11 de septiembre de 2009

SUPERMERCADO " AHORRA"



Bárbara investigó con cara de preocupada la heladera, cuyo resultado echó la humillante suma de cuatro aderezos mal apretados, un Ibupirac vencido y tres limones secos arriba de una milanesa de rotisería, cuyos duros vértices se arqueaban hacia los cítricos abarcándolos en un abrazo fraterno; por lo que concluyó con un humor de perros que su obligación era ir al supermercado.
Su plan distaba mucho de arrastrar los pies entre góndolas atestadas de parejas felices que se consultaban precios, o de chiquilines que le empujaban el changuito en sus correrías por los pasillos, por lo que optó por acudir al mercadito chino que a veces la sacaba de apuro con algún producto olvidado del pedido del mes.
Buscó las llaves del auto, se puso anteojos negros y salió hacia la calle en la que estaba situado el mercadito, a tres cuadras de la suya.
Bárbara era tan extraordinariamente perezosa para caminar, que iba en auto a comprar cigarrillos al kiosko de la vuelta de su casa.
Apenas llegó, vio que dos fornidos muchachos estaban apilando cajones de gaseosas, mientras el dueño del mercado, un oriental descarnado que saludaba gozoso uno a uno a los clientes que acudían a su negocio, anotaba en un formulario el nuevo pedido y balbuceaba en un dudoso castellano la cantidad de cajones que necesitaba ah… doss… cajjon. Ella entró, y aunque dudaba mucho de que el oriental la conociera, devolvió halagada el saludo casi ininteligible que éste le brindara al ingresar, como si recibiera una reverencia budista antes de recogerse en un templo en medio del Himalaya.
Escuchó que los muchachos fornidos trataban de un modo demasiado cercano, acaso confianzudo, al dueño del mercado, quien sólo mostraba una quijada abierta en una sonrisa anodina, puesto que no comprendía un ápice de la jerga de aquéllos, a quienes, a decir verdad, había que prestar la atención propia hacia los sordomudos para hilar la sintaxis de sus enunciados, pues apenas si articulaban dos o tres frases con sentido, por lo que mal el chino decodificaría algo entre sus gruñidos mal estructurados. Sin embargo, se notaba claramente que estaban riéndose del Señor Huang, quien para Bárbara representaba un arquetipo de urbanidad y simpatía, y quien, según Constanza le hubiese anoticiado, Creo que en China era filósofo, o teólogo… o no sé qué cosa de la filosofía Zen, lo cual a cualquiera de las Arias la transportaba en un éxtasis ponderativo, ya que eran adoradoras del saber ilustrado, y consecuentemente, se conmiseraban de aquellos como el Señor Huang que había abandonado su erudición para viajar al otro lado del mundo con el propósito de alimentar a su familia, ideada por ellas como un montón de chinitos muertos de hambre y con los vientres abultados, asociando su cantidad y sus fisonomías a Kim Phuc, aquella niña vietnamita que corriera junto con sus hermanitos con desesperación por la carretera en 1972.
Si bien era cierto que las palabras de Constanza no siempre eran confiables dadas sus buenas intenciones pero pésimas consecuencias a la hora de la verdad, las hermanas, sin embargo, tenían la extraña manía de creerle todas sus primicias, pese a la cara que Pablo Smart ponía cuando ella tomaba la palabra para develar un secreto que las otras desconocían, porque siempre, indefectiblemente, este secreto era un delirio inventado por ella para realzar al personaje que le había caído simpático.
Los muchachos fornidos continuaban zahiriendo al Señor Huang, mientras éste hacía conmovedores esfuerzos por mantener la compostura sin abandonar la cordialidad, hasta que en la búsqueda del pan rallado, Bárbara notó alarmada, que uno de ellos tomaba la solapa de un mal compuesto saco que llevaba el chino, y lo sacudía de un modo inconcebible, por lo que se acodó con cara de arrabalera en el carrito desvencijado y con unos irreverentes deseos de trompearlos hasta dejarlos desmayados en el suelo, les espetó con voz bronca:
- ¡ Che, qué les pasa a ustedes? ¿ Quieren que llame a la cana?¿ Por qué no lo dejan tranquilo?- preguntas todas que congelaron el momento en un cuadro estupefacto y mudo, ya que todos los clientes se detuvieron, las empleadas que cortaban fiambre cogotearon para localizar el lugar de donde provenía la voz y aún la muchacha que pesaba la fruta salió del mostrador con sus guantes de cirujana manchados con tierra de las papas y quedó en el pasillo con una bolsita de damascos a medio pesar.
El Señor Huang comenzó a transpirar, viendo cómo su negocio tenía un incidente más bien grave con esa arpía gritando, y en lugar de sentirse defendido por Bárbara, percibió que debía demostrar que en su casa sólo reinaba la paz y la concordia, por lo que, enfrentándose con ella como un gallo de riña, le dijo con tono molesto:
- Va la seiora…. Va…. No grita… no grita acá… acá … No, no-
Ella supuso que el chino no había comprendido, dadas las precarias condiciones lingüísticas con las que se manejaba, que la intención que la impulsaba al mal momento era solidaria y fraterna, que no creía en las razas y en las nacionalidades, y que su concepto de patria era más bien lábil, por lo que se sentía hermanada con aquel ejemplo de trabajador erudito que debía soportar las groseras arremetidas de la canalla analfabeta que se permitía la pulla hacia alguien que, al no conocer el idioma, era tildado por ellos de pusilánime. Dando por seguros todos esos argumentos, rechazó con una sonrisa bastante forzada las manos que el Señor Huang pretendía imponerle en la espalda para aquietarla, barboteando torpemente:

- Nadie a usted va a faltarle el respeto, señor…- a lo que el chino, frunciendo aún más la lozana cara característica de la raza amarilla, negaba con un rotundo y frenético movimiento de cabeza, mostrando que lo último que necesitaba era la defensa que de él estaba haciendo a sssseiooora. Ella insistía empecinadamente en continuar su enfrentamiento con todo aquel que no guardara un mínimo de respeto hacia alguien tan honorable como el señor Huang, quien seguramente habría llevado por el Tibet a una miríada de jovencitos pelados con túnicas anaranjadas y las manos juntas en señal de unción, y quienes en este momento serían monjes llenos de sagrada veneración por parte de un pueblo mucho más culto que estas bestias que apenas si sabían hablar.
Y mientras continuaba con sus cerriles razones, las que, dado su carácter inaguantable, pretendía mostrar como válidas sólo con sus miradas amenazantes y sus toscos insultos, Bárbara observó que el Señor Huang sacaba de su bolsillo un celular de última generación y, con gesto impaciente, marcaba con un único y eficaz dedo pulgar, algún número de emergencia, y casi en un segundo, estacionaba chirriando atrás del camión de las gaseosas, un patrullero con tres agentes de la Policía Federal que la redujeron rápidamente como si se tratase de una mechera sorprendida metiéndose en la campera algún producto.
Cuando Pablo Smart fue a buscarla a la Comisaría Cuarta, a la vuelta del Supermercado “ Ahorra”, y antes de escuchar como en una penitencia medieval cada Chino hijo de remil putas que Bárbara endilgara al honorable Señor Huang, u otras imprecaciones infladas soezmente por la humillación que hubiera sufrido al ser acusada por el oriental de tumultuosa, le preguntó atinadamente si no le fallaba la intuición al creer a pies juntillas cada disparate que Constanza largaba; luego de lo cual se la pasó, hasta depositarla en Tortuguitas, diciendo con una media sonrisa burlona entre los dientes:
- A quién se le ocurre….. teólogo el chino Huang…. A quién se le ocurre…..-


3 comentarios:

  1. Y si no hubiera sido teólogo???? Lo hubiera defendido???

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  2. Este no lo había leído Ortiz, me encanta que lo saluda con una reverencia, totalmente excesiva, jajaja
    El otro día una vieja porque el chino del mercado al que fuí no la entendía, se le ocurrió que si iba gritando cada vez mas fuerte el oriental se volvería políglota....jajaja
    Después de desgañitase gritando no sé qué de un yogur , me miró preocupada y bajito me dijo, sin que el chino la escuche
    - no entiende naaaaaadaaaaaaaa

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara