12 de junio de 2009

KETUBÁ


Las hermanas Arias habían sido criadas en un decimonónico anticlericalismo, lindante con los preceptos rígidos de la masonería, de la que su bisabuelo tenía el honor de ser
“ Gran Hermano 33”, lo cual ellas repetían sin noción clara sobre el lustre o baldón que tal dignidad atrajera sobre la familia.
Desde su infancia habían escuchado una variedad de insultos que iban desde el más ramplón Me cago en dios, hasta variedades más soeces, según quien las profiriera fuera su padre, bastante más compuesto que Copete, que en sus borracheras navideñas gritaba ¡ La concha de la Virgen María! sólo para escandalizar a la madre de Amanda, para quien pasar esas fechas religiosas con los Arias Guevara significaba llanamente un martirio como el de San Sebastián.
Estaban acostumbradas a pasar por la Iglesia y no persignarse, a quedar estupefactas frente a las oraciones que se hicieran en algunas familias de sus amigas infantiles antes de almorzar, a no arrodillarse, ni pararse ni sentarse jamás según lo ordenara algún sacerdote en algún casamiento al que asistieran, y quedaban francamente fuera de foco cuando en alguna misa a la que acudieran por obligación amistosa, los fieles se dieran la paz, alternando las manos con ellas, que no sabían si dar los buenos días o preguntarle a la persona en cuestión si se le ofrecía algo.
Se casaron las tres mayores sólo por civil, una se divorció, nunca bautizaron a sus hijos y éstos, por supuesto, en modo alguno fueron consultados para conocer su opinión cuando fueran grandes, con respecto a la religión que pretendieran ejercer.
De modo que tampoco los hijos poseían en su vocabulario palabras como hostia, virgen, Cristo o salvador, y se sentían gravemente desubicados, al igual que sus madres cuando eran pequeñas, en el momento de asistir a una comunión o un bautismo. Si uno de ellos preguntaba, en la edad de los cuestionamientos, acerca de Dios, ellas respondían frescamente Dios no existe, y daban por terminada la conversación, pese a que el niño quedara con serias contradicciones en las que la inexistencia de Dios, sólo le trajera incomodidad, puesto que también traía la consecuente idea de que al morir, los personajes queridos, no sólo no se iban al cielo, sino que, al decir de sus madres Se convierten en florcitas que después se comen las vacas que te comés vos en un churrasco, suponiendo que esta explicación les bastaría para convencerlos, sin un ligero escalofrío, de que los antepasados terminaban lisamente en las cloacas.
Para el inicio del siglo XXI, la única que quedaba soltera era Verónica, que mantenía un dulce romance con Francisco Hirsch, quien no se separó de ella desde aquel día en el que se esguinzara un tobillo a causa de sus desmadejados arrumacos.
Y Francisco, lógicamente, una vez que recibiera la confirmación de su trabajo en el Observatorio y ganara ampliamente la beca del Conicet, le ofreció a Verónica matrimonio en una parrilla de Escobar a la que llegaron tan tarde, que sólo tomaron vino tinto con unas papas fritas lo suficientemente grasientas como para dejarles la boca tan brillante, que terminaron ebrios de empinar a cada bocado unos vasos de vidrio ordinario, plagados de huellas digitales pringosas.
- Lo único – comenzó Francisco intentando ser claro en medio de su embriaguez – que nos tendríamos que casar por iglesia – quedándose serio no sólo por la respuesta que esperaba de Verónica, sino también por lo que le había costado pronunciar correctamente “tendríamos”. Ella se quedó muda. Trataba de poner en orden sus pensamientos de acuerdo a lo que siempre decía Machaca si uno está en pedo, no tiene que contestar inmediatamente.
Lógicamente que Verónica sabía que Francisco era judío, que sus padres tenían los semíticos nombres de Samuel y Golde, que vivían en un departamento en Villa Crespo, que había sido invitada alguna vez al Bar Mitzvah del sobrino mayor de Francisco donde no entendió absolutamente nada de la ceremonia, pero sin embargo, con peligro de echar a perder como siempre, la idealista noción que su novio guardara de ella, preguntó:
- ¿ Cómo por iglesia? – sabiendo que en ese pedido acuciante de sus ojos de la confirmación de que Francisco estaba bromeando, subyacía un destello de malestar, que él pescó inmediatamente y que devolvió:
- En la sinagoga, Verónica. Nosotros somos judíos-
- Yo no, que me acuerde – le retrucó ella, devenida prontamente en aguda su réplica, cosa que a menudo le sucedía, por lo que, la gente que la conocía desde chica, dudaba de que en realidad fuera tan aparentemente corta como parecía.
Temiendo inmediatamente que Francisco dejara de amarla en el mismo instante en que ella hubiese adoptado esa ofensiva, suavizó, posándole los labios en la mano y hablando arriba de ella, no sabía muy bien si por una sensualidad natural, o para que no la escuchara y no la estrangulara allí mismo en Escobar:
- Digo, bah…. No sé… ¿ Vos sos muy religioso?- como si ése fuera el momento de hablar de religión, y sin recordar en lo más mínimo, si alguna vez habrían o no conversado semejante tópico fundacional en una pareja humana.
Francisco la miró inquieto. Su objetivo era casarse por el rito religioso, sólo para que su madre, especialmente, no estuviera el día de la boda con jaqueca y los ojos llorosos, o que tuviera de pronto una lipotimia que les arruinara el momento.
En la actualidad, realmente, Francisco estaba demasiado ensimismado en su tesis de investigación y en el amor inenarrable que le producía ver cómo Verónica, por ejemplo, ponía insistentemente la llave del lado que decía Industria Argentina, u olvidaba el número de clave de su tarjeta de débito y le mandaba un mensaje por celular: Mi número era 2612 o 1226, gordo? No existía en él un éxtasis místico y tampoco era práctica militante en su familia, a decir verdad. Era más bien una cuestión de tradición, siendo como era el único hijo varón, lo cual a Golde la hacía fantasear desde que él hubiese sido circuncidado, con una portentosa jupá en la que todos los parientes llegados desde Ribera gritarían llenos de alegría ¡ Mazal Tod!, mientras Francisco, ataviado con la kipá, rompería la copa en honor al primer rompimiento de las tablas de la ley.
Durante toda esa noche, regresando a Buenos Aires, y también en el monoambiente que compartían, mientras tendían una extemporánea cama a las tres de la mañana, Francisco intentó llegar a los sentimientos más genuinos del corazón de Verónica, explicándole el dolor que podía significar para alguien tan creyente como su madre, que su único hijo varón no se casara por el rito religioso; que si ella era tan ciertamente agnóstica y liberal, poco le importaría; que lo tomara como una curiosidad, que sería más que nada divertido, que se imaginara a Bruno con la kipá, que pensara que en realidad era más que nada un trámite, y que, en definitiva, ya casi severo, ante el mutismo insolente de Verónica, le diera una razón valedera para ofender a su familia de ese modo tan agresivo y desconsiderado.
Verónica lo escuchaba, recordando los desplantes que Golde le había hecho en el Bar Mitzvah de Tomás, especialmente cuando el chico le dedicó una de las velas y ella, al levantar su copa para agradecerle la cariñosa deferencia, tiró su contenido en la cabeza de Francisco quien tuvo que sacarse un minuto la kipá para limpiarse, gesto que Golde calificó de inadmisible, y cuya raíz estaba en los movimientos torpes de esta chica que no sé qué tiene que no me gusta.
Francisco seguía pidiendo razones acerca de su negativa, y Verónica no podía evitar recordar ahora el día en que entró por primera vez en el departamento de la Calle Frías, plagado de candelabros de siete velas, platos con símbolos hebraicos, cuadritos en los que se veía al matrimonio Hirsch en Jerusalén, con otros matrimonios a lo largo de los últimos veinte años, y al final del pasillo, la cara desapacible de Golde que con una mueca de sonrisa en los labios, sin alegría en los ojos, la miraba desde lejos como cumpliendo en estudiarla antes de echarla de su casa como un perro frente a la superioridad de todas sus hijas y de Francisco ante la figura trémula de Verónica, que sonreía casi llorando, y largaba una inconveniencia tras otra.
Finalmente, casi suplicando, Francisco apeló a la clemencia de Verónica, pidiéndole que se pusiera en su lugar, y prometiéndole que nadie, y mucho menos su madre iría a ofenderla justamente el día de su boda. Y aprovechó ese momento en que la otra hubiera bajado la guardia, viéndolo necesitado de su aquiescencia según la cual prácticamente le confería un poder especial de subir o bajar el pulgar sobre el plausible matrimonio mixto, para ofrecerle una alianza de oro con sus nombres grabados, que ya le hubiera comprado Golde en la Calle Libertad.

