4 de marzo de 2009

DIENTES DE LEÓN





Todo lo que hacía Verónica Arias carecía de lógica.
Al ser la menor después de que su madre se dedicara a la crianza de las gemelas con una abnegación rayana en el suplicio, con una hija mayor y un marido que sólo aparecía para almorzar o cenar; el destino de Verónica Arias fue el de ser un animalito de dios.
Si bien es cierto que se enteró demasiado temprano de que no existían ni Papá Noel, ni los Reyes Magos ni el Ratón Pérez, gracias a las maliciosas infidencias de su hermana Bárbara, también es cierto que supo demasiado tarde que la luz había que pagarla en el Banco, que los porteros de edificios no eran policías y que Rosa, la mucama, no llevaba el apellido Arias.
La transmisión del bagaje educativo corrió por cuenta de su hermana mayor Carola, quien contaba ya con unos promisorios catorce años al nacimiento de su hermanita.
Carola la llevaba a la escuela, pero si en el trayecto se encontraba con una compañera, o peor aún, un compañero, la chica llegaba 45 minutos tarde a clase. Carola debía llevarla a veces a natación, o a danzas, por lo que si Carola no lo recordaba, Verónica no iba y quedaba toda la tarde encerrada en el departamento, puesto que Amanda había retomado el dictado de sus clases de francés en la Alianza apenas la beba fuera destetada a la fuerza, a los dos meses y medio.
Es verdad que en casa de los Arias pernoctaba muy seguido Rosa, pero a ésta no la convencía del todo criar sola a las cuatro hijas de sus patrones, y más teniendo en cuenta que Bárbara ya mostraba un genio similar al de tres varones juntos. Por lo tanto, dado que era Rosa la que las despertaba, las alimentaba y les cosía los botones de los guardapolvos, era Rosa también la que, harta de las tres mayores, se desligaba por completo de Verónica, que era una niñita liviana y bonita como un jazmín del aire, pero tonta como un diente de león, y con el mismo riesgo de volarse que éste.
El caso es que Verónica fue creciendo y llegó a ser mujer preguntando quién era la del retrato que descansaba en la mesa de luz del padre vestida de novia, o peor aún, si era cierto que a los recién nacidos había que cortarles un cordón. Muchas veces, en discusiones o peleas familiares, hubo de soportar con una sonrisa difusa que la insultaran con motes indignos, como retardada, lela o débil mental.
Sin embargo, cuando llegó el momento de decidir qué carrera estudiar, ella anunció solemnemente que estudiaría Astronomía. Obviamente que las reacciones de sus padres e inclusive de sus hermanas fueron en un principio de desconcierto, pero con el correr de los días, el desconcierto se convirtió en hilaridad constante y sin pausas, al recordar el camino que Verónica se obstinaba en recorrer. Nadie la veía envuelta en cartapacios y telescopios. No obstante, Verónica llegó a su casa un día, contenta como un pájaro, a anunciar que había aprobado el primer parcial de Matemática. Este examen fue el retorno al mundo del homo sapiens y la salvó de que en algún momento su familia la declarara incapaz. Y al cabo de seis años, se recibió.
Sin embargo, seguía ejecutando actos que carecían de sentido, a veces con un candor y una pureza que sacudían de risa, pena o cólera, a todos los que la conocían.
Su marido era otro personaje que parecía estar viviendo siempre en otro mundo. No hubo día en que no llegara tarde a buscar a la guardería a su hijita menor y enfrentar a una madre horrorizada que veía cómo un desconocido cargaba en el auto a su hija, mientras Trini, su legítima heredera, esperaba pacientemente que su padre explicara las razones por las cuales se había confundido de criatura, para recorrer la distancia que había entre la puerta de la guardería y su auto y subirse con despreocupación en la parte trasera, ponerse el cinturón de seguridad y ordenar, como una pequeña reina Dale, pa, vamos ahora. Las hijas de Verónica, pese a ser muy chiquitas y de haber heredado esos genes, eran astutas, avispadas e inteligentísimas.
En razón de estas distracciones, más de una vez, el matrimonio tenía desencuentros. Quedaban en encontrarse en el jardín de infantes de Sol, la hija más grande, y aparecían en la guardería de Trini uno, y en la esquina del jardín el otro. Planeaban una cena romántica para estar solos, sin la presencia de las niñas, y equivocaban el horario o el restaurante.
Después, se pasaban la cena o la reunión a la que asistirían, discutiendo las razones por las cuales habían cometido el error, tratando de justificarse vanamente, puesto que ambos carecían absolutamente de memoria, y mantenían una lógica interna que excluía cualquier ajuste a la norma racional.
Las nenas no estaban vacunadas, Verónica no tenía documentos desde que se los hubieran robado en un atraco hacía dos años, Francisco no había hecho aún la transferencia del auto, por lo que circulaba con un automóvil a nombre de María Elena Barcia, sin pagar una sola de las patentes de las que ARBA pedía cuentas cada mes con un cartel rojo que Verónica tiraba a la basura sin abrirlo. Y, cada vez que salían de viaje y veían a lo lejos algún ser vivo que hacía señas, posible gendarme, oficial de tránsito, linyera o empleado de la autopista, remedaban que estaban mirando un mapa para situarse y hacerse los perdidos, suponiendo que los estaban por parar y hacerles una multa cuyo pago implicaría la hipoteca de la casa. Ah, era un tipo de esos que hace señas con una bandera, se aliviaba cualquiera de ellos una vez pasado el ser vivo de la ruta.
Ese verano, Verónica y Francisco tenían desencuentros muy a menudo, por lo que decidieron salir juntos de su casa y tomar una cerveza, y aunque Bruno y Catalina, los hijos de Carola, fueron a cuidar a las nenas, prometieron seriamente que después de la cerveza, regresaban sin escalas.
Al salir del bar, Verónica y Francisco, que no recordaban haber almorzado, se trenzaron dentro del auto en una especie de contradanza muda de besos pegajosos y de abrazos Ay, gordo, me tirás el pelo, puesto que tampoco recordaban cuándo se habían acostado juntos por última vez. Correte un poquito que me pinchás con el aro .Sus horarios no siempre coincidían a la hora de acostarse, por lo que el sexo entre ellos era algo que eventualmente los unía, a pesar de que el deseo fuera intenso. Era así que se encontraban en el lavadero para amarse mientras Verónica retorcía una toalla con un patito, Ahí viene Trini, dale, dale o en el baño, desarticulando la bacha del lavatorio por el peso que ésta debía sostener. Me parece que me estoy cayendo, gordo.Y en esa esquina oscura, mientras regresaban a su casa, comenzaron a acariciarse hasta que cayeron rendidos incrustándose la palanca de cambios en las rodillas, y apretando la guantera para cerrarla, puesto que al mínimo movimiento ésta se abría.
Casi estaban llegando al momento del paroxismo final, cuando escucharon tres enérgicos golpes en el vidrio del coche, y alcanzaron a divisar una linterna que los alumbraba. Verónica dio un alarido tapándose con una gamuza sucia que nunca se supo para qué la guardaba Francisco en la guantera averiada; Francisco insultó La concha de la puta madre…comprendiendo antes que ella, que los estaba arrestando un recio meridional que con gestos implacables, les ordenaba que bajaran del auto tal como estaban.
Francisco bajó estúpidamente con las manos en alto, sin la camisa y con el cinturón flojo y la bragueta abierta. Verónica, sin sandalias, tapándose aún con la gamuza y con el pelo revuelto, como si se lo hubiera batido.
- Ay, oficial.- comenzó – ¡Es mi marido! ¡Tenemos dos nenas! Trató de justificar su conducta amparándose en la ley de contrato matrimonial.
- ¿ Y por qué no vas a cuidarlas en vez de revolcarte en un auto?- le contestó con descortesía el suboficial Armando Raúl Nievas, haciéndole saltar las lágrimas a Verónica, como toda vez que alguien dotado de voz, fuera quien fuera, le hablaba sin cariño.
- Están mis sobrinos, que tienen 17 y 14 años- la embarró más, y mientras Francisco intentaba acallarla para que no tuviera una crisis nerviosa y se pusiera a detallarle al Suboficial Nievas todas las edades de sus tías, la fecha de nacimiento de sus sobrinos, o las anécdotas que contara la tía Morita de la época de las tres A, aclaró:
- Señor, fue un raptus. Recién vengo de Austria, y estuve alejado de mi mujer durante tres meses- excusa que a Verónica, en la situación agitada en que se encontraba, la hizo largar una carcajada frenética en la que se mezclaba el llanto y la palabra “ Austria” más de cinco veces, cosa que al Suboficial Nievas le irritó de tal modo que gritó:
- Vamos a la séptima, vam, vam! - sintetizando el imperativo y esperando que el chofer del patrullero arrancara el motor y los depositara en un calabozo sin solución de continuidad. El chofer, que lo esperaba en el auto, arrancó y colocó la sirena, mientras Verónica y Francisco eran empujados sin piedad por la mano nervuda del Suboficial Nievas en la cabeza. El patrullero dio una vuelta en u que parecía que estaba tras la pista del Petiso Orejudo, antes de ser enviado al Penal de Ushuaia, mientras Verónica trataba de recuperar su remera para no ser vista en la comisaría en corpiño.
- Señor…. Señor…. ¿No podemos volver al auto para que me ponga la remera?
- ¿No querés ir al Unicenter también, nena?- le respondía el Suboficial Nievas mientras el chofer daba una risotada bestial que a ella le retornaban las lágrimas a los ojos, y se prometía no abrir más la boca y dejar que Francisco solucionara la contrariedad que estaban viviendo.
Habiendo sido depositados en la comisaría, el suboficial Nievas entró en ella como una tromba, pidiéndole al pasar a una mujer policía que estaba en la mesa de entradas que los hiciera esperar hasta que Moreno les haga tocar el pianito. Verónica interrogó con la mirada a Francisco, quien se encogió de hombros con una expresión infantil en sus labios encogidos que significaba que no tenía idea de lo que significaba semejante expresión de germanía. A ella se le antojó una tortura inquisitorial, viéndose descuartizada en un potro, y comenzó a llorar amargamente, pidiendo un teléfono para que algún abogado se hiciera cargo de ellos como si fuera un oscuro saca presos, o como si de pronto se encarnara Quitito Arias y los fuera a buscar después de cantarle las cuarenta ya no a Nievas sino al mismo comisario.
- ¡Necesito un teléfono! ¡Tengo que hablar con mi abogado!- gritaba fuera de sí, mientras la mujer policía la estudiaba entre divertida y satisfecha de infligir un daño a la imagen de nena de mamá que siempre había portado Verónica.
- Vos ves muchas películas, nena- le largó de pronto, solamente por atormentarla, a lo que Verónica, que ya no estaba sólo asustada, sino completamente histérica, regresaba a su estado de indefensión en el que los ojos le reventaban de lágrimas gordas que caían por sus mejillas hasta dejarle un sabor marítimo en la boca. Su marido la calmaba, preguntándose mentalmente cómo haría para resolver el conflicto, agravado con la tardanza que perjudicaba a los hijos de Carola, y que alertaría a la familia hasta los límites que él conocía bien cuando de Verónica se trataba. Tanto Amanda como las hermanas y aún sus maridos, sobreprotegían a la hermana menor no solo por serlo, sino porque siempre dudaron de su capacidad mental.
La mujer policía los miraba con una sonrisa en los labios, y cuanto más pedía Verónica un teléfono y gritaba ¡¡ Tengo derecho a una llamada!!! más tardaba en decirle que no estaba prohibido usar el celular para comunicarse con la familia, y que el trámite de tomarle las huellas digitales era cuestión de una hora. Verónica continuaba su tortura interna suponiéndose ahora lanzada a una mazmorra con grafittis obscenos en la pared y en compañía de prostitutas con ligas de puntillas y cintas negras alrededor del cuello, paseándose y mirándola con desdén.
Finalmente, Francisco, quien pareció no haber escuchado los pedidos de su esposa acerca de la llamada y del abogado y de sus derechos, preguntó a la mujer policía si podía comunicarse con sus sobrinos para no asustar a la familia.
Al recibir la respuesta afirmativa que casi le tuvo que arrancar puesto que a la otra se le terminaba la diversión, marcó el número de Pablo y rápidamente le explicó el cuadro.
Verónica lo admiraba en silencio, como tantas veces, sin comprender, también como tantas veces, cómo era posible que un ser resolviera cualquier aprieto en el que se viera inmiscuido, sin rendirse y esperar a Otro que le solucionara las cosas por acción, omisión, o telepatía.
- ¿Para qué llamaste a Pablo? – le preguntó intrigada
- Porque es abogado, Verónica- como dando por hecho que ella iba a colegir que esa profesión es la que se necesita cuando uno tiene problemas con la policía.
- Pero hace contencioso administrativo- argumentó ella, a lo que Francisco prefirió no escuchar y menos explicar que cualquier abogado sabe qué hacer en estos casos, así se dedique a Derecho Internacional o Marítimo.- No importa, es lo mismo- respondió al fin.
Quedaron en silencio, mientras cada tanto, Verónica hipaba o aspiraba por la nariz la congestión nasal que se le había producido a partir del llanto, o se pasaba la mano por la cara para enjugar lágrimas tardías.
Por fin apareció el tal Moreno quien los recibió en una oficina estrecha que olía a orina de gato, y mientras comía saladix sabor pizza, les endilgó una filípica sobre la inconveniencia de tener comercio carnal en la vía pública
- Y sobretodo- terminó- ¡Me extraña, jefe! ¿ Para qué dejó la luz prendida de adentro? ¿ Quería que todos lo vieran? – y largó una risotada soez, inclinando el cuerpo para adelante y apresando su barriga, como temiendo que las vísceras le asomaran del vientre prominente ante tal carcajeo.
Verónica no dijo nada. Francisco tampoco. Les parecía que vivían una situación inmerecida hasta que Moreno les dio la pista de que estar en el mundo dos seres con sus características tenía un alto precio.
Vieron a Pablo y a Constanza que los estaban esperando en el mismo asiento de madera en el que se sentaron cuando llegaron a la comisaría. Hicieron caso omiso a sus bromas pesadas.
Cuando Pablo los dejó en la esquina donde había quedado el auto, éste no arrancó porque se le había consumido la batería con el uso de la luz interna, por lo que Verónica, Pablo y Constanza lo empezaron a empujar hasta que corcoveó y salió disparado hasta la esquina, mientras ella se clavaba la única piedra que había en el pavimento.

6 comentarios:

  1. "Verónica vive porque el aire es gratis diría mi abuela"...Me encantó.No soy anónimo, soy Carlos Egaña, fiel seguidor de esta pagina, sin ganas de crearme cuenta en google

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  2. Qué bueno. Después de Robertino, les dedicaré mi libro a ustedes

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  3. me encantoooo! y que estudiara Astronomia....sublime

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  4. Imagine vividamente toda la historia...no es poco hermana! solo me ha pasado con los ilustres relatos...voy por otro

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara