes.
Buscó las llaves del auto, se puso anteojos negros y salió hacia la calle en la que estaba situado el mercadito, a tres cuadras de la suya.
Bárbara era tan extraordinariamente perezosa para caminar, que iba en auto a comprar cigarrillos al kiosko de la vuelta de su casa.
Apenas llegó, vio que dos fornidos muchachos estaban apilando cajones de gaseosas, mientras el dueño del mercado, un oriental descarnado que saludaba gozoso uno a uno a los clientes que acudían a su negocio, anotaba en un formulario el nuevo pedido y balbuceaba en un dudoso castellano la cantidad de cajones que necesitaba ah… doss… cajjon. Ella entró, y aunque dudaba mucho de que el oriental la conociera, devolvió halagada el saludo casi ininteligible que éste le brindara al ingresar, como si recibiera una reverencia budista antes de recogerse en un templo en medio del Himalaya.
Escuchó que los muchachos fornidos trataban de un modo demasiado cercano, acaso confianzudo, al dueño del mercado, quien sólo mostraba una quijada abierta en una sonrisa anodina, puesto que no comprendía un ápice de la jerga de aquéllos, a quienes, a decir verdad, había que prestar la atención propia hacia los sordomudos para hilar la sintaxis de sus enunciados, pues apenas si articulaban dos o tres frases con sentido, por lo que mal el chino decodificaría algo entre sus gruñidos mal estructurados. Sin embargo, se notaba claramente que estaban riéndose del Señor Huang, quien para Bárbara representaba un arquetipo de urbanidad y simpatía, y quien, según Constanza le hubiese anoticiado, Creo que en China era filósofo, o teólogo… o no sé qué cosa de la filosofía Zen, lo cual a cualquiera de las Arias la transportaba en un éxtasis ponderativo, ya que eran adoradoras del saber ilustrado, y consecuentemente, se conmiseraban de aquellos como el Señor Huang que había abandonado su erudición para viajar al otro lado del mundo con el propósito de alimentar a su familia, ideada por ellas como un montón de chinitos muertos de hambre y con los vientres abultados, asociando su cantidad y sus fisonomías a Kim Phuc, aquella niña vietnamita que corriera junto con sus hermanitos con desesperación por la carretera en 1972.
Si bien era cierto que las palabras de Constanza no siempre eran confiables dadas sus buenas intenciones pero pésimas consecuencias a la hora de la verdad, las hermanas, sin embargo, tenían la extraña manía de creerle todas sus primicias, pese a la cara que Pablo Smart ponía cuando ella tomaba la palabra para develar un secreto que las otras desconocían, porque siempre, indefectiblemente, este secreto era un delirio inventado por ella para realzar al personaje que le había caído simpático.
Los muchachos fornidos continuaban zahiriendo al Señor Huang, mientras éste hacía conmovedores esfuerzos por mantener la compostura sin abandonar la cordialidad, hasta que en la búsqueda del pan rallado, Bárbara notó alarmada, que uno de ellos tomaba la solapa de un mal compuesto saco que llevaba el chino, y lo sacudía de un modo inconcebible, por lo que se acodó con cara de arrabalera en el carrito desvencijado y con unos irreverentes deseos de trompearlos hasta dejarlos desmayados en el suelo, les espetó con voz bronca:
- ¡ Che, qué les pasa a ustedes? ¿ Quieren que llame a la cana?¿ Por qué no lo dejan tranquilo?- preguntas todas que congelaron el momento en un cuadro estupefacto y mudo, ya que todos los clientes se detuvieron, las empleadas que cortaban fiambre cogotearon para localizar el lugar de donde provenía la voz y aún la muchacha que pesaba la fruta salió del mostrador con sus guantes de cirujana manchados con tierra de las papas y quedó en el pasillo con una bolsita de damascos a medio pesar.
El Señor Huang comenzó a transpirar, viendo cómo su negocio tenía un incidente más bien grave con esa arpía gritando, y en lugar de sentirse defendido por Bárbara, percibió que debía demostrar que en su casa sólo reinaba la paz y la concordia, por lo que, enfrentándose con ella como un gallo de riña, le dijo con tono molesto:
- Va la seiora…. Va…. No grita… no grita acá… acá … No, no-
Ella supuso que el chino no había comprendido, dadas las precarias condiciones lingüísticas con las que se manejaba, que la intención que la impulsaba al mal momento era solidaria y fraterna, que no creía en las razas y en las nacionalidades, y que su concepto de patria era más bien lábil, por lo que se sentía hermanada con aquel ejemplo de trabajador erudito que debía soportar las groseras arremetidas de la canalla analfabeta que se permitía la pulla hacia alguien que, al no conocer el idioma, era tildado por ellos de pusilánime. Dando por seguros todos esos argumentos, rechazó con una sonrisa bastante forzada las manos que el Señor Huang pretendía imponerle en la espalda para aquietarla, barboteando torpemente:

- Nadie a usted va a faltarle el respeto, señor…- a lo que el chino, frunciendo aún más la lozana cara característica de la raza amarilla, negaba con un rotundo y frenético movimiento de cabeza, mostrando que lo último que necesitaba era la defensa que de él estaba haciendo a sssseiooora. Ella insistía empecinadamente en continuar su enfrentamiento con todo aquel que no guardara un mínimo de respeto hacia alguien tan honorable como el señor Huang, quien seguramente habría llevado por el Tibet a una miríada de jovencitos pelados con túnicas anaranjadas y las manos juntas en señal de unción, y quienes en este momento serían monjes llenos de sagrada veneración por parte de un pueblo mucho más culto que estas bestias que apenas si sabían hablar.
Y mientras continuaba con sus cerriles razones, las que, dado su carácter inaguantable, pretendía mostrar como válidas sólo con sus miradas amenazantes y sus toscos insultos, Bárbara observó que el Señor Huang sacaba de su bolsillo un celular de última generación y, con gesto impaciente, marcaba con un único y eficaz dedo pulgar, algún número de emergencia, y casi en un segundo, estacionaba chirriando atrás del camión de las gaseosas, un patrullero con tres agentes de la Policía Federal que la redujeron rápidamente como si se tratase de una mechera sorprendida metiéndose en la campera algún producto.
Cuando Pablo Smart fue a buscarla a la Comisaría Cuarta, a la vuelta del Supermercado “ Ahorra”, y antes de escuchar como en una penitencia medieval cada Chino hijo de remil putas que Bárbara endilgara al honorable Señor Huang, u otras imprecaciones infladas soezmente por la humillación que hubiera sufrido al ser acusada por el oriental de tumultuosa, le preguntó atinadamente si no le fallaba la intuición al creer a pies juntillas cada disparate que Constanza largaba; luego de lo cual se la pasó, hasta depositarla en Tortuguitas, diciendo con una media sonrisa burlona entre los dientes:
- A quién se le ocurre….. teólogo el chino Huang…. A quién se le ocurre…..-