11 comentarios:

  1. Siiiiiiiiiii!!! Otra vez la ternura doliente de Verónica/Maga y su Francisco/no Oliveira. Cómo me gustan esos dos!!!! GRACIAS ESCRITORA.

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  2. No será Francisco un pollerudo, no?

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  3. es el hijo de Golde, que no es poco... Pobre Francisco! HACE LO QUE PUEDE.

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  4. jajaja notable =) me entretienen mucho tus historias, siempre con aquella caracterización tan vivida

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  5. Aviso por este medio,
    que se suspende la marcha que salia hoy a las cinco, desde la plaza E.Costa hacia la casa de la autora....igual los carteles que dicen "no queremos otro día sin cuento" se guardan, por las dudas

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  6. viste, viste???
    Finalmente salió, después de estar corrigiendo dos mil pruebas escritas.
    No se puede todo en la vida. Ya estoy acá otra vez...

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  7. Extrañaba a las Arias!!!que bueno que volvieron!!!!
    Me ancanta la saga Arias!!!!!

    atte
    Anonimo a.k.a. Killing

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  8. Siempre están, Killing. Es más... Creo que la humanidad es la pluralidad de todos los Arias. Te maté con la jupá, decí la verdad....

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  9. Que bueno volver a leerte!
    ya estaba extrañando a las Arias...muy bueno;)

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  10. jajjajajaj..."Se convierten en florcitas que después se comen las vacas que te comés vos en un churrasco".....no pude parar de reirme!!!!me imagino las horrorizadas caras de las criaturitas, ni siquieran tienen la opcion de ser vegetarianas...

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  11. Siempre una yegua suegra....

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara