15 de junio de 2009

UN CABALLERITO


Nada hubiera sido igual el día del nacimiento de Bruno si no hubieran sucedido extravagantes casualidades,de modo que persistentemente se narrara la experiencia cada año que el chico cumplía, aunque a medida que su altura y la cifra iba aumentando, ya los comentarios hubieran pasado de ¡Uh… Te acordás, qué quilombo! a carcajadas que quedaban sonando en la sobremesa de los almuerzos en Tortuguitas, y aún ahora, a comentarios melosos acerca de la hombría de Brunito, que a él lo obligaban a desear la muerte violenta de todos los integrantes de la familia.
Bruno era un ser que todo aquél que lo conociera, agradecía su llegada al mundo ese mediodía tórrido cuyos grados centígrados iban aumentando a medida que el tiempo iba pasando y fueran divulgadas las crónicas registradas por cada componente familiar más o menos exagerado.
Fue esperado con todo el esmero del que Carola y Enrique fueran capaces en los preparativos que ensayaban leyendo un libro llamado “Espero un Hijo”, y todas las revistas mensuales que se vendían a las embarazadas en los kioskos, y a las que ella directamente se había suscripto, tragando fervientemente desde las secciones en que se aconsejara sobre los cuidados prenatales hasta cómo explicarle al chico cuando preguntara por la muerte, o cuando sacara malas notas en el colegio o no quisiera alimentarse.
Cuando la fecha del parto se acercaba, los Filardi se instalaron en la quinta de Tortuguitas, que ya estaba habitada desde diciembre por los Arias junto con Constanza y Verónica, que aún eran solteras, y donde, asimismo, recibían, los días de mucho calor, a otros miembros que telefoneaban para preguntar qué llevar para almorzar y se quedaban toda la tarde en la pileta, mientras Amanda comentaba por lo bajo con alguna de sus hijas Éstos se piensan que es un club, y trataba de poner cara de dicha infinita ante los visitantes, para no airar a Quitito, cuya hospitalidad era proverbial.
El caso es que el domingo en que Carola comenzó con las molestias previas al alumbramiento, se estaba preparando un asado colosal, al que asistirían todos, incluidas Antonia y Blanca, quienes por esos días compartían las reuniones familiares traídas ambas en un taxi por Copete, vestido como si estuviera invitado a un coctel en un yate.
Ese mismo taxi que hubiese transportado desde Buenos Aires a su tío con las dos mujeres probablemente más importantes de su vida, fue el mismo que los llevó hasta la maternidad, donde Carola se internaría inmediatamente después de que Enrique hablara por teléfono con el médico equivocándose con todos los síntomas que ella acusara, y siendo corregido con voz desmayada entre jadeos provenientes de la chaise longue en la que pretendía relajarse, con las ansiosas manos de Constanza alisándole insanamente el pelo, la mirada fija de Bárbara en el segundero de su reloj y sus preguntas acuciantes ¿Ahora? además de los ojos desmesuradamente abiertos de Verónica que parecía estaqueada en medio de la sala de estar, a raíz del pánico sorprendente que se había apoderado de ella, suponiendo que tal vez su hermana mayor muriera y la dejara sin su protección.
Cuando llegaron Copete, Antonia y Blanca, ésta no llegó a bajar del taxi, siéndole arrojado el bolso donde estaba preparado el ajuar del bebé, con una imposición de la que nadie se hizo autor tiempo después, Andá vos también, de modo que Enrique, al notar su presencia cuando ya tomaban la Panamericana, consideró que el momento en el que se convertiría en padre, no sería tal como había soñado.
Carola se había quedado inmóvil, como un animalito en trance, respirando tal como le decían en el curso de preparto, pero como el sonido de su voz no correspondía a ninguno de los que Enrique hubiese escuchado nunca jamás, éste los adjudicaba a alguna anomalía y entonces apuraba al chofer, quien intentaba pasar a los otros vehículos por la derecha y llevaba el velocímetro hasta 140, convertido de pronto por las condiciones apremiantes, en un héroe por un minuto. Blanca le tomaba la mano a su prima no declarada, y ésta le clavaba las uñas como si esa mano ofrecida en silencio fuese lo único que la calmara en ese instante desmesurado en el que transitaba su existencia.
Al llegar a la clínica, los hechos se sucedieron de un modo confuso. No habían llevado la credencial de la Obra Social, la empleada los atendió con tal mal modo que Enrique terminó pidiéndole inquisitivamente el nombre y el apellido, comprendiendo que su exabrupto no colaboraba con las circunstancias, pero logrando que un fornido enfermero con cara de guardiacárcel depositara el cuerpo abultado de Carola en una silla de ruedas, puesto que ya las contracciones se aceleraban y ella le había dicho en un susurro a su marido en el oído una frase que a éste le heló la sangre Me parece que rompí bolsa, estoy como meada.
Una gruesa enfermera maternal la acomodó en la habitación, le hizo un tacto inicial y le acarició la cabeza . Te falta un poco. Esperá que ya viene el dotor, ¿Sí, mami? Blanca fue a comunicarse con la familia y a comprar agua mineral, y Enrique salió a fumar un cigarrillo afuera, mientras Carola se metía en el baño para aquietar las sensaciones que ella consideraba conocidas pero que nada tenían que ver con un alumbramiento.
En ese momento se escuchó afuera la inconfundible voz de Bárbara que pugnaba por entrar, pese a que la gruesa enfermera maternal le dijera con voz cordial que no era hora de visita. Pero atrás de la perturbación preocupante que siempre sazonara la articulación del lenguaje de Bárbara, se oía también un llanto ahogado, o una especie de urgente murmullo, que inquietó tanto a Carola, que salió del baño caminando con dificultad, casi agachada, preguntando qué pasaba.
Cuando abrió la puerta vio un cuadro que a duras penas logró desterrar de su memoria sin reírse más de un minuto seguido en una sacudida muda: Machaca y China sentadas cómodamente en las sillas anaranjadas de la sala de espera, mientras ésta la abanicaba con una revista, Quitito pretendiendo calmar a Bárbara con voces cada vez más enfáticas
¡ Pero hija, no sea grosera, por favor!, Bárbara fuera de sí, ya casi por estamparle una trompada a la gruesa enfermera maternal que la aplastara contra el cuadrito que en la puerta rezaba un jovial “¡Ya nací! Me llamo……..”, y vociferando que ella tenía derecho a entrar a la habitación porque se trataba de su hermana; Copete tranquilizando a su vez a Amanda, que se apretaba las manos en señal de profunda ansiedad, y Verónica llorando como si estuviera asistiendo a un funeral, abrazada a Constanza, que ahora le alisaba a su hermana menor el pelo del mismo modo desquiciado que antes lo hubiese hecho con Carola, conjeturando seguramente que esa caricia irritante, aplacaba cualquier desborde de alguna de ellas.
Y Antonia, parada en el pasillo, rezando una muda oración con los ojos en blanco, manoseando un antiguo rosario, lo cual le confería una hierática figura de loca mística, o de pastorcita de Lourdes.
Enrique venía casi corriendo por el pasillo, a fin de sosegarlos un poco, viendo que el nacimiento del primogénito originaba semejante invasión irrespetuosa, a todas vistas pensada y ejecutada por Bárbara, que tenía el don de repetir con tanto ahínco sus deseos, que convencía hasta al hombre más templado, y allá los embarcaba en lo que ella, en su espíritu sedicioso, consideraba el más acabado derecho, aunque se tratase de tomar por la fuerza una maternidad o una iglesia.
Carola les gritó que se fueran, que ya les avisarían, Enrique les cerró la puerta de la habitación 202 sin esperar otra cosa que tanto Bárbara como Amanda estuviesen durante más de un año recordando ese desplante, y la gruesa enfermera maternal, ya con la cara descompuesta por el mal momento que Bárbara le había hecho pasar, dio media vuelta y, nuevamente dueña del pasillo, fue a buscar al médico puesto que el niño debía nacer, más allá de la familia desviada que le tocara en suerte.
Finalmente, a la una y veinticinco del mediodía, Bruno nació, haciendo honor a los genes heredados con un llanto inaugural que parecía un rugido de pequeña bestezuela hambrienta, con los ojos profundamente abiertos a los ojos de Carola que lo envolvió con sus brazos y casi lo fundió con su cuello, acaso para volverlo por otro instante más, sólo un instante, hacia ella misma, sabiendo atávicamente que comenzaba a irse de su lado.
Y cuando llegaron los tres a la habitación, Blanca los esperaba con una medallita de plata grabada con el nombre del bebé, y una expresión de niña orgullosa tan intensa y feliz, que Carola, recordando conmovida aquella mano carnuda entregada en el taxi , le ofreció el privilegio de ser la primera persona de la familia que lo tomara en brazos.


1 comentario:

  1. Perfectas descripciones de un pre parto!!!
    Monumentales las Arias Guevara, qué familiaaaa!

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara