1 de marzo de 2009

PRÓLOGO





Desde que ejerzo la docencia cada año más irresponsablemente, conozco de memoria la importancia de un prólogo del propio autor. En estas vacaciones del año 2009, año en que me fuera dado el arte de la palabra, ya un poco tardíamente pero no por ello menos fecundo, he tenido la ferviente creencia de que hay un editor esperando que entregue mis manuscritos con premura.
Me imagino, entonces, presa de un mar de responsabilidades, en una vida sumamente ocupada, en la que suena el celular cada quince o veinte minutos, o en la que trato de desoír una lista interminable de nombres en negro que me apremia desde una acumulación de mails en la casilla de correos, o en la que me hago negar por teléfono con un mudo vaivén nervioso con mi dedo índice, a las caras inquisitivas de mi familia, que debe mentir arbitrariamente una ausencia que no existe.
Es decir, que estoy convencida de que ese editor que me está apurando para que entregue, el corrector con el que voy a discutir hasta dejar de hablarme para el resto de la vida, y el ilustrador que deberá soportar el encasillamiento con el que voy a rehusar una a una todas las imágenes o fotos que me muestre; en fin, todo ese tremendo dolor de cabeza en que ha devenido mi vida desde que soy talentosa, desde que Osvaldo Quiroga o Cristina Mucci me invitan a sus programas llamándome “la
Fontanarrosa femenina”; en verdad existe, conque es perentorio hacer un prólogo para esta primera edición.
Amo los prólogos. Amo a Cervantes cuando anuncia inocentemente su propósito en el prólogo a la edición de 1605. Amo el prólogo del editor de John Kennedy Toole cuando explica al principio que Johnny está muerto y su madre anda de Editorial en Editorial llevando el manuscrito, como si fuera el mismo cadáver de su hijo o el Sargento Sosa, la cabeza de Juan Lavalle. Amo el prólogo de Pirandello cuando dice que los personajes se le presentan caprichosamente y que él, para que lo dejen de joder, les inventa Seis Personajes… Y para que, en definitiva, vivan el drama de no llegar a ser nunca. Creo, realmente, que un prólogo es la mejor introducción, la mejor primera cita que los lectores tienen con el autor. Después vendrán los textos de ficción. Pero al principio habrá un encuentro en el que ustedes querrán hacerse amigos míos, como bien dice Holden, en una perfecta crítica literaria que me emociona hasta convertirme en una bacante.
Y ese encuentro, es la palabra desnuda de quien busca a los otros en el acto más generoso que existe entre los seres humanos, pese a que yo venga a ser probablemente narcisista, probablemente egocéntrica, mezquina criaturita puro espíritu. Mostrarse, exponerse, aparecer…. La epifanía de los griegos. Como toda mi vida quise mostrarme porque no considero que haya seriamente otra persona mejor que yo…. Valga este modo. Así, al menos, dejo de hablar permanentemente de mí en las reuniones amistosas en las que, en especial bajo los efectos de los vapores del licor, los comensales me dejan hablando sola, o, los más temerarios, me acallan con un impertinente ¡ Shhh, callate un poco!
De modo que… Va prólogo….
Este libro de cuentos habla de la familia. De un modo o de otro, es lo que he venido hablando durante dos años con mi analista Carina Luz Scaramozzino. Quien no la conozca, no sabe lo que se pierde, puesto que esta mujer es quien sacó toda la maleza, el barullo, la imagen impostada, y me devolvió la palabra que yo buscaba. En nuestros encuentros, también hablo de mí, pero en este caso es rigurosamente necesario, ya que hablar de mí implica lo que ella llama con tanta enjundia “el sujeto atravesado por la palabra”. Pues nunca vi tan claramente como ahora, de qué modo la palabra me atravesaba literalmente como si yo fuera una víscera de vaca y ésta, una cuchilla afilada. Debo decir, que afortunadamente, no he salido lastimada.
Existen cuentos sobre matrimonios y sobre la familia Arias Guevara, en rigor.
Las Arias aparecen como personajes contundentes en el primer cuento de ficción genuino que escribí, “El Secreto de Amanda”. Pero, a decir verdad, Carola Arias ya existía como personaje en un proyecto de novela autobiográfica que no terminé porque era tan contemporánea y dolorosa, que me quedé varada cuando debía escribir la parte de ficción. Pero además, nunca pude retomarla porque me robaron la notebook donde estaba el archivo.
Cuando me salió en 18 horas “El Secreto de Amanda” me entusiasmé tanto con las cuatro hermanas Arias, que no existían en la novela sin nombre y sin suerte, que no pude menos que felicitarme y, en modo presuntuoso, quise retomar la idea de Salinger con los Glass; sólo que en este caso, la familia Arias es un poco más numerosa, más latina, y mucho menos espiritual que los Glass.
No son excéntricos, no son neoyorquinos, no son tenues apariencias que el lector debe adivinar por señales más tenues aún del propio Salinger. Están metidas en los cuentos de un modo prepotente.
Son cuatro mujeres argentinas, seguramente habitantes de Buenos Aires o de cualquiera de las grandes ciudades autóctonas,son tilingas, un poco superficiales, tontas, desbordadas por sus propias elecciones, alguna más serena que otra; otra más irascible, otra más inmadura; todas gritan e insultan, todas tratan de tapar a las otras cuando hablan, y aparentemente, se maltratan entre ellas o maltratan a los hijos. Pero son todas partes de mí misma o de las propias mujeres de mi familia, cuyas virtudes no son evidentes, sino más bien sus defectos. Por lo tanto, son personajes dignos de hilaridad. ¿Quién va a reírse de Seymour Glass o de Buddy? En cambio sí se puede reír de las fantasías intelectuales de Constanza, del mal carácter de Bárbara, de la presión por ser la mayor de Carola y de la supina estupidez de Verónica. Y se puede reír de ellas porque son ellas las que se ríen de sí mismas, mostrando sin pudor sus vicios y por ello, haciéndolas inocentes de poseerlos. Por tal, pueden ser personajes cómicos.
La familia Arias Guevara consiste en 8 hermanos, a la usanza de las antiguas familias patricias criollas: El mayor, Copete, Quitito, el padre de las Arias, Tula, China, Teté, Finita (las cuatro muertas) Machaca y Morita. Pensé en ponerles esos sobrenombres porque en todas las familias argentinas existen lápidas en las que leer el nombre significa enterarse en el entierro que el tío Cacho se llamaba Carlos Alberto, o la tía Nena se llamaba Enriqueta. Pero además, creo verdaderamente que los nombres dicen y arman el marco de clase y época en el que los personajes se inscribirán. Ahora, en el 2009, una cosa es llamarse Josefina. En 1965, también. Por lo que los motes de familias de supuesta alcurnia, muy pocas veces se relacionaban con características físicas, como
“ Negra” o “ Gordo”, y menos aún con la primera parte del nombre, como “ Fer” o “ Ale”, más cercano a nuestros días.
Quitito ha muerto en 1999, es el esposo de Amanda.
Machaca es la tía con Alzheimer guarra de las Arias, que salió Miss Siete Días a los 37 años. Es un antecedente de lo que será Bárbara a esa edad.
Copete es una suerte de Isidoro Cañones, que murió a los tres años de morir Quitito, de tristeza. Morita vive en Estocolmo, y fue militante de las FAR en los 70, por lo que se exilió antes del golpe. Después se verá que no fue sólo por temor a ser chupada. Es una especie de alter ego de Machaca; ambas representantes de los años 70, década que para mí es especialmente cara y a la que retorno una y otra vez casi obsesivamente. La diferencia es que la tilinguería de Machaca no es algo que la avergüence, en cambio para Morita es algo contra lo que ha luchado toda la vida, pretendiendo traicionar a su clase y después a sus propios compañeros de militancia. Morita es menos libre que Machaca en ese sentido.
Los esposos de las Arias son todos bienintencionados, racionales, y aman a sus mujeres hasta lo indecible, lo que los hace tomar el lugar de mártires en la saga. No tienen hasta ahora presencia visible como protagonistas, pero sí están algunas de sus actitudes.
Enrique Filardi es el esposo de Carola. Tomé el apellido de un antiguo perfume que usara mi padre cuando tuvo un infarto de miocardio en el año 1975. Tienen cuatro hijos: Bruno, el mayor, que está en el último año de la escuela secundaria, es una mezcla entre mi hijo Pepe y varios de mis ex alumnos: el nombre es uno de los que abundan en las listas de los Colegios Secundarios de este principio de siglo; Catalina, la segunda; está también anclada en la adolescencia virulenta de mi hija Delfina; Martín es el que estudia bajo y no quiere ir al campamento, que en mi propia familia no existe, y que cuenta con 10 años aproximadamente, edad propicia para llorar si no va a un campamento; y Félix, el menor, que está en segundo grado, es una especie de Manuel, mi hijito menor. Pero yo no tengo nada de Carola, aunque me resulte la más querida, por razones expuestas ut supra.
El único hijo que tiene Constanza es Bartolomé, nombre puesto por ella en homenaje aparente a su bisabuelo, pero en realidad, por su snobismo. Su marido se llama Pablo Smart, y es abogado, elegante y quien soluciona todos los problemas en que se meten las mujeres cuando interviene la policía, lo cual se presenta en demasiadas oportunidades.
Bárbara tiene mujeres: Sofía, María y Manuela. Las tres seguidas, lo que ocasionó en la madre un carácter agrio y violento. Las tres son adolescentes: Sofía tiene 16, y coquetea peligrosamente con Bruno; María tiene 15 y Manuela 14. Es la enemiga número 1 de Catalina. Por supuesto, que, en virtud de este modo de ser tan furibundo, Bárbara está divorciada desde que la más chica de sus hijas tenía meses. Su ex marido, Santiago Miralles, huyó muerto de miedo de que su vida se transformara en un calvario. Después de quince años, reorganizó su vida y se casó en segundas nupcias con una mujer dulce como la jalea real, a quien Bárbara detesta porque en el fondo sigue enamorada de Santiago.
Verónica tiene dos nenas: Sol y Trini. Son chiquititas: Tienen entre 3 y cinco años. Como su madre es un poco idiota, las nenas son ejemplo de inteligencia y serenidad. Su marido, Francisco Hirsch, es astrónomo como ella, y tan caído del catre como concentrado e inteligente.
Las Arias son mezquinas, egoístas, desenfadadas. Todo lo solucionan juntas, pero las soluciones que encuentran, nunca son plausibles, sino más bien, un revés de la suerte.
Hay otras Arias que no son ellas mismas: Estela, la protagonista del Cuento “Enfermos” parece ser una representación de Bárbara. Es que yo tengo a veces, un carácter más o menos iracundo, por lo que me muevo con mucha facilidad en esos ámbitos donde las mujeres nos desbocamos presas de una violencia que acaso tenga una causa, pero que es tan ínfima al lado de la reacción que presenta, que finalmente nunca se está demasiado seguro si lo que devino en insultos mezclados con lágrimas y ataques de histeria a lo Charcot, fue a raíz de que no andaba el inodoro o que se perdió un arete abajo del lavavajillas.

1 comentario:

Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara