29 de abril de 2009

CASI CASI COMO LOS DE BALZAC


Cuando los intereses de Guy Fabillanc se orientaron más a la lectura inculcada por el párroco que a correr al ganado o romper contra el suelo del granero los huevos que las gallinas incubaban celosamente y que servían de alimento a la familia, tal como hacían sus hermanos menores, Monsieur Fabbillanc conversó con su mujer si no sería conveniente ahorrar un porcentaje de la venta de las cosechas durante diez años y enviarlo a París, de modo que los sacara de la miseria una vez que fuera célebre abogado y atendiera casos en un bufete de la ciudad.
Al enterarse de estos propósitos, Blas, el hermano segundo de los ocho hijos de Monsieur Fabbillanc, albergó una intensa envidia contra Guy, a quien imaginaba valsando en salones de París, con mujeres hermosas, o acudiendo a los Bufos o La Opera , mientras él se deslomaba echando fardos con una hoz al sol de Provenza, secando su sudor con un pañuelo sucio y abanicándose con un sombrero de paja lleno de agujeros, puesto que sería imposible ahorrar su soldada para adquirir otro sombrero que lo protegiera de las inclemencias del sol del Mediodía, considerando que deberían enviar todos los ahorros al perezoso Guy.
Charles, el tercero, viendo los preparativos en los que la madre acudía a un usurero para adquirir un atuendo decente y citadino para el hermano mayor, entró en un mutismo que no abandonó hasta la fecha de su muerte en 1895.
Los tres restantes eran tan limitados para la reflexión y aún para la percepción de la realidad, que no creyeron que valiera la pena abandonar la sana diversión con que reían hasta babear, que consistía en perseguir cerdos tomándose de la diminuta cola cuyos traseros adornaban, para resbalar en el cieno y la inmundicia y hasta para recibir, cada tanto, mordiscos y desgarros por parte de las bestias que, al verlos entrar al corral, gruñían proféticamente. Por lo tanto, sólo se enteraron que Guy ya no dormía junto a ellos en el granero , recién cuando habían pasado tres semanas que al muchacho ya no se lo viera por la granja.
El menor, Ferdinand, admitió cuando lo interrogó la policía, que no logró perdonar a su hermano mayor Guy Fabillanc, que diera por sentado que sería abogado apenas llegara a París, por lo que, aprovechando la cosecha, lo degolló limpiamente dentro del granero con una hoz reluciente, mientras los tres insuficientes mentales perseguían cerdos, Charles no contestaba a sus padres que le preguntaban por el paradero de Guy, y Blas se compraba un sombrero nuevo para atajarse del sol en la futura siega.

24 de abril de 2009

CABEZA DE MAESTRA


Para todos mis buenos amigos, que más de una vez fueron como la Seño Sandra...
Y especialmente para Sandra.

Indudablemente, Manuela Miralles era burra.
Así lo pensó la Seño Sandra, una vez que corrigiera por tercera vez los garabatos desordenados con los que la nena tratara de explicar que los querandíes habitaban en La Pampa, escribiendo en su lugar “La Plata”. Es recuperatorio de recuperatorio , se consoló, entendiendo que le había dado todas las posibilidades para que promocionara el área, frente al terror que le producía vislumbrar la reunión que tendría el Equipo de Orientación Escolar, la Directora y ella misma con la madre, que siempre había sido catalogada por la escuela como una loca.
Observó la letra, enorme y desprolija, la cantidad de enunciados borrados con corrector, las respuestas impropias Los indios comían guanacos, que les daban las pieles para venderlas, y la recordó sentadita en la sala de computación, con las piernas colgando de la silla, sola y resfriada, haciendo su recuperatorio número tres de la prueba de Ciencias Sociales en la que hubiera fracasado una y otra vez, acudiendo cada tanto a su goma de borrar o a su corrector gastado, guardados prolijamente en una cartuchera con dibujos de hadas.
La recordó, siempre callada, desculando operaciones matemáticas que, a la luz de lo que ella posteriormente corregía en su casa, resultaban jeroglíficos tan imposibles de descifrar como el Lineal B, o analizando oraciones sintácticamente, en las que al sujeto tácito, le incluía un nombre de persona que sacaba de su imaginación, siendo ésta una operación tan disparatada, que la Seño Sandra no podía dejar de leérsela a sus compañeras en la sala de maestros o a sus hijos, ya grandes, en casa, en tanto que todos largaban una carcajada que degeneraba en un adjetivo indulgente Pobrecitaaaaa.
La identificó en el recreo, en la fila, en el mástil, en la salida, y siempre la veía última, con el ceño fruncido, llena de útiles, llena de carpetas enormes.
Y la Seño Sandra percibió, que Manuela Miralles no era feliz, por lo que resultaba absolutamente quimérico que aprendiera, nunca jamás en su vida, nada de nada. Por lo tanto, en definitiva, los contenidos cuya adquisición parecían de vida o muerte a la hora de entrar en el mundo paradisíaco de las vacaciones, para Manuela carecían de provecho. Y, además, con firme consternación, la Seño Sandra comprendió que no solamente no le servían ni los querandíes, ni las fracciones aparentes, ni el sujeto tácito, sino que además, ella como buena docente que siempre había sido, formaba parte de un grupo de gente adulta, dedicado a la Educación, que castigaba por esto a una criaturita de nueve años, y la dejaba en la escuela hasta Navidad, momento en que todos sus compañeros estaban en el club o en las casas de los amigos, mientras Manuela Miralles, con el uniforme de escuela y el pelo atado, esperaba que le dieran una hoja con consignas para solucionar a las tres de la tarde de un día de 38 grados de calor.
Entonces, la Seño Sandra, antes de romper la hoja de carpeta en la que Manuela había escrito que los querandíes vivían en La Plata y que los guanacos les daban las pieles para venderlas, tomó la lapicera azul, buscó su nombre en la lista y escribió un siete perfecto, prolijo y gracioso cuyo impacto fue tan profundo, que le trajo a la memoria el día en que recibió su diploma de maestra.

22 de abril de 2009

DISQUISICIONES SOBRE LA PIEDAD


En el preciso momento en que Verónica Arias llegaba a su casa, una vez que dejara a Trini en la guardería quince minutos después, antes de almorzar, y previamente a que regresara al Observatorio, con una canasta de feria cargada de carpetas cuyo peso le producía una intensa puntada en la escápula, fue atajada por su hermana Constanza en la reja, al parecer después que la estuviera esperando estoicamente allí algunos minutos.
- Te llamé tres veces. ¿Tenías el celular apagado?- sin saludarla, de un modo anormalmente ansioso para ella.
- ¿Eh?- Verónica tenía la costumbre, desde que comenzó a hablar, de repreguntar para que le recuerden la intervención y antes de que lo hicieran, responder – No sé, ni idea. No lo llevé, creo.- Constanza se mordió los labios con un gesto de insatisfacción frente a su falta de hábito ante las conductas de Verónica, a las que sentía que debería haberse acostumbrado, a esta altura, como para preguntarle bonitamente por qué no había atendido el celular, siendo que era más que seguro que lo habría dejado toda la mañana entre las sábanas de su cama o en el baño, puesto que un ser con las características de Verónica era la candidata perfecta para perderlo, olvidarlo o dejarlo caer en una zanja y llorarlo durante un año.
- Bueno. ¿Vas a comer ahora?- quiso cambiar rotundamente de tema.
- ¿Eh? Sí, claro. A las tres tengo que estar en el Observatorio-
- Uh- se quejó Constanza que, como no trabajaba, todos los horarios de sus hermanas le parecían ridículos y les demandaba persistentemente un café, una salida al centro o una visita un miércoles a las diez de la mañana. - ¿Tan temprano?-
- ¿ Eh? Es la una, Constanza. Tenemos dos horas- contestó con gran especulación Verónica. - ¿Te pasa algo?
- Y sí….- comenzó – Como pasarme, me pasa…. Sí - casi convenciéndose.
Cada vez que las hermanas recibían esa respuesta de una de ellas, se alarmaban como si la otra le revelara que tenía cáncer e iba a morirse en tres meses. Tenía para ellas la misma trascendencia que tuvieran una deuda millonaria, que se pelearan con Amanda, que uno de los hijos más grandes se llevara una materia o que uno de los chiquitos se golpeara o tuviera tos. Abrían desmesuradamente los ojos, se quedaban expectantes, vociferaban ¡¡¡QUÉ PASÓ!!! antes de que quien tuviese el conflicto, terminara de catalogarlo como grave o una boludez. Efectivamente, según los modos urgentes que tenían de relacionarse entre ellas, Verónica se enfrentó con su hermana, dejando la llave en la cerradura como si no importara más nada en el mundo:
- ¿Qué pasó?- suponiendo, por orden, divorcio, enfermedades o estados melancólicos.
- Entremos- sugirió Constanza dándole a la escena más misterio. Verónica la estudiaba con la mirada.
- ¿Eh? Te separaste- adivinaba.
- No, boluda. Todavía no.- comprometió Constanza. Verónica la miró como si sintiese un taladro en el alma. Todo lo que fuese poner a prueba sus sentimientos y adaptarse a nuevas situaciones, la sumía en un miedo cerval. Todavía recordaba lloriqueando la fiesta de casamiento de Bárbara y el vals que hubiera bailado con Santiago Miralles antes de que éste volara de la vida de su hermana pretendiendo asegurar su salud mental.
- ¿Cómo todavía no? ¿Te vas a separar? ¿Que pasó? Te metió los cuernos- volvía a adivinar, sin moverse de su lugar, aún con la llave en la puerta.
- ¿Podemos entrar, Verónica?- la amonestaba ya, haciendo un movimiento convulsivo arriba de la mano de su hermana sobre la llave, como para acelerar de una vez por todas el trámite de entrada, que ya estaba durando cerca de 15 minutos.
Verónica se dejó arrastrar por Constanza hacia el comedor diario, caminando delante de ella con medio cuerpo estirado hacia atrás, procurando, con esta forma incómoda de avanzar, que la hermana juzgara que la zozobra por conocer su problema era imperiosa, y que no soportaría ni un minuto más de demora. La otra la empujaba con la mano en la espalda, como quien lleva un reo al patíbulo, con la cabeza baja y con ininteligibles sonidos sincopados Dal, dal…. Apurat…Vam….
En realidad, Constanza siempre había sido quien albergaba en sí varias características que las otras hermanas poseían en estado puro. Carola era naturalmente más racional, Bárbara más impulsiva y Verónica más babieca, particularidades que se enseñoreaban de sus estructuras reales, propiciando que todas sus actitudes respondieran exactamente a su esencia serena, intempestiva o bobalicona. Pero Constanza, a veces parecía ser serena e inquisitiva, a veces desbordada o fóbica, a veces, un poco tonta. Era como si su forma de ser se perfilara como la de todas y la de ninguna, y muchas veces Pablo, en conversaciones que lo desorientaban y lo sacaban de foco, le largaba, no tanto para herirla como para reencontrarla Ya estás hablando como Carola o, ¡Pará un poco! ¡Parecés Bárbara!, réplicas que a ella la dejaban tan confundida, que estaba todo el día siguiente preguntándose si era que carecía de un contorno personal o que su marido, según ella reaccionara como Carola, fuera un machista, como Verónica un benefactor, o como Bárbara, un reverendo hijo de puta.
Ahora, Constanza, sin embargo, mostraba su real catadura, aquella que de chiquita revelara cuando le hubiera anunciado a su maestra de segundo grado que había nacido en Brasil, sencillamente porque la mujer hubiese preguntado a los niños si alguno era oriundo de otro país. A ella le resultó tan encantador ser brasileño, que levantó su manito y aseguró con absoluta soltura que era extranjera. Era arriesgadamente fantasiosa, y pasaba con tal facilidad entre el mundo de la realidad y el mundo de la ficción, que más de una vez hubo de confesar mentiras ridículas e insostenibles, puesto que, a quien le había dicho que Bartolomé estaba operado de hernia inguinal, por ejemplo, lo repetía delante de Pablo, quien era un dechado de veracidad y le lanzaba una mirada como para asesinarla ya que no tenía corazón para desmentirla y humillarla delante de la gente. Lo peor, era que ante el cuestionamiento que su marido le hacía una vez que los que escucharan sus mentiras se hubiesen alejado, ella respondía frescamente Bueno, qué se yo… Me dio lástima que al chico lo operaban y le metí ese bolazo, para que no se angustie, respuesta que a Pablo lo hacía sonreír si estaba de buen humor, o desear internamente empujarla del auto si había tenido un día difícil.
Verónica puso en la mesa dos individuales primorosos, y sacó de la heladera una bandejita transparente con ensalada que dividió en dos platos. Constanza la dejó hacer, y antes de que la otra se sentara a almorzar después de estar durante seis horas en una banqueta con las piernas acalambradas anotando extraños símbolos en una carpeta una vez que alejara su ojo del telescopio, le largó:
- ¿Esto comés?- con la mano en la mejilla y alzando el índice para señalar la vianda.
- ¿ Eh? Somos vegetarianos, Constanza.- aclaró Verónica como si la hermana no lo supiera ya desde hacía diez años. Ella asintió con un gesto resignado, manifestando con éste, un categórico malestar frente a las extravagancias de los naturistas, y comenzó, en tanto que Verónica quedaba con la masticación inmóvil frente a las declaraciones que escuchaba:
- Bueno. Resulta que me encontré en la calle con Julia Biondini. ¿Te acordás? – muletilla inútil, puesto que Verónica apenas si se acordaba de los nombres de su grupo familiar, por lo que, lógicamente, negó con la cabeza – ¿No? Buéh… Era una compañera mía de la Secundaria, que el padre era taxista, ¿No te acordás? –
- ¡No, boluda, dale!- impaciente, Verónica se servía agua en una copa de vino y volcaba la mitad por seguirla.
- Bueno. Era una compañera mía. Ella siguió Derecho y creo que se recibió. La cuestión es que hacía como mil años que no la veía, y... Te juro, boluda… me dio tanta pena. Si te acordaras… Era una mina flaquita, re linda, delicada… No sé. Me acuerdo que en la Fiesta de Egresadas tenía un vestido di-vi-no – imprimiéndole a la primera sílaba una intensidad desmesurada.- Bueno….- dejó en suspenso para que Verónica sufriera más de preocupación, ya que aún no veía la relación existente entre el divino vestido de Julia Biondini y la supuesta separación conyugal que Constanza hubiese insinuado.
- ¿Pero y qué tiene que ver?- preguntó por fin.
- Está gorda como una vaca- remató- Me costó reconocerla. Me tuvo que decir el nombre. Gorda, enorme, gigante. –
- ¡Uh, pobre!- se compadeció Verónica- Igual, no entiendo. ¿Te vas a separar de Pablo porque tu amiga está gorda, boluda?- Constanza se irguió ofendida frente a la insolvencia de Verónica para aventurarse en nuevos horizontes y resultar, a veces, tan tremendamente juiciosa.
- No, estúpida. Está gorda porque parece que se le desencadenó una enfermedad hormonal después que tuvo al tercer hijo
- ¡Ah! – Se acordó Verónica – Como Carla….
- ¿Y quién es Carla? – repreguntó ahora Constanza, feliz de encontrar a alguien que Verónica mentara y ella no conociera, tal como hubiese ocurrido con Julia Biondini, su compañera obesa. Verónica apuró la respuesta, como si fuera un trabajo enorme ubicar a Carla Hirsh.
- La prima de Francisco que vive en Houston-
- Mucho gusto. Ni vos la conocés – recordando, sí, que los Hirsh tenían primos en Estados Unidos.
- ¡Pero sé que se enfermó después del tercer chico, che!- aclarando que su memoria era selectiva pero existente.
- ¡Bueno! ¿¡Qué me importa la prima de Francisco?!¡Escuchame!- exigió Constanza – Después de que se le desencadenó la enfermedad,….- se interrumpió y se puso de pie para dar más dramatismo a las dificultades familiares de la pobre Julia - ¡SE LE MURIÓ EL MARIDO!-
Verónica quedó anonadada. Le parecía literalmente una enormidad que alguien pudiera enfermarse y engordar descomunalmente, y, por si esto fuera poco, ipso facto se muriera el marido.
- ¡No me digas, pobre mina!- se apiadó por segunda vez. Constanza arremetió, rápidamente, como para que no se detuvieran en el detalle más importante de toda la conversación:
- La cuestión es que a mí me dio tanta lástima, que le dije que yo también era viuda…. – esperando la reacción de Verónica, que no sólo no fue la esperada, sino que además ocurrió a destiempo, puesto que después de unos segundos de mirarla con los ojos excesivamente abiertos y de echar la espalda para atrás, le deletreó:
- ¡Estás chapa, boluda! ¿ Para qué le dijiste eso?- Constanza sentía que había acudido a la hermana equivocada, dado que en ningún momento, desde que hubiera sido atajada en la puerta, Verónica la había serenado, sino más bien había logrado excitarla más y la había enfrentado con la verdadera gravedad de sus fantasías, lo cual, de ningún modo la ayudaba en estos casos, en los que creía que relatar justificando sus mentiras, significaba no haberlas pronunciado.
- ¿No te digo?- argumentó – Me dio pena… no sé… para que no se sienta tan mal –
Verónica le dio una contestación cuya sabiduría le dio vueltas en la cabeza hasta cuatro días después del incidente:
- A la mina le importa la muerte de su marido, no la del tuyo, Constanza.
¿Mirá si se entera Pablo?- intervención frente a la cual, su hermana puso cara de circunstancia, y casi al borde del llanto, confesó:
- Es que se enteró-
Y entonces, Constanza dio cuenta a Verónica que la gorda estaba al tanto de su casamiento con Pablo Smart, por una prima de una amiga en común de la época de la secundaria. Y lo peor, que Pablo había sido compañero de dos o tres cursadas durante la época de la Facultad de Derecho, de la que ambos hubiesen egresado en 1994, detalle que merecía que a veces ella, que se dedicaba a Derecho Civil, le recomendara casos de Contencioso Administrativo, rama que Pablo ejercía casi exclusivamente desde el año en que se hubiera diplomado.

13 de abril de 2009

RECLAMO DE DEUDA


RECLAMO DE DEUDA


Ubiquémonos una noche de martes a las nueve, en casa de Carola Arias. La situación es la siguiente, más allá de lo que el lector imagine de acuerdo a las ya célebres aventuras de estas mujeres:
1- Enrique está de viaje, precisamente en Santiago del Estero, convocado por un Congreso de Materiales en Seco.
2- Rosa no ha acudido ese día a trabajar, por lo que la casa parece un escenario de la reconstrucción de Berlín en 1946
3- Catalina ha discutido severamente con su madre y no se le permite salir del cuarto
4- Martín ensaya tocando graves y dudosos sonidos con el bajo
5- Bruno escucha a todo lo que da, para tapar el bajo de Martín, música de pésima calidad en la computadora, mientras, además, chatea con 360 amigos que lo llaman insistentemente con el sonido particular del MSN que hacen tremolar cartelitos anaranjados con nombres que parecen de agentes secretos “capadocia342”, R//amJ”, “Luc·32°”
6- Félix ve “Los Padrinos Mágicos” más fuerte aún que la música vulgar de Bruno y los sonidos del bajo de Martín
7- Catalina grita como una interna de un pabellón psiquiátrico que bajen la música, puesto que necesita dormir a esa hora insólita, todo por molestar a la madre, que está, además, con jaqueca, buscando qué darles de cenar a los hijos y oliendo un vaho sospechoso que sale de la heladera, lo cual la lleva a mirar con repugnancia una lata abierta a la que le faltan tres champignones y le sobran hongos verdes, por lo que vocifera casi hasta la afonía:
- BRUNOOOOO!!!! ¿Vos abriste la lata de champignones y la dejaste abierta?-
- Nooooooooooooooo – aúlla el chico como si le contestara a alguien ubicado a diez metros, teniendo en cuenta que debía escuchársele arriba de la música tropical, el bajo, “Los Padrinos Mágicos” y los chillidos trepidantes de Catalina, quien continúa pidiendo paz para poder descansar como Dios manda, alguien que ha sido castigada por llegar a la casa a las ocho y media de la noche, sin que su madre, lejos del marido, supiera dónde se había metido.
Imaginemos que Carola Arias no tenía ningún interés en quedarse cuatro días sola y a cargo de los hijos, que, además, extraña a su marido y, en vez de decirle eso cuando éste se ha ido, le ha ladrado como una hiena, por lo que el otro ha partido casi sin saludarla, comenzando a hartarse de sus desplantes, lo cual la llena de angustia y entiende que su pareja se ha destrozado inexorablemente.
No será difícil, entonces, de suponer que si al día siguiente, Carola debía ir a hacer un trámite en Rentas, sucediera lo que en efecto sucedió.

Después de dejar a los hijos mayores en el Colegio, después de haber peleado otra vez con Catalina porque la chica saliera de casa con paso perezoso a las siete y veinticinco, como si les estuviera haciendo un favor a la madre y al hermano que la esperaban impacientes en el auto, Carola hizo la cola de 50 personas que estaban esperando que Rentas abriera sus puertas al público.
Envió un mensaje de texto a Bárbara pidiéndole que si no llegaba para la una, diera una vuelta por su casa para llevar a los más chicos al Colegio, recibiendo casi al instante otro de la hermana, que le contestaba ¿Cómo voy yo a saber si llegás o no para la una, enferma?, respuesta destemplada que originó peor humor en Carola, por lo que le contestó también ella de mal modo que se suponía que le avisaría por teléfono, que no la considerara tan estúpida, a lo que la otra le envió un segundo mensaje Bueno, no te enojes, gordi, que dio por terminado el aprieto en ciernes en el que se encontrarían de no mediar una palabra amable. Sonrió con ternura a la voz escrita de su hermana a quien hacía dos minutos atrás se arrepentía de haber convocado, y dio un paso en la cola, atrás de un hombre calvo de más de 60 años que la miraba descaradamente, mientras se secaba la transpiración con un pañuelo arrugado. Ella ponía los ojos en cualquier lado, intentando no cruzarse con la mirada del libidinoso sesentón, por lo que fingía dar una ojeada para adentro de la cartera de todos los elementos que contuviera, o de centrar la atención en el aviso de deuda por el que debía reclamar. El sesentón calvo comenzó a dar señales inequívocas de apetecer entablar con ella una afable conversación que los llevara directamente a un Hotel Alojamiento después de haber cumplimentado el trámite, de modo que ella comenzó a responderle con gruñidos o con gestos desagradables, como arquear las cejas o negar con la cabeza, de tal manera que el seductor comprendiera que ella era tan antipática como una institutriz inglesa, pero éste no pareció amilanarse, sino más bien inflamarse de deseo ante lo que resultara más arduo en la conquista, por lo que seguía lanzándole miradas indecentes a su escote, cuyo volumen no era precisamente desarrollado, sino más bien tan insignificante como el de una púber.
La cola avanzaba no tan rápido como ella hubiese querido, y en tanto que el sesentón calvo continuaba relatándole ahora que había dormido mal por el calor, ella seguía asintiendo con monosílabos que no llevaban a ninguna conversación, pese que al tipo, esto no le resultara ningún obstáculo insalvable.
Por fin, llegó su turno, y mientras se acodaba en el mostrador frente a una chiquilina con anillos de plata que manejaba una computadora como si fuese un piano, explicó que tenía todos los recibos al día y que esa deuda no le correspondía a la familia Filardi.
La chica le interrumpió antes de que terminara con su reclamo, diciéndole que averiguaría en el sistema, si correspondía o no pagar, o si se trataba de un error de la Oficina, en cuyo caso le pedimos disculpas por molestarse hasta acá... Tecleó rápidamente, pidiéndole a Carola el número de partida, el documento de identidad y el nombre, y una vez que la pantalla se iluminó para informar tal como si fuera la pitonisa dando un oráculo, observó a Carola casi con placer de darle una pésima noticia y afirmó:
- Acá aparece que la deuda es por una modificación que no está declarada-
- ¿Cómo que no está declarada? ¿Qué fecha da? – comenzó a dudar Carola sobre el trámite que estaba segura que había cumplimentado Enrique hacía tres años atrás, cuando ampliaran el quincho.
- Acá aparece desde noviembre del 2005- lo cual le cerraba certeramente que Enrique había dejado el trámite por la mitad y que ahora ni se acordaba ni siquiera de haber modificado el quincho, por lo que su incomodidad comenzó a transformarse en furia hacia su marido, la chiquilina de anillos de plata y el sesentón que aparentaba buscar un dato en la pizarra para esperarla a la salida de la Oficina.
- Pero. Escuchame… ¿Cómo es que no te avisan que es por una refacción?- dando un argumento inútil que no la salvaba de la real actitud que debía tomar, que se limitaba a cerrar la boca y hacerse cargo de la deuda pidiendo disculpas por la tardanza. La chica la miró como quien está frente a una ignorante que no termina de entender sus responsabilidades.
- Señora… Rentas no tiene nada que avisarle. A usted le han llegado estos reclamos desde el año pasado-
Carola pretendió justificarse:
- Sí, querida, pero te imaginarás que yo no tengo todo el día para venir a Rentas a hacer trámites- Evidencia sobre la cual la chica puso cara de que ése no era problema de nadie más que de quien habitaba esa casa, la había refaccionado, no lo había declarado y encima venía a entorpecer los trámites de las restantes personas que estaban esperando su turno.
Carola dio media vuelta, con la seguridad de haber dejado a la chiquilina de anillos de plata con la palabra en la boca, que sólo certificó que se alejara del mostrador para apretar el botón que indicaba en una pantalla que el número que seguía era el 42.
Y con esa seguridad de pertenecer al grupo de las mujeres de carácter, tropezó con una mochila que una señora a quien ella había querido acercársele para terminar la conversación con el calvo lujurioso,había dejado en el piso, y cayó desparramada, torciéndose el tobillo y diseminando los recibos que hubiese traído para taparle la boca a Santiago Montoya, siendo inmediatamente auxiliada por el galán sesentón, quien hasta que ella no se levantó del piso, no dejó de manosearle los brazos.

11 de abril de 2009

PRIMOS HERMANOS



Polo estaba en el fondo del colectivo con Guillermo Egaña, su primo menor, el hijo de Tula Arias Guevara. Habían pasado por la casa del abuelo Bernardo y mientras Antonia barría el zaguán y lustraba los bronces, ellos habían alzado la revista Gente que sus abuelos recibían y guardaban celosamente desde que el Doctor Arias Guevara decidiera no atender más en su estudio de abogado y dedicarse a viajar y a entretenerse con sus nietos.
En verdad, Polo era un tiro al aire, y aparentemente, estaba criado por Teté para ser Príncipe de Gales, lo cual al muchacho parecía no haberle sido advertido, dado que sus intereses distaban soberanamente de las pretensiones aristocráticas de su madre.
Era desprolijo, aniñado, y con un interés siempre alerta para el juego, el chiste, la broma pesada.
Tenía una especial predilección por Guillermo Egaña, seis años menor que él, con quien pasaba tardes enteras escuchando discos de Creedence y casi tomándole lección de las letras, los instrumentos, las circunstancias en las cuales los Fogerty habían lanzado tal o cual canción, lo que a Guillermo lo embrujaba y lo hacía suponer que era verdaderamente especial ya que un hippie e intelectual tan versado en rock n´roll se dignaba a escuchar música con él, que recién tenía trece años y todavía tenía que desarrollar vastas áreas de su cuerpo.
En cambio Polo, ya tenía barba y el pelo largo, salía con sus amigos hasta la madrugada, manejaba un Mehary y estudiaba en la Facultad, todo lo cual no impedía que el domingo, cuando la familia se reunía en casa de los Arias Guevara, él buscara la compañía de Guillermo y desdeñara la de Carola o las gemelas, que sólo parecían existir cuando lograba hacer enfurecer a Bárbara tirándole una araña de juguete entre las piernas, o que Verónica se quedara dos horas mirando para arriba esperando que bajara la muñeca que él decía haber mandado a la estratósfera mientras la escondía debajo del sillón de mimbre y se hartaba de reírse, mirando como la chiquita esperaba el milagro.
-Qué tremendo pelotudo – se resignaba la madre con gesto vencido, apoyada por todos menos por Tula, que agradecía el camino iniciático que estaba llevando a cabo con Guillermo, puesto que, básicamente, Polo era un buen chico.
Mientras, Polo alternaba sus salidas con mujeres con travesuras de escolar, promoviendo que Guillermo sintiera que la columna vertebral se le paralizaba a raíz de las carcajadas con las que festejaba cada una de las tácticas divertidas con que Polo parecía ensayar un modo de vida en el que hacer payasadas era tan vital como respirar.
Era capaz de entrar a un negocio fingiendo ser un loco furioso, o un retardado mental, caminar por la calle deteniendo a los peatones para saludarlos como si los conociera de toda la vida, y mandarles recuerdos a la familia, a quienes les inventaba nombres en el momento, en tanto que Guillermo quedaba extenuado de la risa, escondido atrás de un árbol. Aparentaba desmayarse, tener ataques de epilepsia en plena calle, caminar como espástico arrancando hojas de los árboles y llevándoselas a la boca para comerlas, y, según Guillermo después contara, sin dejar de sentir el mismo escalofrío en la columna al no poder terminar el enunciado sin largar una carcajada muda, hasta defecó dentro de un florero que adornaba el baño de la casa de una compañera de Guillermo que cumpliera quince años y a cuya fiesta entrara colado.
Pero lo que más deleitaba a Polo y consecuentemente a Guillermo, era tomarle el pelo al abuelo Bernardo, cuyo carácter era circunspecto y no contaba con el don de la paciencia, como patriarca familiar que fuera.
Amaba a sus nietos, pero había nacido en 1903, por lo que recrearse con ellos no pasaba más que por darles dinero los viernes, mirar con ellos televisión o enviarles al pasar un saludo de hombres ¿Qué dice, m´hijo? ¿Cómo le va?, y cada vez que alguno de ellos cometiera lo que para el Abuelo Bernardo no comulgara con sus buenos modales o su conducta de caballero, no trepidaba en darles un cachetazo o en echarlos de la casa como si fuesen indeseables ¡Váyase, m´hijo, váyase de acá! ¡Vaya a su casa a hacer esas cosas!, por más que “esas cosas” fueran travesuras inocentes de muchachos, que siempre lo tenían a Polo como mentor y protagonista.
Ese día, a sabiendas que la revista Gente era lo que los abuelos esperaban todos los jueves, Polo entró al zaguán, besó a Antonia que lo adoraba y lógicamente no iría a contar nada de nada, no sólo por muda sino también porque era la persona más discreta del mundo, y buscó el semanario que, impecable, esperaba que Antonia lo llevara junto con las franelas y el Brasso para adentro, de modo que todo el fin de semana los Arias Guevara leyeran alternativamente en el baño, o antes de dormir, una nota a algún personaje famoso. Desde la tapa, Patricia Fraccione posaba con una bikini roja.
Salieron casi corriendo de la casa de los abuelos, y se treparon a un colectivo que los llevaría a Tortuguitas, donde los esperaban para almorzar. Agitados, felices, riendo como criaturas, con la revista Gente hecha un tubo, ajando la cara perfecta de la modelo de la tapa, Polo comenzó a darle a Guillermo pequeños toques con la revista en la cabeza, mientras el otro intentaba arrancársela de las manos, lo cual logró después de forcejear con su primo, quien lógicamente, tenía más fuerza, por lo que la revista iba perdiendo lozanía a cada roce de las cuatro manos afanosas. Guillermo se enfervorizó de tal modo con el juego, que comenzó a dar revistazos a Polo imprimiendo a su brazo la misma fuerza que hubiera debido colocar para reducir a un maleante que quisiera violar a la hermana, por lo que Polo, atajando los golpes y comprendiendo que romperían definitivamente la revista, trataba de calmar el ímpetu desarrollado por el chico, quien reía convulsivamente y le decía insultos chocarreros ¡Puto, Bufarra, chota larga!
- ¡Pero pará, loco, pará! ¡Vas a romper la revista! – trató de llevarlo a la reflexión, viendo que ya la algarabía producida por el acontecimiento había sacado de la placidez habitual a Guillermo, y sería muy difícil llamarlo a sosiego.
- ¿Qué saben, boludo? ¡Les decimos que se la afanó Antonia!- y más retornaba Guillermo a desternillarse sólo con la idea de que Antonia pudiera ser acusada de nada en la casa de los Arias Guevara, siendo como era un dechado de honradez, y para colmo, que pudiera sacar una revista que quedaba en el revistero de cuero toda la semana.
- ¡Pará! ¡La estás haciendo mierda!- protestaba Polo, e intentaba solucionar el desastre que había originado con el impulso de la broma a Guillermo que recién estaba empezando a romper con algunas estructuras familiares a las que antes veneraba como a los diez mandamientos, todo lo cual lo enardecía y se creía dueño de todos los vientos que soplan en la tierra.
Cuando llegaron a Tortuguitas, la revista era un descosido ejemplar que más bien parecía una guía telefónica manoseada de Entel, tal fuera el final desgraciado de los revistazos que Guillermo diera a Polo ensoberbecido por la travesura y creyéndose Peter Fonda en “Busco mi destino”, convencido que divertirse con la Revista Gente del abuelo Bernardo era patear el tablero y crecer ilimitadamente.
Teté los vio llegar, con la revista hecha añicos, y abriendo los ojos desmesuradamente, como si los hubiese atrapado robando dinero de la casa de su padre, sólo comentó:
- El abuelo te mata- adjudicando a Polo la mano negra que hubiese perpetrado el ilícito – Vos estás loco, Polo. ¿Cuándo vas a madurar? – alejando a Guillermo de toda sospecha, mientras el otro todavía mantuviera la cara risueña y Polo intentara, como siempre hacía, cambiar de tema y pasar a otra cosa, puesto que faltaban por lo menos tres horas para que su abuelo decidiera matarlo con sus propias manos al notar la inutilidad actual de la revista.
Almorzaron, Polo hizo enojar a Bárbara empujándola a la pileta vestida, hizo llorar a Constanza vinculándola sentimentalmente con el hijo del jardinero, y regresaron a Buenos Aires para saludar a los Arias Guevara, no sin antes escuchar la reprensión que le endilgara Teté acerca de su comportamiento rotundamente fastidioso, el cual debería ser modificado a la brevedad puesto que estaba por cumplir veinte años, y aún se comportaba como un muchachito de trece, que Guillermo era más maduro que él, y ni que hablar de los hijos de China, los tres mayores, uno de los cuales tenía unos años más y estaba por recibirse de ingeniero agrónomo, tenía novia en serio e iba a casarse. Polo, en realidad, reconocía que su conducta era importuna, y ni se le ocurría compararse con sus primos mayores, ya que los admiraba en silencio. Pero sencillamente, no le parecía tan grave una diablura que se había ido de las manos.
Bernardo Arias Guevara los estaba esperando en la puerta.
Cuando los vio, lanzó una voz estrepitosa:
- ¿Vos me sacaste la revista Gente, Hipólito?- nombrando a Polo con su nombre de pila, lo cual no se ensayaba más que cuando la reprimenda era muy severa. Teté pasó a saludar a su madre, y dejó a Polo y a Guillermo con el abuelo, que los miraba como Júpiter Tonante a dos sapos despreciables.
- Sí, Abuelo. – respondió humildemente – Tome, acá está- y le extendió el ajado semanario desde el cual Patricia Fraccione parecía un dibujo mal hecho. Guillermo quiso hablar, pero no lo logró. En parte porque quedó paralizado con la voz del abuelo, en parte porque tenía horror de largar una carcajada al oír a un Polo completamente vencido que presentaba sus respetos, y en parte, por el orgullo que le producía estar viendo cómo el primo mayor se hacía cargo, él solo, de la conducta que lo hubiese tenido a sí mismo como ejecutor.
No pudo decir absolutamente nada, pero después de escuchar cómo el abuelo tildaba a Polo de ridículo y de irresponsable, augurándole futuro sólo como payaso en un circo de mala muerte, mientras él, con gesto manso mantenía la vista baja, Guillermo pensó que nunca, en toda su vida, se toparía con un hombre más cabal que Hipólito González Arias, su primo mayor.

7 de abril de 2009

VERSUS BÁRBARA

Bárbara Arias era una mujer irascible.
Desde chiquita contestó siempre de mal talante tanto a algún precipitado que dijera lo que a ella no le pareciera oportuno, como a todos aquellos que quisieran halagarla, acariciarla o cruzarse en su vida.
Constanza, su gemela, era su versión sonriente, y a veces bromeaban las hermanas diciendo que ambas eran una misma persona, cada cual con los defectos o virtudes por separado. Si bien acaso fuera la más entrañable, los desplantes cuyo mal carácter le originaba, forjaban que la convivencia con ella fuera francamente imposible, porque además, tenía todos los vicios colaterales de la ira: rencorosa, mal hablada, escandalosa, insolente y con la delicadeza de un perro rabioso.
De modo que lo que el tío Evaristo, esposo de Tula, alguna vez le dijera, al depositarla en el suelo después de recibir un cabezazo en el mentón que lo hiciera morderse y sangrar la lengua, Esta chica es una araña pollito, fue siempre festejado por la familia ya no sólo para describirla cuando de ella se hablaba, sino, muchas veces, para mortificarla y también para condescender frente a esa cólera como método, que mantenía hasta mientras dormía, dado que su bruxismo le había limado prácticamente la dentadura entera.
En el fondo, a las hermanas y a sus maridos, esto los divertía, y finalmente, amaban a Bárbara con sus debilidades, por más impresentable que fuera.
Verónica, que era la menor de las cuatro, hubo de soportar durante toda su infancia no solamente que se dirigiera a ella como quien tiene tratos con un ser inferior en la escala evolutiva, sino también mordiscos, pellizcones o empujones, toda vez que algo que hiciera la chiquita irritara a la hermana, por más que ese algo se tratase de tardar en atarse los cordones de las zapatillas o contestar alguna bobada.
Sus padres arribaron a los años 80 con una adolescente malhumorada, con notas constantes en su cuaderno de comunicaciones que los alertaban sobre las faltas de respeto que Bárbara infligía a sus profesores del Colegio, o conversaciones telefónicas con madres indignadas de sus compañeras quienes la acusaban de maltratar a sus hijas no sólo con palabras sino con hechos brutales. Y cuando los padres la increpaban sobre sus conductas, Bárbara cerraba la boca con tal cara de furia, que Quitito terminaba dándole un cachetazo y jurándole que no saldría en tres meses a la calle o que la metería pupila en el Convento del Buen Pastor, que para los Arias, cuyo anticlericalismo era masónico, significaba más o menos llevarla a la Cárcel de Ezeiza y dejarla en el pabellón más ignoto, sin visitas y a pan y agua.
Bárbara se casó joven y embarazada de su primera hija Sofía, con Santiago Miralles, un compañero de la facultad, un joven silencioso y sufriente que alcanzó a recibirse de veterinario, tener dos hijas más con ella y huir despavorido frente al furor que agrió mucho más el carácter de su mujer cuando ésta comprobó que era tan fértil que en dos años y medio tenía tres hijas y una carrera universitaria por terminar recién el día que las niñas ya se pudieran maquillar solas.
Él, en cambio, hizo una brillante carrera atendiendo caballos en Haras de jerarquía y consolidó su segundo matrimonio con una mujer dulce y tan suave que parecía aletear antes que caminar, por lo que Bárbara, sangrando por la herida, repetía cada vez que sus hijas hablaban de ella Y…. si es retardada
Por lo tanto, a partir de la soledad en la que se encerró y de los conflictos que le aparecieron para terminar la carrera, trabajar y criar a sus hijas, el carácter de Bárbara se fue exacerbando en la diatriba, la réplica inmediata, el insulto procaz, y hasta contaban los Arias que en una ocasión hizo escapar corriendo a dos rateros que la atajaron en el portón del garaje de su casa puesto que casi los atropella en una maniobra suicida pero de tal eficacia que, de haber sido efectiva, hubiese sido procesada por homicidio culposo.
No obstante, Bárbara amaba a sus hijas, y si bien era tan exigente con las niñas que una de ellas se comía las uñas hasta hacerse sangrar los dedos, otra tartamudeaba ligeramente cuando estaba tensa y otra no había logrado hablar con ella tres minutos sin llorar, el amor por ellas era lo que la mantenía aferrada a la tarea de vivir, y lo que justificaba que se deslomara trabajando en su Veterinaria a veces hasta las once o doce de la noche.
Sus hijas, sus hermanas y los animales eran lo único que a Bárbara le arrancaba una sonrisa. Todo lo demás, carecía para ella del esfuerzo por recordar su existencia.
Y fue así que las hijas fueron creciendo, mientras ella maduraba peleando e insultando a los automovilistas, Directoras de Escuela, Empleados de Mesas de Entradas, Dependientes de almacén, vecinos de cuadra o cobradores de club.
Cuando Bárbara cumplió cuarenta años, su hija Sofía cumplía quince, y al ser la mayor de las nietas de Amanda, e hija de un padre cariñoso y pudiente, toda la familia se embarcó en el proyecto de su fiesta de cumpleaños, contratando fotógrafos, catering y vestidos principescos, todo lo cual invitaba a Bárbara a decir cada dos días ¡Te quedás sin fiesta, pendeja de mierda! puesto que planear la noche inolvidable significaba para ella no un acontecimiento para compartir con su hija mayor, sino algo que la sobresaltaba y le quitaba años de vida cada vez que entendía que le faltaba ya un video, ya un libro de firmas, ya una maquilladora y dos fiestas del mismo tenor para que las menores no se pusieran celosas.
Los meses que transcurrieron hasta el 18 de diciembre fueron sobresaltados, llenos de peleas titánicas, insultos y hasta un teléfono celular que no sólo golpeó a Sofía en la cabeza dejándole un chichón que impedía que se peinara, sino que además se arruinó definitivamente, obligando a Bárbara a reponerlo pagando doscientos pesos más del precio con que lo había adquirido el año anterior.
Cuando promediaba el mes de agosto, y por consejo de Constanza, que conocía hasta repetir de memoria las direcciones de los organizadores de eventos, Bárbara y su gemela acudieron a la calle Cabello en pos de Maura Bellangher, Licenciada en Relaciones Públicas que tenía un negocio de Organización de Fiestas para dirigir y orientar los pasos para que un festejo resultara sencillamente lo que era: un festejo, un momento de plenitud y agradecimiento a la vida por estar juntos, sanos y felices; y no una antesala del infierno como parecía que representaba para Bárbara Arias.
Al llegar al negocio, que contaba con una decoración minimalista de objetos bellos y completamente inútiles; marcadores de vaso con vitro fusión, cartelitos para marcar los lugares de los comensales con una diminuta vela, copas de cristal con la inicial de la quinceañera en dorado; Bárbara y Constanza fueron atendidas por una joven emprendedora, vestida con sobriedad y elegancia.
- ¿Sos Bárbara? ¿Cómo estás? Soy Maura - se presentó, haciendo alarde de una formación sólida en ceremonial.
- Qué tal – sin preguntar, Bárbara le tendió una mano firme que se chocó con los anillos de la otra con el saldo de la mano dolorida hasta las seis de la tarde – Veníamos por un presupuesto y, para conocer en qué consiste el servicio – expeditiva, sin repetir palabras ni dudar con muletillas
- Okey. El Servicio consiste en que vos no te preocupás de nada. Todo lo hacemos nosotras. Para eso estamos – contestó con una sonrisa imprecisa en los labios y buscando con los ojos la aceptación de algún gesto de Bárbara, el cual no aparecía puesto que ésta seguía esperando el detalle del servicio mirándola expectante y hasta con gesto adusto
- Bueno – contestó por fin, mirando a Constanza que daba vueltas a un elefantito en cuya trompa se ponía el nombre del niño invitado – Yo ya contraté todo, no sé….-
- No, dejame que te explique- empezó la otra de un modo suicida – El contrato de los proveedores, maquilladoras, coiffeurs, va por tu cuenta, ¿Sííí? – Afirmando inútilmente como si ella fuese estúpida o tuviese catorce años – Nosotras nos encargamos de la hoja de ruta… ¿Sí? ….
- ¿Cómo?- la interrumpió Bárbara subiendo un poquito el tono de voz - ¿Y entonces qué hacen ustedes?- Al distinguir Constanza que su hermana estaba comenzando a chocar con otra persona más en el día, además del muchacho del estacionamiento y del mozo de la confitería, (Constanza podía inclusive oler ese peligro a leguas de distancia de la presencia de Bárbara), se acercó, en principio para suavizar lo que ella estaba segura en que se transformaría cualquier discusión de su hermana. Pero además, cualquiera de las Arias sabía que se acercaban a ella en estos casos, también para ser solidarias, puesto que no toleraban ni la rojez de la cara de Bárbara, ni que la insultaran otros con adjetivos ignominiosos ¡Loca de mierda!,¡ Andá a hacerte ver!, ¡Metela en un loquero!, ni verla, a veces, llegar a las manos con hombres que medían más de 30 cm. que ella y que se tomaban tan en serio la contienda, que no respetaban la ley caballeresca de no pegarle a una mujer.
Sin embargo, Maura Bellangher era especialista en RR.PP, por lo que ni se inmutó con la respuesta insólita , y todavía, le explicó:
- Nosotras evitamos que las mamás se deban ocupar de todo a último momento.¿Sí? Tratamos de hacer que el festejo sea placentero para todos –
- Pero si no contratan. ¿A qué se dedican?- siempre con frases que pretendían tapar las palabras de los otros cuando algo le parecía que no era adecuado.
- Cuidamos que todo se cumpla a la perfección. Vamos con la hoja de ruta, llevamos a la quinceañera a la peluquería, estamos con ella cuando la maquillan, le alcanzamos un refrigerio,¿ Mh? la acompañamos cuando está por entrar, ordenamos que la música esté a tiempo….- Y antes de que terminara con el protocolo de nulidades, Constanza le preguntó, para no perder tiempo:
- ¿Y cuánto cobran de honorarios?- La cara de Maura Bellangher se iluminó, y mostrando tres hojas membretadas con exquisito gusto, presentó sus tres alternativas:
- Tenemos este presupuesto de diez mil pesos para organizar música, carnaval carioca y desayuno.¿Sí? Éste de veinte mil para organizar también la hora de la cena y las velas de la torta y éste, que es el más completo, de treinta mil,para seguir a la quinceañera desde las 8 de la mañana hasta que se acueste – Constanza miró de soslayo a Bárbara, y mientras le tiraba del bretel del corpiño para que no se metiera en problemas, ésta miró con unas ganas incontenibles de escupir a Maura Bellangher y repuso:
- ¿Pero por esas pelotudeces vas a cobrarme treinta lucas?- Como si ya hubiese firmado el contrato y estuviese por ir presa si no los pagaba.
- Bueno…- dudó Maura Bellangher – Ése es nuestro presupuesto. Nosotras garantizamos que…
- ¡USTEDES SON UNAS CHORRAS DE MIERDA! ¡ TE PENSÁS QUE VOY A PAGAR TREINTA LUCAS POR SEGUIR A MI HIJA ! ¿¡ ME VISTE LA CARA DE BOLUDA!? – aulló Bárbara su abultado arsenal a Maura, cuyas palpitaciones se hacían cada vez más intensas y sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas,decidiendo en ese preciso instante, que antes de citar a los clientes, les daría el presupuesto por teléfono.

4 de abril de 2009

TRATAMIENTO EN VIENNA DE LA SEÑORITA B.







La Señorita B. dejó el manguito en el recibidor de la casa de la familia Ausperbeucher y entró resueltamente al estudio en el que la esperaban las tres niñas: Milena, Ivana y Sonia, tres desvaídas y rubicundas adolescentes que no paraban de emitir risitas bobas ante cualquier dato que la Señorita B. les indicara que tuviera que ver con las palabras “cosaco”,
“ militar”, “guerrero” , “príncipe “o “esclavo”.
Toda ocupación o estado que implicara al género masculino obligaba a las niñas Ausperbeucher a mirarse entre ellas y reír entre dientes, sin abrir la boca y, por lo tanto, producir un sonido de fuelle que a la Señorita B. la alteraba severamente, por lo que las retornaba a la disciplina que hubiese aprendido en el Liceo: Niñas, por favor, niñas…
Las niñas Ausperbeucher sólo esperaban la clase de Historia Sagrada para sentir humedad en sus enaguas cuando la Señorita B. hablaba de David frente a Goliath, o la clase de Historia del Imperio Austro Húngaro, en el que escuchar por ellas el nombre Rodolfo de Habsburgo las hacía creer que eran María Vetsera, muerta en su cama cuando aún los amantes no habían llegado a la madurez.
Con Álgebra o Geometría, con Lógica o Retórica, las niñas eran rotundas negadas al arte de las grandes abstracciones. Sólo las despertaba la idea que hubiera un hombre como protagonista de los sucesos que estudiaban, por lo que la Señorita B. debía concederles como recreo, narrarles una y otra vez algún episodio en el que el protagonista fuese Odiseo, Heracles o Eneas abandonando a Dido. Todo lo demás, carecía para ellas de todo interés, por lo que los ejercicios que elaboraban en las pizarras siempre eran mediocres o definitivamente dignos de débiles mentales.
La Señorita B. no salía feliz de la casa de la familia Ausperbeucher, sino más bien con los nervios destrozados, y no faltó ocasión en la que, los domingos, en que descansaba de las molestas presencias de estos seres sin circunvoluciones cerebrales, sufriera de horrendas jaquecas o de pesadillas que la sumían en la más triste desesperación desde que hubiese llegado a Vienna para servir de Institutriz a las tres limitadas criaturas.
La calidad de vida de la Señorita B. fue involucionando a medida que fue descubriendo que resultaba una quimera insistir con la educación de las tres muchachas, por lo que sentía que a medida que el día promediaba, una cerrazón le oprimía la cabeza y el ángulo de su visión se iba estrechando, hasta casi desmayarse, siempre en su cuarto de pensión, y despertarse al otro día con una jaqueca que la sumía en un estado mórbido que le impedía moverse con energía. Ella, no obstante, ocultaba sus dolencias a la Señora Ausperbeucher, mujer más obtusa aún que sus hijas, a la que sólo veía cada tanto en los jardines tomando el té bajo una sombrilla que siempre le hacía volcar la taza cuando quería asir tanto el mango de la sombrilla como el asa del recipiente, con la misma mano. Lo que en verdad extrañaba a la Señorita B. era la necedad con que la dama insistía día a día con el mismo comportamiento, por lo que supuso que sería algún extraño ritual de los austríacos que ella no comprendía, o finalmente, que la Señora Ausperbeucher , sufría de algún retardo mental.
Pasaban los días, y apenas si la Señorita B. había logrado enseñar a las niñas a escribir de corrido la historia de Job, dos o tres operaciones matemáticas cuya dificultad la hubiese deducido un rapaz de mercado, y a leer con expresión un poema de Catulo que contaría con catorce o quince versos.
Al promediar la primavera, y ante la turbulencia que se hubiera apoderado de las tres niñas frente al espectáculo del esplendor de la naturaleza, la Señorita B. fue protagonista de las primeras convulsiones epileptoides en casa de los Ausperbeucher, gracias al cielo dentro de la despensa, y delante de la doncella, Ilse, una teutona de más de cuarenta años y más de ochenta kilos que, solidariamente, le dio un puñetazo para frenar el ataque, que le aflojó dos dientes y le transformó la boca en un belfo de perro.
Ante la falta de reacción por parte de la Señorita B., acudió la madre de las niñas quien le ofreció sales para reanimarla, le tiró el balde de agua con el que Ilse estaba repasando los pisos, y finalmente se echó a llorar, mientras las hijas espiaban desde la puerta de la despensa y reían entre ellas al notar que desde la ventana se veía sin camisa al mozo de la cuadra que rasqueteaba un caballo con vigor.
La pobre Señorita B. quedó confusa, dolorida, y como si la hubiesen molido a palos, no sabía a ciencia cierta si era por las trompadas de Ilse, o por las convulsiones que la hubiesen agitado. Pero los episodios se fueron haciendo cada vez más seguidos, y siempre después de escuchar que una de las niñas Ausperbeucher decían sandeces imposibles de recibir por una mente moderna que ya estaba terminando el Siglo XIX, y que estaba apta para recibir los nuevos adelantos de la ciencia.
Fue así que la Señorita B. acudió al consultorio del Dr. Rigobert Kreuer, quien atendía los desórdenes mentales femeninos por medio de un tratamiento basado en la hipnosis.
Esperó el día con emoción, y aún rogó que se presentara uno de sus desórdenes para que el Dr. Kreuer lo enfrentara como si se tratara de un exorcismo. Llegó a la calle Roterntourm y allí golpeó con la aldaba en una casa amplia con tres escalones que se cerraban con una bella baranda de bronce.
Esperó unos minutos y abrió la puerta un diminuto personaje que, al parecer, era el ayudante del Dr. Kreuer, con un delantal de cuero tapándole la vestimenta y cara de pocos amigos. La hizo esperar en el recibidor, y ella quedó de pie, mirándose en un paragüero con espejo frente al que se pellizcó las mejillas para darse color, dado que el clima de Austria la empalidecía. Por fin apareció el Doctor Kreuer, un ancianito enclenque que parecía tísico, con una voz de niña que la indagaba tres veces con la misma pregunta, puesto que, a las claras, o era sordo, o ya había entrado en una decrepitud con la que se detenía la afluencia de sangre al cerebro.
No pudo retener el sabio doctor que el mal que la aquejaba tenía un fundamento real en la estupidez de las niñas Ausperbeucher y en esa insistencia que jamás perdían en vincular la vida misma con los hombres. Si bien inquirió una y otra vez, el Doctor Kreuer tampoco sintetizó que todo lo que contradijera a la Señorita B. le desencadenaba sus vergonzosos ataques.
La pobre Señorita B. comenzó a arrepentirse de estar en casa del Dr. Kreuer, pero aceptó el té que le ofreció y que el sirviente con delantal de cuero le sirvió con tal desdén, que inundó el plato de líquido, por lo que la Señorita B. no podía levantar la taza sin mojarse la falda, o el piso de la estancia. Al notar que la temperatura de la infusión era tan fría como para refrescarse en los ardores estivales, la Señorita B. comenzó a percibir el ligero temblor del ojo izquierdo y la electricidad en un hemisferio cerebral que antecedía a las convulsiones más severas.
Cuando se despertó, en el cuarto del Dr. Kreuer, ya era tarde. Un terrible dolor de cabeza le indicaba que había tenido las contorsiones que la asustaban tanto, pero además, fue observando con horror creciente su cabellera suelta, el corsé desabrochado por manos torpes, las enaguas en el suelo, el doctor Kreuer durmiendo a su lado plácidamente y al enano con delantal de cuero que la miraba con lujuria y le murmuraba en alemán algo que ella no entendió pero que juzgó lo suficientemente grave como para buscar la salida, correr con toda su energía y jurarse que, a no ser por convertirse en víctima de escorbuto, jamás en toda su vida tornaría a visitar a un médico que la atendiera con tan excéntricos métodos curativos.



3 de abril de 2009

UNO DE MALEVOS







A Juliana Burgos, que no le dio más que para intrusa....

En esos años, el barrio en el que andaban los Bedoya era un villorrio de tres o cuatro casas apiladas alrededor de una plaza. Más allá, una tienda que abastecía al pueblo de lo más necesario; alpargatas, yerba, azúcar, burdas telas con las que las mujeres cosían prendas para las familias, velas, naipes… y casi lindando con el río, una fonda a la que los parroquianos acudían para intercambiar pareceres, copas de ginebra, o pasar un rato de diversión con dos o tres mujeres de mala vida que allí se desempeñaban, desde que el azar o la pobreza las hubiese conchabado como prostitutas o acompañantes de carreros, changarines o simplemente malandras de pueblo.
Entre este último grupo se encontraban los hermanos Bedoya, Humberto y Próspero Bedoya, hombres sin trabajo conocido, que amanecían a las tres de la tarde y se recogían cuando la mañana ya encontraba a la mucama de los Liniers, barriendo la vereda de la única casa con balcón con la que contaba el lugar, donde vivía la familia del caudillo conservador que, se decía, tenía tratos con Buenos Aires y hasta había visitado alguna vez el Congreso de la Nación.
Los Bedoya tenían por costumbre dormirse en el burdel que oficiaba de fonda, abrazados a mujeres nocturnas y tristes. Todas las mañanas regresaban a su rancho por el mismo camino con sus caballos lobunos; hermanos los hombres, hermanos los caballos; dos matungos que, a edad de hombre, deberían frisar los 100 años, llenos de mataduras en las patas y con sendos aperos rudimentarios y groseros.
Nunca hablaban. Solamente se enviaban señales con movimientos estudiados del chambergo, o uno seguía al otro cuando se levantaban de las sillas para irse del lugar en el que se hallaban. Los hombres intentaban ignorarlos, las mujeres les temían.
Próspero llevaba una cicatriz honda en la mejilla, producto de una riña con su padre cuando contaba con quince años. Humberto carecía del dedo meñique de la mano izquierda, según todos, violencia del padre cuando el muchachito tenía trece, y razón por la cual el padre perdió la vida y Próspero ganó la cicatriz… Los Bedoya no eran pendencieros, pero después de escuchar esas leyendas, la gente trataba de no encontrar motivos para pelear con ninguno de los dos.
Vivían en un rancho solitario, rodeados de perros enflaquecidos y sarnosos, pues una vez que murió el padre; se contaba que la madre amaneció al otro día con el pelo blanco en canas y enmudecida, con una expresión de horror que no se le fue hasta que la enterraron a los tres meses de viuda.
Nunca eran visitados, nunca se los veía comprar menudencias para aderezar la mesa. Sólo eran parte del paisaje del pueblo, acostumbrados a ellos como a las crecidas o a los jejenes.
Si bien es cierto que no se sabía a ciencia cierta de qué vivían, se contaba que la mucama de los Liniers, enamorada de Próspero hasta la médula, se encargaba de darles con gesto taciturno las sobras del almuerzo o de la cena, con lo que los hermanos se mataban el hambre. Sin embargo, jamás tuvieron deudas en el boliche en el que a veces dormían, y si el patrón les permitía las asiduas visitas, también era porque los Bedoya garantizaban el silencio y la tranquilidad. Una vez que ellos se apersonaban, los clientes entraban en un estado de molicie, ya fuera porque les tuvieran respeto o porque los consideraran peligrosos.
La cosa es que los Bedoya mantuvieron su misterio por espacio de casi quince años, hasta que llegó la Damiana al lupanar.
Venía desde San Pedro en un carro que transportaba cueros, y el cochero sólo pidió dejarla en el pueblo en razón de los tres días de insultos que había debido soportar desde que la cargara por pedido de una hermana llena de hijos chicos que debía educar sin la presencia de la menor, quien echaba a perder todos los intentos de enderezarlos que hacía la pobre mujer.
El patrón le miró los dientes y la papeleta. Y la aceptó en su negocio, lo mismo que a las otras, echándole un colchón con el cotín rasgado y olor a sudor y orina, recomendándole que fuera juiciosa y no buscara pleitos. Ella estaba tan cansada, que apenas el hombre corrió la cortina que separaba la fonda del quilombo, se tiró arriba del jergón y allí quedó como muerta, rumiando su desventura y su rencor. Damiana tenía 23 años, y de la alegría y la gracia natural que tuviera antes de ejercer el oficio, sólo quedaba un puñado de dichos y cierto amargo sarcasmo que la amparaba del dolor.
Esa noche, los Bedoya aparecieron como siempre en sus lobunos, y entraron al lugar arrastrando las alpargatas mugrosas y tocando ligeramente el chambergo a modo de saludo. Los hombres que bebían ginebra o jugaban silenciosos a los naipes, saludaron a su vez y no faltó alguno que musitara que Próspero iba a alzarse esa noche a la linda sampedrina, sin que nadie le opusiera resistencia. Pero apenas la Damiana vio a los Bedoya, y frente al asombro de todos los feligreses, exclamó ahogada en una carcajada cínica:
- ¡ Bedoya! ¡ Se tira un pedo y se abolla!-
Los hombres dejaron de beber, el patrón quedó suspenso, el repasador quieto en la copa, las mujeres fueron apareciendo en la puerta una a una, despeinadas y en corsé. Y fue Próspero el que contestó:
- ¡ Damiana! ¡ Se caga en la palangana!- A lo que ella, acercándose como una pantera a Humberto, le soltó:
- ¡Humberto! ¡ Tenés el culo tuerto! – y mientras la clientela esperaba que alguno de los dos levantara el cuerpo ligero de la Damiana con el facón y la pasara a mejor vida, fue escuchando hasta dejar de prestar atención, las risotadas del trío que durante toda la noche fueron armando el eco de los dichos en verso, primera y última vez que escucharan el idioma florido de los Bedoya, antes de que se alejaran definitivamente del pueblo, recortados en el horizonte que subía y bajaba, al ritmo del compás de la copla:
Damiana, cómo te gusta la banana
Próspero Bedoya, en el culo tenés una ampolla
Damiana Pizarro, lavate el culo en el jarro
Bedoya, Bedoya… ayer cagaste en la olla
Damiana, te tirás pedos a la mañana
Nadie se explicó nunca la ausencia de los hermanos. Tampoco se supo más nada de Damiana Pizarro. Y mucho menos se pudo adivinar de dónde se conocían.
Sólo se supo que después de tres días de faltar los hermanos, aparecieron los lobunos sin jinete, para morir de viejos en el rancho solitario que alguna vez los vio crecer.