4 de abril de 2009

TRATAMIENTO EN VIENNA DE LA SEÑORITA B.







La Señorita B. dejó el manguito en el recibidor de la casa de la familia Ausperbeucher y entró resueltamente al estudio en el que la esperaban las tres niñas: Milena, Ivana y Sonia, tres desvaídas y rubicundas adolescentes que no paraban de emitir risitas bobas ante cualquier dato que la Señorita B. les indicara que tuviera que ver con las palabras “cosaco”,
“ militar”, “guerrero” , “príncipe “o “esclavo”.
Toda ocupación o estado que implicara al género masculino obligaba a las niñas Ausperbeucher a mirarse entre ellas y reír entre dientes, sin abrir la boca y, por lo tanto, producir un sonido de fuelle que a la Señorita B. la alteraba severamente, por lo que las retornaba a la disciplina que hubiese aprendido en el Liceo: Niñas, por favor, niñas…
Las niñas Ausperbeucher sólo esperaban la clase de Historia Sagrada para sentir humedad en sus enaguas cuando la Señorita B. hablaba de David frente a Goliath, o la clase de Historia del Imperio Austro Húngaro, en el que escuchar por ellas el nombre Rodolfo de Habsburgo las hacía creer que eran María Vetsera, muerta en su cama cuando aún los amantes no habían llegado a la madurez.
Con Álgebra o Geometría, con Lógica o Retórica, las niñas eran rotundas negadas al arte de las grandes abstracciones. Sólo las despertaba la idea que hubiera un hombre como protagonista de los sucesos que estudiaban, por lo que la Señorita B. debía concederles como recreo, narrarles una y otra vez algún episodio en el que el protagonista fuese Odiseo, Heracles o Eneas abandonando a Dido. Todo lo demás, carecía para ellas de todo interés, por lo que los ejercicios que elaboraban en las pizarras siempre eran mediocres o definitivamente dignos de débiles mentales.
La Señorita B. no salía feliz de la casa de la familia Ausperbeucher, sino más bien con los nervios destrozados, y no faltó ocasión en la que, los domingos, en que descansaba de las molestas presencias de estos seres sin circunvoluciones cerebrales, sufriera de horrendas jaquecas o de pesadillas que la sumían en la más triste desesperación desde que hubiese llegado a Vienna para servir de Institutriz a las tres limitadas criaturas.
La calidad de vida de la Señorita B. fue involucionando a medida que fue descubriendo que resultaba una quimera insistir con la educación de las tres muchachas, por lo que sentía que a medida que el día promediaba, una cerrazón le oprimía la cabeza y el ángulo de su visión se iba estrechando, hasta casi desmayarse, siempre en su cuarto de pensión, y despertarse al otro día con una jaqueca que la sumía en un estado mórbido que le impedía moverse con energía. Ella, no obstante, ocultaba sus dolencias a la Señora Ausperbeucher, mujer más obtusa aún que sus hijas, a la que sólo veía cada tanto en los jardines tomando el té bajo una sombrilla que siempre le hacía volcar la taza cuando quería asir tanto el mango de la sombrilla como el asa del recipiente, con la misma mano. Lo que en verdad extrañaba a la Señorita B. era la necedad con que la dama insistía día a día con el mismo comportamiento, por lo que supuso que sería algún extraño ritual de los austríacos que ella no comprendía, o finalmente, que la Señora Ausperbeucher , sufría de algún retardo mental.
Pasaban los días, y apenas si la Señorita B. había logrado enseñar a las niñas a escribir de corrido la historia de Job, dos o tres operaciones matemáticas cuya dificultad la hubiese deducido un rapaz de mercado, y a leer con expresión un poema de Catulo que contaría con catorce o quince versos.
