3 de abril de 2009

UNO DE MALEVOS







A Juliana Burgos, que no le dio más que para intrusa....

En esos años, el barrio en el que andaban los Bedoya era un villorrio de tres o cuatro casas apiladas alrededor de una plaza. Más allá, una tienda que abastecía al pueblo de lo más necesario; alpargatas, yerba, azúcar, burdas telas con las que las mujeres cosían prendas para las familias, velas, naipes… y casi lindando con el río, una fonda a la que los parroquianos acudían para intercambiar pareceres, copas de ginebra, o pasar un rato de diversión con dos o tres mujeres de mala vida que allí se desempeñaban, desde que el azar o la pobreza las hubiese conchabado como prostitutas o acompañantes de carreros, changarines o simplemente malandras de pueblo.
Entre este último grupo se encontraban los hermanos Bedoya, Humberto y Próspero Bedoya, hombres sin trabajo conocido, que amanecían a las tres de la tarde y se recogían cuando la mañana ya encontraba a la mucama de los Liniers, barriendo la vereda de la única casa con balcón con la que contaba el lugar, donde vivía la familia del caudillo conservador que, se decía, tenía tratos con Buenos Aires y hasta había visitado alguna vez el Congreso de la Nación.
Los Bedoya tenían por costumbre dormirse en el burdel que oficiaba de fonda, abrazados a mujeres nocturnas y tristes. Todas las mañanas regresaban a su rancho por el mismo camino con sus caballos lobunos; hermanos los hombres, hermanos los caballos; dos matungos que, a edad de hombre, deberían frisar los 100 años, llenos de mataduras en las patas y con sendos aperos rudimentarios y groseros.
Nunca hablaban. Solamente se enviaban señales con movimientos estudiados del chambergo, o uno seguía al otro cuando se levantaban de las sillas para irse del lugar en el que se hallaban. Los hombres intentaban ignorarlos, las mujeres les temían.
Próspero llevaba una cicatriz honda en la mejilla, producto de una riña con su padre cuando contaba con quince años. Humberto carecía del dedo meñique de la mano izquierda, según todos, violencia del padre cuando el muchachito tenía trece, y razón por la cual el padre perdió la vida y Próspero ganó la cicatriz… Los Bedoya no eran pendencieros, pero después de escuchar esas leyendas, la gente trataba de no encontrar motivos para pelear con ninguno de los dos.
Vivían en un rancho solitario, rodeados de perros enflaquecidos y sarnosos, pues una vez que murió el padre; se contaba que la madre amaneció al otro día con el pelo blanco en canas y enmudecida, con una expresión de horror que no se le fue hasta que la enterraron a los tres meses de viuda.
Nunca eran visitados, nunca se los veía comprar menudencias para aderezar la mesa. Sólo eran parte del paisaje del pueblo, acostumbrados a ellos como a las crecidas o a los jejenes.
Si bien es cierto que no se sabía a ciencia cierta de qué vivían, se contaba que la mucama de los Liniers, enamorada de Próspero hasta la médula, se encargaba de darles con gesto taciturno las sobras del almuerzo o de la cena, con lo que los hermanos se mataban el hambre. Sin embargo, jamás tuvieron deudas en el boliche en el que a veces dormían, y si el patrón les permitía las asiduas visitas, también era porque los Bedoya garantizaban el silencio y la tranquilidad. Una vez que ellos se apersonaban, los clientes entraban en un estado de molicie, ya fuera porque les tuvieran respeto o porque los consideraran peligrosos.
La cosa es que los Bedoya mantuvieron su misterio por espacio de casi quince años, hasta que llegó la Damiana al lupanar.
Venía desde San Pedro en un carro que transportaba cueros, y el cochero sólo pidió dejarla en el pueblo en razón de los tres días de insultos que había debido soportar desde que la cargara por pedido de una hermana llena de hijos chicos que debía educar sin la presencia de la menor, quien echaba a perder todos los intentos de enderezarlos que hacía la pobre mujer.
El patrón le miró los dientes y la papeleta. Y la aceptó en su negocio, lo mismo que a las otras, echándole un colchón con el cotín rasgado y olor a sudor y orina, recomendándole que fuera juiciosa y no buscara pleitos. Ella estaba tan cansada, que apenas el hombre corrió la cortina que separaba la fonda del quilombo, se tiró arriba del jergón y allí quedó como muerta, rumiando su desventura y su rencor. Damiana tenía 23 años, y de la alegría y la gracia natural que tuviera antes de ejercer el oficio, sólo quedaba un puñado de dichos y cierto amargo sarcasmo que la amparaba del dolor.
Esa noche, los Bedoya aparecieron como siempre en sus lobunos, y entraron al lugar arrastrando las alpargatas mugrosas y tocando ligeramente el chambergo a modo de saludo. Los hombres que bebían ginebra o jugaban silenciosos a los naipes, saludaron a su vez y no faltó alguno que musitara que Próspero iba a alzarse esa noche a la linda sampedrina, sin que nadie le opusiera resistencia. Pero apenas la Damiana vio a los Bedoya, y frente al asombro de todos los feligreses, exclamó ahogada en una carcajada cínica:
- ¡ Bedoya! ¡ Se tira un pedo y se abolla!-
Los hombres dejaron de beber, el patrón quedó suspenso, el repasador quieto en la copa, las mujeres fueron apareciendo en la puerta una a una, despeinadas y en corsé. Y fue Próspero el que contestó:
- ¡ Damiana! ¡ Se caga en la palangana!- A lo que ella, acercándose como una pantera a Humberto, le soltó:
- ¡Humberto! ¡ Tenés el culo tuerto! – y mientras la clientela esperaba que alguno de los dos levantara el cuerpo ligero de la Damiana con el facón y la pasara a mejor vida, fue escuchando hasta dejar de prestar atención, las risotadas del trío que durante toda la noche fueron armando el eco de los dichos en verso, primera y última vez que escucharan el idioma florido de los Bedoya, antes de que se alejaran definitivamente del pueblo, recortados en el horizonte que subía y bajaba, al ritmo del compás de la copla:
Damiana, cómo te gusta la banana
Próspero Bedoya, en el culo tenés una ampolla
Damiana Pizarro, lavate el culo en el jarro
Bedoya, Bedoya… ayer cagaste en la olla
Damiana, te tirás pedos a la mañana
Nadie se explicó nunca la ausencia de los hermanos. Tampoco se supo más nada de Damiana Pizarro. Y mucho menos se pudo adivinar de dónde se conocían.
Sólo se supo que después de tres días de faltar los hermanos, aparecieron los lobunos sin jinete, para morir de viejos en el rancho solitario que alguna vez los vio crecer.

4 comentarios:

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  2. jajajaj, venia todo en tono tan grave....y con un uso tan acorde del lenguaje y de los adjetivos....y de pronto la explosiòn juajuajua...muy bueno Claudia!

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  3. Te gustó, querido anónimo? Pretende poner a Borges un poco más cerca de nosotros. Es uno de los que más me arranca carcajadas. Me resulta tan divertido el hecho de que unos malandras de pueblo y una prostituta triste se caguen de risa con algo que los haya unido, seguramente en la infancia o en la adolescencia..... Y de paso... se salven.... entre ellos, como debe ser entre los seres humanos que se han querido

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara