1 de marzo de 2009

HELADERÍA CON BUEN GUSTO


- ¿Cómo dijiste que se llamaba la heladería que puso Carlos?- le preguntó Marcia a su marido mientras le alcanzaba un mate y pretendía quebrar el mutismo en que el otro se había sumido mientras intentaba distraerse con un partido de la Juventus contra el Milan.
-¿Eh?- articuló como toda respuesta él alargando la mano y sin dejar de mirar el pase de un jugador a otro, con guantes negros de lana. Invariablemente Marcia intentaba una conversación, mientras él se interesaba por otras cosas. Siempre pretendía intercambiar ideas, sugerir conductas, anunciar malas notas de sus hijos, o fiestas escolares, o invitaciones a cenar de sus padres, en el preciso momento en que Eduardo estaba sentado en el inodoro, o haciendo palabras cruzadas, o viendo la final de Argentina con Brasil. Por lo tanto, o no escuchaba en lo absoluto a su esposa y le brindaba balbucientes monosílabos, o le descerrajaba una respuesta lo suficientemente descortés como para que ella se ofendiera y se retirara del lugar en el que estuvieran, taconeando con vigor; lo cual originaba, posteriormente, que terminaran peleados a muerte.
- ¡QUE CÓMO SE LLAMA LA HELADERÍA QUE PUSO CARLOS!- vocalizó exageradamente como si en vez de estar absorto en el partido, Eduardo estuviera sordo desde hacía años.
- Creo que “Buenos Gustos”- respondió él, sin dejar de mirar la tele, pero regocijado de haber retenido en su memoria el nombre, para aquietar esas inquisiciones de Marcia, que ahora cargaba nuevamente el mate que le había devuelto su marido y lo sorbía ella, mirando al vacío y buscando en su mente algo que justificara su pregunta
- ¿Y dónde está?- preguntó al rato de modo indagador, como si la heladería en cuestión no hubiera existido nunca y tuviera que arrancarle a Eduardo una confesión de mentira a verdad.
- Me parece que ahora está con los hijos- respondió, todavía desatento y, en realidad, manifestando cualquier sonido articulado para que Marcia quedara satisfecha y no le dirigiera más la palabra en toda la tarde.
- La heladería, Eduardo- corrigió con impaciencia, moviendo la cabeza de arriba hacia abajo y levantando las cejas con el gesto de resignación que pudiera manifestar un maestro frente a un niño tonto.
- ¡Ah! – Cayó en la cuenta Eduardo, y entrecerró los ojos para localizar el recuerdo – En Sívori, creo…- dudó al fin, buscando con desesperación el gol que se había perdido por contestarle. Inmediatamente comenzó a sentir animadversión hacia Marcia, que lo entretenía con preguntas que no le interesaba en lo más mínimo contestar, puesto que hacía probablemente tres meses que no veía a Carlos, y aún se sentía culpable por haber olvidado ir a la inauguración de la heladería en que su amigo había puesto todo el capital que tenía, producto de la indemnización de la fábrica en la que habían sido compañeros de tareas, durante poco más de ocho años.
- ¿Sívori y cuál? Es larga Sívori…- quiso saber, aparentemente empecinada con la heladería de Carlos, mientras erguía su cuerpo y se enfrentaba ahora con Eduardo, de tal modo que éste no viera definitivamente más el partido. Él la observó con estoicismo. Se notaba que era perentorio hablar hasta agotar el tema, de la repentinamente importantísima heladería de Carlos.
- No sé bien…. Cerca de la casa de Menéndez-
- Ah- se declaró satisfecha Marcia, pero arremetió peligrosamente - ¿Y va gente?
- No parece…. Siempre que pasé, estaba vacía- se sinceró Eduardo. En realidad, lo que podría apenarlo como amigo fiel que alguna vez se hubiese declarado de Carlos, ahora le resultaba una posibilidad de estar hablando con Marcia de los otros, cosa que a ella le encantaba y la predisponía para otras conversaciones menos mezquinas.
- ¡Es que no es lugar para poner una heladería!- dijo moviendo la mano hacia atrás, como si ella realmente hubiese hecho un estudio de mercado que la habilitara para ser consultada por los espacios más convenientes para inaugurar un negocio exitoso. Eduardo se confesó a sí mismo que lo había pensado en algún momento y que, al menos, estaba de acuerdo con su mujer.
- Y… Le dijimos ¿eh?- recordó, ya sin el rencor que las intromisiones de su mujer le hubieron originado al principio.
- Es que Carlos es….- buscó el adjetivo Marcia.
- Terco- completó Eduardo antes de que los puntos suspensivos fuesen demasiado extensos.
- Terco… Necio-
- Sí, sí….- afirmó.- No se le puede decir nada.
- Y no….- trajo más ejemplos Marcia.- Acordate cuando le advertimos de Mimí
- Pf!!- quiso alejar Eduardo el mal recuerdo en que todos los amigos intentaron hacerlo desistir del concubinato con aquella tal Mimí - ni me hables…. Esto fue tal cual. Uno le dice las cosas, él te escucha….-
- Y hace exactamente lo contrario de lo que le dicen- remató ella mientras cargaba el mate, ya jubilosa por haber encontrado alguien de quien hablar o, aún peor, afrentar descaradamente.
- Yo no sé si es terco o es medio bruto- aventuró Eduardo, acaso para justificar las conductas de Carlos que estaban consideradas por ellos como impropias.
- ¡No es ningún bruto!- casi se ofendió Marcia- No es ningún bruto- repitió cerrilmente. – Y no sé si es terco, tampoco. El terco normalmente lo hace porque no ve otra posibilidad. – Se sintió feliz de acertar con un axioma que catalogara una conducta- Para mí que se caga en todos nosotros- sentenció confiada en su olfato para detectar a alguien sin valores excelsos.
- ¿Vos decís?- dudó Eduardo pero concediéndole un valor excesivo al apotegma de su esposa, como si el uso de ese lugar común significara
“si lo decís vos, es verdad revelada”
-¡Seeee!- afirmó ella tirando el cuerpo para atrás, como si la palabra deformada para aumentar su certeza, tuviera un peso físico que la empujara hacia el respaldo del sillón, y la transformara de pronto en alguien que se las sabe todas. - ¡ Seééé!- repitió, cada vez más convencida y ahora hasta indignada con Carlos, masculinizada en la afirmación canchera.- ¡ Siempre se cagó en todo lo que le dijiste!
Eduardo trató de buscar en sus mientes algún otro momento en que hubiese intentado hacerlo renunciar a alguna decisión, pero fuera del concubinato con Mimí y la inauguración de la heladería en una calle oscura, no encontró otro momento en que se hubiese entrometido de tal modo en su vida. Y reconoció que, sin embargo, se empezaba a enfurecer con la desidia con que Carlos escuchaba los consejos de sus amigos. Es más. Comenzó a recordar el día en que tras hablar largamente del Clío, Carlos terminó comprando un twingo, señal que en ese momento no tomó de ningún modo como funesta, pero que ahora, a la luz de los comentarios de su mujer, le cerraban la imagen del amigo como la de un perfecto cretino.
- Sí, es verdad- asintió como abrumado- Finalmente, nunca hace nada de lo que uno le dice-
- ¿Qué te estoy diciendo? Es un tipo… digamos…- hurgaba Marcia entre los adjetivos más fuertes que hallara en su arsenal…- Es una larva, una babosa… ¿Entendés? – Haciendo un círculo entre el pulgar y el índice para dar mayor precisión a su hallazgo – Un tipo sin estructura, que es capaz de cualquier cosa… Ojo, eh- advirtió al fin, deformando hacia abajo el ojo derecho con el mismo dedo índice para dar más peso a su amenaza, desvirtuando por completo ya la imagen que cualquier particular tuviese del pobre Carlos, ajeno por completo a todo y, en definitiva, el más perjudicado por el mal paso.
- ¿Por qué decís ojo?- preguntó Eduardo no tan escandalizado por las palabras que Marcia usara para calificar a Carlos, como por el posible peligro que pudiera devenir en su contra si seguía, inclusive, saludándolo. Marcia puso cara de cansancio por tener que explicar algo tan obvio como la ruindad del ahora ex amigo de su marido, y, con una dulzura impostada, comenzó:
- Mirá, Pity- hacía casi dos años que no lo llamaba por el nombre con que se lo conocía en la escuela secundaria- Vos sos muy buen tipo…
¿Entendés? Sos un tipo abierto – Eduardo iba iluminando sus ojos con agradecimiento- y te cagan, ¿Entendés? Te cagan los tipos que son más hábiles que vos – trató de suavizar después – o más taimados, más traicioneros, más torvos, no sé… - elevaba la mirada para encontrar el modo más sutil como para que Eduardo se convenciera de que Carlos era el ser en el que la iniquidad y la perfidia se aunaban en la decisión de concubinarse con Mimí o de poner un negocio destinado a la quiebra. Por un momento, Eduardo sintió cierta incomodidad y creyó notar una exagerada tirria por parte de Marcia hacia Carlos.
- ¿Pero y en qué me caga a mí por poner la heladería?- preguntó de pronto, interrumpiendo el discurrir malévolo de Marcia. Ella intentó suavizar un poco sus apreciaciones, porque había notado el rictus con el que su marido deformaba la boca cada vez que ella intentaba convencerlo de algo, desde hacía 25 años.
- No digo que te cague con la heladería, digo que poner la heladería sin escucharte y cuando le has aconsejado que no la ponga, significa que no le da valor a tu palabra…. ¿Entendés?
Eduardo quedó suspenso. Tampoco se le había ocurrido jamás, que Carlos, no solamente no escuchara sus consejos desinteresados, sino que, además, se riera en sus barbas de todo lo que le insinuara, y, ya adrede, sólo para provocarlo, hiciera todo lo contrario de lo que él le decía. Recordó, entonces, que en el comedor de la fábrica, nunca habían coincidido en el menú, lo cual no sería llamativo si no fuera que Carlos, además, pedía todo lo que a Eduardo le repugnaba: sesos, hígado, berenjenas, zapallo. Con cualquier excusa, Carlos pretendía, entonces, que Eduardo tuviera un momento desagradable en su almuerzo Con todo lo que yo me he roto el culo por él, pensaba, echando mano al momento en que lo hubiera llevado borracho y llorando a su casa y le pusiera la llave en la cerradura el día en que Mimí se fue con el sereno de la obra que habían comenzado a edificar enfrente de su casa.
- Buéh…- quiso cortar por fin la conversación, ya irascible con cualquier comentario que le recordara a Carlos Baldo, con visibles muestras de agobio. Marcia había quedado sentada en el mismo sillón, con el mate ahora frío arrumbado aledaño al termo metálico, cabizbaja, como presenciando el instante en el que un hombre acude a enfrentarse con su espejo, ve su destino y se autocastiga para no ser más de lo que puede ser en la historia de la humanidad. Él se levantó, desperezándose, mirando alrededor como buscando una respuesta, como necesitado de que alguien le explicara por qué Carlos Baldo se había pasado la vida sin considerarlo más que un homúnculo. Y lleno de un rencor ahogado, que presagiaba momentos cruciales en los que enfrentaría a Carlos hasta que le respondiera esa pregunta o se cagaran a trompadas como dos hombres hechos y derechos, propuso ir a la heladería “Buenos Gustos” puesto que tenía unos vales gratis para dos cucuruchos de tres gustos y salsa a elección. Marcia se irguió, como impelida por un resorte, y con gestos aniñados de felicidad, aplaudió tres veces, tirando el mate al suelo y manchando la alfombra que les había regalado Carlos para el casamiento.

1 comentario:

  1. jajajajajaja esta muy bueno!!!

    yo dije que me iba a hacer adicto a este blog... encima con la cantidad de trabajo que tengo ahora, creo que lo termino de leer completo esta mañana jejeje

    Saludos!

    David

    ResponderEliminar

Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara