1 de marzo de 2009

HORAS CÁTEDRA



Cuando sonó el teléfono anunciándole que el lunes debía presentarse en el Colegio Nacional, creyó que la vida por fin le estaba dando un desagravio necesario para resistir los dos años en los que había estado aportando dinero a la casa con oscuras clases particulares. Carla le explicó que eran horas que ella dejaba porque su bebé era demasiado chiquito para abandonarlo todo el día, por lo que las horas matutinas quedaban libres. Y te digo… Mejor que son las horas de la mañana, porque los pibes de la tarde son delincuentes. Ella no se dejó amedrentar, puesto que conocía muy bien su talento natural y confiaba en los cursos de pedagogía y aún de Psicología del Niño y del Adolescente que hubiera tomado el año anterior, para mantenerse ocupada y para atesorar experiencia a la hora de enfrentarse con el sueño de toda su vida: Ser profesora de la Secundaria.
Desgraciadamente para ella, en esos dos años en que estuvo inactiva, todas sus amigas ya dictaban clase, por lo que en los momentos en que se reunían, las otras se la pasaban relatando anécdotas en las que algún adolescente pasaba a ser quien tenía poder frente al adulto, y sólo era reducido por algún Director ex profesor de educación física o ex policía que lo detenía gritándole que lo iba a cagar a trompadas antes de que incendiara la escuela. Siempre sospechó que sus amigas relataban esas historias para que ella desarrollase un imaginario en el que resultara por lo menos arriesgado meterse en la docencia. En primer lugar para que ni se le ocurriera competir con ellas; en segundo lugar, solamente para mortificarla e infundir en ella una envidia vergonzosa. Y con tanta vergüenza se sentía ella frente a la indudable envidia que la dominaba, que decía falsamente No… ¿Yo clases? No. Estoy tratando de meterme en el Departamento de Letras de la Facultad, enunciado que para sus amigas era tan fingido que se miraban y levantaban las cejas con un suspiro, o esperaban que se fuera para criticarla hasta el próximo cumpleaños de otra condiscípula.
Sin embargo, Alejandra regresaba de esas reuniones rabiosa e inquieta, preguntándose por qué no la llamaban de una vez para ofrecerle horas cátedra, aunque fuera en un colegio marginal del conurbano, considerando el excelente desempeño que hubiera tenido en las Prácticas de la Enseñanza cuando aún no se había recibido, justamente en un colegio dependiente de la Universidad, donde, al menos, podrían consultar qué alumnos de Humanidades se habían destacado.
Ese día en que Carla la había recomendado para tomar el cuarto y quinto año del colegio en el que ésta se desenvolvía aún antes de recibirse, no sólo le agradeció con palabras exageradas de ternura sino que decidió hacerle un regalo a ella o a su bebé, por más que durante la carrera hubiese considerado que Carla no merecía siquiera figurar en su agenda telefónica.
Quedó en ir a su casa esa tarde para adentrarse en los trámites necesarios que debía cumplimentar antes de presentarse, y colgó con su mano en la horquilla, dejando el tubo en la oreja, marcando inmediatamente el número del trabajo de Sergio para comunicarle la buena nueva. Él recibió la noticia con felicidad, puesto que en las sucesivas conversaciones que tenían sobre la frustración que se adueñaba de Alejandra por no ser todavía profesora de Secundaria, siempre terminaban peleando por otra cosa. Antes de ir hacia su casa, pasó por un kiosco y le compró una lapicera roja. Alejandra tenía un entusiasmo que lo apenó y temió por su equilibrio mental. Le ofreció acompañarla hasta la casa de Carla, pero ella se rehusó con palabras cariñosas.
Carla la atendió con el bebé en brazos llorando ininterrumpidamente.
- ¿Me esperás un cachito? A esta hora le agarra el ataque y llora- le anunció dejando la puerta abierta para que la cerrara ella, y mientras se retiraba hacia adentro con palabras que simulaban ser tiernas Bueno, bueno, bebé ¿Qué te pasa, bebé? ¿Qué te pasa?, pero cuyo tono no persuadían al niñito, ya que parecía llorar más cuando le hablaba la madre. Alejandra quedó con una media sonrisa boba en la cara en un cuarto que, al parecer, era el escritorio de Carla, ya que veía allí los tomos de Gredos que usaban en la facultad, junto con los clásicos que también habitaban en su propia biblioteca, y grupos de hojas de carpeta donde se leía la letra de Carla que con grandes caracteres rojos rezaban 1 (Uno),
6 (seis), 7, 50 (siete cincuenta), en desprolijos trabajos identificados por apellidos y nombres como Battaglia Juan Pablo, Ignomiriello Facundo, Persano Romina. Deseó, como nunca, que esas hojas estuvieran en su propio escritorio, hasta que vio llegar a Carla con el bebé más calmado, pero aún en brazos.
- ¿Hoy no trabajás?- le preguntó Alejandra temiendo haber entendido mal y que las horas de la mañana no fueran las que le correspondían, siendo que recordaba perfectamente que Carla le había anticipado que los alumnos de la mañana eran más dóciles que los de la tarde.
- Hoy es mi día libre – contestó apurada, mientras balanceaba su cuerpo con el bebé calzado en los hombros, evidentemente para marearlo y que el chico se durmiera de una buena vez. – Me dejé los viernes para tener un fin de semana más largo. Bueno.- cortó – Vos tenés dos cuartos y un quinto. Cuarto primera y cuarto cuarta; y quinto segunda. Los de cuarto tienen que empezar este lunes con “El Avaro”, y los de quinto con “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. Terminé ayer “El Fin”. Lo comparamos con el Martín Fierro, ¿Viste? – Alejandra intentaba disimular la felicidad que le provocaba verse un fin de semana entero estudiando los textos que daría, y aunque en ese momento trató de recordar dónde tenía los apuntes de Francesa y de Argentina II, desechó sus vacilaciones para que no le arruinaran ese momento pletórico en el que estaba verdaderamente por transformarse de pronto en Dolores Tavella, la profesora que la fascinó con su modo de dictar clases cuando era adolescente. Carla seguía hablando displicentemente, mientras meneaba al chiquito con mayor ímpetu, aunque éste ya se hubiese dormido hacía por lo menos dos minutos.- Bueno, asíque, acordate de llevar el título, bah, la fotocopia con el sello violeta y el número de registro de título…. ¿Lo tenés?- Se detuvo de pronto, a lo que Alejandra, sin dejar de suponer que Carla se hubiese alegrado de que no lo tuviera, le contestó afirmativamente, y para despejar todas las dudas, aún lo recitó 635.595.
Carla comprendió que su balanceo la ponía más nerviosa y depositó al bebé en un cochecito celeste. Sin dejar de mecer ahora el coche, se sentó y la miró como si estudiara su alma:
- Tenés que entrar con cara de culo. Ya vas a tener tiempo de que te quieran. Al principio, cara de culo. De eso se vuelve. De lo que no se puede volver es de lo otro. Que te tomen para el churrete la primera clase- le aconsejó, tal vez porque desinteresadamente quisiera ayudarla y no con la actitud miserable que le adivinó Alejandra Quiere asustarme, quiere que me vaya mal al principio.
Alejandra le agradeció y tomó un taxi hasta su casa, adonde le narró uno a uno a Sergio los pormenores de la entrevista y escuchó los consejos que su marido le daba para que esa primera clase fuera eficaz.


El lunes amaneció lluvioso y frío. Alejandra no había pegado un ojo fantaseando con el primer encuentro con los que serían sus alumnos, con el modo en que saludaría en la Sala de Profesores, algunos de los cuales habían sido profesores suyos de la Facultad; o con el inicio que le daría a la clase. No podía olvidar la frase de Carla Cara de culo al principio y aunque estaba segura de que ésta no estaba en lo cierto, por alguna razón la sugerencia le daba vueltas en la cabeza. Yo odiaba que me trataran mal. Siempre me gustaron más las profesoras que me hacían sentir confiada. Es mejor para aprender estar relajado. Carla es una histérica. Y así fue pasando el tiempo hasta que el sonido del reloj despertador le solucionó la ansiedad con que había pasado la noche. Ya era lunes….
Tomó el micro que a las siete aún estaba vacío, y bajó en las puertas del Colegio Nacional. Sentía sus piernas temblar, las manos frías y transpiradas. Cada tanto le asaltaban negros pensamientos en los que suponía haber olvidado las fotocopias que le había sacado Sergio la tarde anterior, o el título que tanto le encomendó Carla, o el libro de Molière que aún tenía las anotaciones que le hiciera cuando era estudiante. Sin entender muy bien cómo, apareció en la Sala de Profesores, en la que aún no había absolutamente nadie, y olía a cigarrillo y a hojas de libro editado antes de 1940. Alejandra quedó 20 minutos sentada, observando la araña que pendía del cielorraso, los asientos repujados en un cuero de un incierto color verde y hasta unos pintorescos tinteros que definían el lugar donde cada profesor antiguo, gloria de los claustros del colegio, como Ezequiel Martínez Estrada, por ejemplo, se sentarían a armar las clases probablemente magistrales y escuchadas en un arrobado silencio por la enjundia de sus conceptos.
Poco a poco fueron llegando los docentes; una gruesa mujer pisando los 50 años, con el cráneo blanco y una extraña pelambre negra que no parecía haber sido ni alisada después de ser izada desde la almohada, y un trajecito sastre azul con un prendedor de brillantes acogotando una blusa blanca tiza; un tímido y enclenque muchacho que alguna vez vio en alguna asamblea en la facultad, una cuarentona llena de anillos y largas uñas rojas que la saludó con cortesía y le preguntó si era nueva, un sesentón noble cuya solapa enarbolaba el escudo del Colegio Nacional, y que anunció que estaba harto y necesitaba vacaciones urgente. Alejandra saludaba a todos con simpatía y buscaba a alguien con quien hablar, mientras los pasillos se iban llenando de un extraño sonido que iba creciendo a medida que pasaba el tiempo, mezcla de aullidos y voces imposibles de identificar como humanas. Parecía más bien el sonido que emana de un subterráneo, o de una terminal de colectivos.
Sonó un timbre largo y prepotente y los profesores salieron arrastrando los pies de la Sala, sintiendo Alejandra que su corazón latía rápidamente, mientras fingía no mostrarse demasiado novata en cuanto a qué costumbres habría en el rito del saludo a la Bandera. Encontró, para su tranquilidad, que sólo se escuchaba la Oración a la Bandera de Joaquín V. González repetida entre dientes por sus ahora compañeros y ni siquiera mentalmente por los más de mil adolescentes que poblaban el patio, mientras un representante de cada año estaba de pie en el mástil con una actitud lindante con el desprecio más absoluto por todo lo que sucediera en el patio, la portería, los pasillos, las aulas o los baños. La Directora saludó y los alumnos caminaron con una postura desprolija hasta cada salón.
Alejandra buscó en la pizarra el plano y descubrió con creciente incomodidad que debía subir tres pisos. Se cercioró de que entraba a quinto segunda y comenzó a cumplir el sueño que la había mantenido en vilo desde el viernes a las diez y veinte de la mañana, en que Carla le había comunicado que tenía quince horas cátedra para enseñar literatura en el Colegio Nacional.
Atravesó la puerta y quedó de pie, esperando que sus alumnos estuvieran al lado de cada pupitre con actitud disciplinada, esperando que ella diera los buenos días. Pero no sólo estaban caminando por el salón, sino que algunos parecían muertos recientemente de un balazo, con la cabeza hundida en el banco, otros con las piernas alzadas y cruzadas cómodamente, mientras cantaban canciones con voz perturbada, mascaban chicles con la boca exageradamente abierta o escupían la espalda del único que estaba sentado como un ser humano, un muchacho rollizo con anteojos que soportaba con paciencia los ultrajes a los que sus condiscípulos lo sometían sin piedad.
Alejandra saludó, de todos modos, pretendiendo ignorar esas conductas, y prometiéndose que la próxima clase estarían estacionados al lado del pupitre, puesto que ella les enseñaría la razón del rito. Algunos la miraron con indiferencia, otros, más compuestos, se sentaron. Sin embargo, quedaban alrededor de diez o doce muchachones sentados en corro, al parecer, jugando a las cartas y gritando alterados ¡Quiero vale cuatro, carajoooo! Ella trató nuevamente de ignorar este segundo desmán, y volvió a saludar, entendiendo que este gesto iba a abochornarlos , pero no solamente no se avergonzaron, sino que al notar que no había reacción por parte de ella, uno de los muchachones, que dudosamente era menor de edad, se levantó de una silla en la que estaba sentado con el respaldo al revés y tiró un naipe con el que ganaba la partida y se tomó con la mano izquierda los genitales mientras los zarandeaba de arriba hacia abajo sin despegar su mano de ellos gritando como un facineroso¡¡¡ Toma, tomá!!! Dando los otros unas risotadas estruendosas que a veces se deformaban en agudos chillidos que las mujeres especialmente suponían acallar con gritos aún más irritantes ¡¡¡Callate, boludo!!! ¡¡¡ Está la mina acá!!!! Como si con esa intervención la defendieran de semejante caterva de bestias.
Alejandra sentía que las sienes le reventaban, pero se acercó al primer banco, intentando mostrar autoridad, y dijo:
- Silencio… silencio por favor…. – Los varones, especialmente, seguían con risotadas ahora impostadas y fingidas, cada vez más agudas – Silencio, chicos… silencio por favor…- Al ver que silencio completo no iba evidentemente a conseguir, forzó la voz, pretendiendo tapar el murmullo- Me voy a presentar. Me llamo Alejandra y estoy reemplazando a Carla Morelli - ¡ La yegua, la yegua! Gritaban voces anónimas junto a carcajadas larguísimas ¡La empomaron y le llenaron la cocina de humo!!Creo que no corresponde que pronuncien improperios de una señora ¡¡La concha de la lora!! ¡¡Andá a lavarte la pochola!!- hacían versos , mientras ella iba forzando cada vez más la voz. – Carla ha sido compañera mía, y es una muy buena profesora de literatura ¡¡ Agarrámela que está dura!! – se envalentonaban cada vez más, mientras Alejandra seguía convencida de que tenía algún sentido seguir allí parada. De pronto recordó las palabras de Carla y comenzó a poner en práctica sus consejos:
- ¡¡¡CREO QUE ESTO ESTÁ PASANDO DE CASTAÑO A OSCURO!!- gritó como nunca en su vida había experimentado su voz, a lo que el muchachón aquél que la hubiera impresionado con sus movimientos obscenos se acercó y le susurró con voz serena e imperturbable:
- Andá a lavarte el culo- rimado lo cual se retiró hacia su asiento gozando de las carcajadas vergonzantes de sus compañeros y de la cara desencajada de Alejandra que comprendió, ya tarde, mientras iba a Personal a retirar su título con sello violeta, que no escuchar a quien se ha mantenido algunos años en la docencia es un error imperdonable, que Carla seguramente sabía lo que le estaba diciendo con su consejo, y que no hay otra posibilidad, cuando de menores de edad , débiles mentales o reclusos se trata, que entrar a los fustazos y con una impostada cara de culo que irá desdibujándose a medida que el silencio se imponga.

2 comentarios:

  1. Esto es mucho!!!
    Así que este es tu secreto para que los pendejos te tengan respeto????

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  2. jajajaja!!! sí, claro. Axioma base de la educación secundaria: CARA DE CULO AL PRINCIPIO

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara