8 de enero de 2010

CUENTA CONMIGO


Viajar a Córdoba en auto en la década del 70 desde Buenos Aires, no resultaba sencillo para la familia Arias, dado que contaban con cuatro hijas chicas, la cinetosis de Rosa y un cocker spaniel hecho un ovillo en las plantas de Amanda durante las ocho, diez o catorce horas que durara la travesía, bajo patadas secas y propinadas con saña ante cualquier movimiento del animal que señalara que estaba vivo y que por un orden injusto de la Naturaleza había ido a dar en esa familia que, francamente, no amaba a los perros.
Para ese enero se decidió, pese a que las vacaciones en familia nunca hubieran finalizado venturosamente, que alquilarían todos juntos una gran casa en Tanti, de modo que hubiera un batallón de chicos que frisaban entre los 18 y el año de edad, cuatro matrimonios, Rosa, y las ocasionales visitas de Copete y de Machaca, quien no se perdería por nada del mundo ir a una boîte con un vestido largo para llegar borracha a la madrugada y dormir entreverada con los sobrinos, lo cual a éstos los hacía delirar pensando que entraban en el alocado mundo de bailar suelto y del whisky on the Rocks.
Desde Octubre que los Arias planeaban estas vacaciones, a veces con listas interminables de elementos para llevar, a veces con enconos tan tremendos, que terminaban sin hablarse durante tres días, ante las insistentes preguntas de Rosa, quien parecía feliz de meter el dedo en la llaga ¿ Entonces no vamos, Señora?.
Por ese entonces, Carola ya estaba transitando la adolescencia, las gemelas pretendían hacerlo y Verónica aún no había comprendido que en el universo había luz o sombra, según fuera de día o de noche, puesto que tenía el sueño dramáticamente alterado, y cuando la familia comenzaba a recogerse, cada uno en sus habitaciones, ella comenzaba a ejercitar gracias que no encontraban más eco que el de Rosa, quien le sacudía la cuna dos minutos hasta marearla y suponer que su quietud no se debía al temor que le hubiese infligido con tal movimiento, sino a que su pericia con los bebés la había dormido, todo lo cual la convencía de acostarse satisfecha con el deber cumplido, no sin antes cerrar la puerta para que la Señora Amanda no se despertase, mientras la nena emitía simpáticos sonidos guturales solita, obligando a la ternura de Carola a llevársela a su cama para amanecer las dos acostadas juntas.
El viaje preparado con tanta antelación, resultaba para las niñas un momento colmado de hipotéticos estados jubilosos, pues daban por seguras, además, las presencias de los primos más grandes: Polo, sus dos hermanas, Guillermo Egaña, y los tres hijos de China; Jorge, Eduardo y Carlos, tres engominados cajetillas que habían estudiado en el Nacional Buenos Aires y que siempre estaban juntos, con un swater de bremer instalado displicentemente en los hombros, lloviera, tronara o hiciera un calor de 37 grados.
Pasaron el primero de año con la familia de Amanda, lo cual fue tragado por Quitito como un sapo que se convertiría en príncipe durante el mes en Tanti con los pertenecientes a la casta, y emprendieron el rumbo por la ruta nueve, parando cada hora para que Rosa vomite hiel, cambiar los pañales a Verónica o comprar galletitas Lincoln a Bárbara que era muy capaz de arruinar las vacaciones de la familia entera si se disgustaba por algún capricho que no fuese indemnizado debidamente por sus padres. Constanza hablaba sin parar a Rosa, quien le espetaba lacónicamente ¿No era que Carolina era hija única?, frente a las contradicciones en las que a veces caía, y Carola le mostraba a la chiquita los dibujos de una revista de historietas, señalando con los dedos llenos ya de anillos de plata una y otra vez, un Pato Donald corriendo por arriba de una montaña llena de dinero perteneciente al Tío Rico.
Después de dar vueltas por Alta Gracia convencidos de que habían llegado y de escuchar una más de las peleas de sus padres, Constanza dijo seriamente:
- Allá dice “ Tanti”, y una flechita para allá- con un gesto hacia la izquierda de su mano no sin antes ensayar el gesto de la escritura para no equivocarse, puesto que Constanza era zurda.
- ¿Para dónde?- le gritó Quitito con un inútil y corto movimiento de su cabeza acaso para ver la mano y orientarse.
- ¿ Para dónde, estúpida?- ya nerviosa Amanda se anticipaba a los insultos de Quitito. Constanza seguía insistiendo convencidísima:
- Para allá- más chiquita en su asiento, con ojos implorantes a Rosa o Carola para que le sirvieran de intérpretes.
- Quiere decir para la izquierda- apaciguó Rosa.
- ¡¡Te pasaste otra vez, Quitito!!- soltó Amanda sin poder evitar la reconvención y arrepintiéndose al instante al recordar que su marido no era de los hombres pacíficos que comprenden los errores cuyas consecuencias no son graves.
- ¡¡¡Pero si no vas atenta, Amandaaa!!!-
- ¿¡ Y qué tengo que ir atenta yo, por dios!?- retrucaba dueña de la razón ella, mientras continuaban por el camino equivocado y se alejaban cada vez más de la salida hacia la ruta que los debía llevar correctamente hacia Tanti.
- ¡Y yo voy a tener que manejar y fijarme por dónde voy, carajo!-
- ¿Y si vas solo, a ver, si vas solo? ¿Cómo harías?- se acercaba Amanda a la hecatombre, siempre asistida por el sentido común, que en estos casos, jamás le convenía invocar.
- ¡ Pero para qué estás vos, Amanda, la puta que te reparió! – exageraba su defensa Quitito, con movimientos cada vez más aguerridos de su cabeza, como los de un animal prehistórico que no comprendía desde dónde venían los dardos que lo tumbaran por tierra, en la soledad de su cueva, en tanto que ella se golpeaba el pecho con indignación, vociferando como la gorgona frente al escudo reluciente de Perseo.
- ¡ Para cualquier cosa menos para estar a tu servicio, che, qué te has creído?-
En los asientos de atrás se podía ver el silencio como una masa opaca y gris, que amenazaba para las niñas los estados de paroxismo que hubiesen vislumbrado otrora, en tanto que Rosa optaba por tragarse la hiel que los nervios le hubiesen llevado a la boca, antes de abrirla para pedir detener el automóvil y desahogarse en un corto vómito, que en el viento que lanzaban los camiones se desbarataba en una estalactita verdosa hacia los yuyos altos de la banquina.
Hecho y rehecho el camino durante dos horas, con los ruidos de la ruta por toda compañía, llegaron casi a las diez de la noche a la casa que conjeturaban cómoda, espaciosa y aristocrática, pero que resultó ser una vieja casona de campo mal pertrechada, llena de bichos y con manteles de hule que olían sospechosamente.

Sin embargo, para los integrantes menores resultaron ser las vacaciones más excitantes de la vida.
Dormían en un ala alejada de la casa principal, que apestaba a espiral para espantar los mosquitos, y donde Rosa no podía imponer el horario para acostarse, porque Polo se encargaba de hacerle cosquillas hasta que derribaba su cuerpo rollizo en uno de los camastros y arrancaba de ella una semi sonrisa con un dicterio ¡Hay que ser ganso, nene!, con las risotadas de Guillermo Egaña atrás de sus pases de magia, de los que siempre desaparecía del cachetazo que seguramente lo habría alcanzado, ya que todos sabían que Rosa tenía pocas pulgas. Las hermanas de Polo se la pasaban apercibiéndolo, mientras Carola y las gemelas las admiraban en silencio por el pelo lacio y largo, las alpargatas blancas y las pulseras de mostacillas hasta los codos Mañana le cuento a mamá, sabiendo todos, por otro lado, que jamás dirían nada, ni ellas ni Rosa, dado que la diversión que aseguraba Polo no iba a ser desdeñada por nada del mundo. Los hijos de China miraban la escena en expectante mudez, pero lo que hacía reventar de risa a los demás, especialmente a Carola, quien estaba padeciendo un profundo amor por Eduardo, el primo del medio; era ver que de pronto, parecía salirse del ritmo armado por su educación inglesa y largaba un eructo atronador que lo hacía tremolar mientras pronunciaba a dúo con Polo, con una voz áspera e inaudita para su articulación normal, Huevo Guacho Hueso Huarpe, en tanto que las gemelas y las hermanas de Polo chillaban histéricamente
¡ Asquerosos, degenerados! palabra ésta última que los hacía desternillarse en carcajadas silentes porque la adjudicaban a las madres y su apropiación los instalaba en un universo que estaba casi sepultado bajo el cataclismo de los primos Arias, modernos, divertidos, y recientemente amigos en vacaciones de verano.
Finalmente, apagándose la bulla ante las conminaciones desesperadas de Rosa, que adivinaba a cada rato fantasmales pasos de la Señora Amanda, quedaban dormidos exhaustos, vestidos, sin lavarse los dientes y siempre en camas que no eran las suyas.
El mes transcurrió entre el río, paseos a caballo, ludomatic, espiritismo con una copa que giraba según los caprichos de Polo y juegos equívocos de verdad-consecuencia, en los que Eduardo y Carola llegaron a besarse en la mejilla como si ese acto cotidiano tuviese un corolario diferente que el saludo natural que ensayaban cuando se encontraban en las navidades en Tortuguitas o en la casa de China cuando iban de visita.
Carola jamás olvidó la suavidad de la cara de Eduardo, ni él dejó de turbarse toda vez que la viera, ya adulta, y recordara la blusa con florcitas lilas que ocultaba su respiración.
Guillermo Egaña siempre elegía “verdad”, y siempre Polo le preguntaba situaciones que lo incluyeran en escenas soeces y vergonzantes ¿Es verdad que te olés los pedos a la noche?, lo cual, naturalmente, disimulaba en hilaridad el momento en el cual debían regresar Carola y Eduardo de un apartado rincón donde el beso de castigo, fruto de haber dicho “consecuencia”, había sido, naturalmente, dictaminado por Polo.
Carola parecía más bonita con un color terroso en la cara enmarcada en el pelo rubio, y no escuchaba las demandas de Bárbara quien le pedía, las veces en que percibía que pudiera prestarle atención, jugar a la canasta, juego en el que además, ésta tenía una suerte diabólica,
pues robaba los pozos más suculentos y cortaba con un movimiento ansioso, a pesar de dejar a su hermana con todas las cartas en contra.
Lógicamente, entonces, que verla hermosa, comprender que era mayor y que había llamado la atención de un primo inalcanzable, había llenado su corazón de un rencor sordo que esperaba la primera de cambio para vengarse de la mirada aparentemente dulcificada de los tórtolos.
Fue así que una noche, en medio de una sesión de espiritismo que horrorizaba a Constanza y excitaba hasta el delirio a Polo, apareció la figura de Quitito en la casita donde dormían los chicos.
Rosa se vio haciendo su equipaje y regresando a la casa de su madre en Bragado, ya que su suspicacia le hacía aventurar que había un delator de las travesuras de los menores, por lo que instantáneamente miró a Bárbara, quien bajó la cabeza repentinamente entusiasmada con el cartelito que señalaba “NO” en ronda con el abecedario, para que el espíritu invocado pudiera negar cuando se le preguntaba alguna pista.
- Carola, buscá tus cosas que te venís a dormir arriba con nosotros- ordenó con tono cortante. Ella buscó con sus ojos ya llenos de lágrimas los ojos de Bárbara, que estaban siguiendo ahora el humo del espiral contra los mosquitos.
- ¿Pero por qué tío Quitito?- preguntó una de las hermanas de Polo con un ligero malestar en la voz. Carola no dijo nada, y buscó los enseres inmediatos para pasar la noche.
Dio por sentada la infidencia de Bárbara, pero buscaba en su memoria cuál había sido la conducta que hubiese ameritado semejante castigo, a cumplir con el silencio de las carmelitas descalzas.
Cuando Quitito cerró la puerta tras de la figura pequeña de Carola que pasaba por debajo de su codo ahuecándose en su humillación y su tristeza, todos quedaron callados, con las cabezas sobre la ronda del abecedario ya inútil y la copa dada vuelta.
Y fue Rosa la que levantó enérgicamente a Bárbara de un brazo, con los ojos irradiando la grandeza de los seres simples:
- Andá a decirle a tu papá que eran todas mentiras tuyas –
Mientras, una de las hermanas de Polo se sacaba una de sus pulseras de mostacillas para regalársela a su prima cuando regresara, y la otra acomodaba nuevamente las letras del abecedario que se habían movido de lugar.