Al promediar la primavera, y ante la turbulencia que se hubiera apoderado de las tres niñas frente al espectáculo del esplendor de la naturaleza, la Señorita B. fue protagonista de las primeras convulsiones epileptoides en casa de los Ausperbeucher, gracias al cielo dentro de la despensa, y delante de la doncella, Ilse, una teutona de más de cuarenta años y más de ochenta kilos que, solidariamente, le dio un puñetazo para frenar el ataque, que le aflojó dos dientes y le transformó la boca en un belfo de perro.
Ante la falta de reacción por parte de la Señorita B., acudió la madre de las niñas quien le ofreció sales para reanimarla, le tiró el balde de agua con el que Ilse estaba repasando los pisos, y finalmente se echó a llorar, mientras las hijas espiaban desde la puerta de la despensa y reían entre ellas al notar que desde la ventana se veía sin camisa al mozo de la cuadra que rasqueteaba un caballo con vigor.
La pobre Señorita B. quedó confusa, dolorida, y como si la hubiesen molido a palos, no sabía a ciencia cierta si era por las trompadas de Ilse, o por las convulsiones que la hubiesen agitado. Pero los episodios se fueron haciendo cada vez más seguidos, y siempre después de escuchar que una de las niñas Ausperbeucher decían sandeces imposibles de recibir por una mente moderna que ya estaba terminando el Siglo XIX, y que estaba apta para recibir los nuevos adelantos de la ciencia.
Fue así que la Señorita B. acudió al consultorio del Dr. Rigobert Kreuer, quien atendía los desórdenes mentales femeninos por medio de un tratamiento basado en la hipnosis.
Esperó el día con emoción, y aún rogó que se presentara uno de sus desórdenes para que el Dr. Kreuer lo enfrentara como si se tratara de un exorcismo. Llegó a la calle Roterntourm y allí golpeó con la aldaba en una casa amplia con tres escalones que se cerraban con una bella baranda de bronce.
Esperó unos minutos y abrió la puerta un diminuto personaje que, al parecer, era el ayudante del Dr. Kreuer, con un delantal de cuero tapándole la vestimenta y cara de pocos amigos. La hizo esperar en el recibidor, y ella quedó de pie, mirándose en un paragüero con espejo frente al que se pellizcó las mejillas para darse color, dado que el clima de Austria la empalidecía. Por fin apareció el Doctor Kreuer, un ancianito enclenque que parecía tísico, con una voz de niña que la indagaba tres veces con la misma pregunta, puesto que, a las claras, o era sordo, o ya había entrado en una decrepitud con la que se detenía la afluencia de sangre al cerebro.
No pudo retener el sabio doctor que el mal que la aquejaba tenía un fundamento real en la estupidez de las niñas Ausperbeucher y en esa insistencia que jamás perdían en vincular la vida misma con los hombres. Si bien inquirió una y otra vez, el Doctor Kreuer tampoco sintetizó que todo lo que contradijera a la Señorita B. le desencadenaba sus vergonzosos ataques.
La pobre Señorita B. comenzó a arrepentirse de estar en casa del Dr. Kreuer, pero aceptó el té que le ofreció y que el sirviente con delantal de cuero le sirvió con tal desdén, que inundó el plato de líquido, por lo que la Señorita B. no podía levantar la taza sin mojarse la falda, o el piso de la estancia. Al notar que la temperatura de la infusión era tan fría como para refrescarse en los ardores estivales, la Señorita B. comenzó a percibir el ligero temblor del ojo izquierdo y la electricidad en un hemisferio cerebral que antecedía a las convulsiones más severas.
Cuando se despertó, en el cuarto del Dr. Kreuer, ya era tarde. Un terrible dolor de cabeza le indicaba que había tenido las contorsiones que la asustaban tanto, pero además, fue observando con horror creciente su cabellera suelta, el corsé desabrochado por manos torpes, las enaguas en el suelo, el doctor Kreuer durmiendo a su lado plácidamente y al enano con delantal de cuero que la miraba con lujuria y le murmuraba en alemán algo que ella no entendió pero que juzgó lo suficientemente grave como para buscar la salida, correr con toda su energía y jurarse que, a no ser por convertirse en víctima de escorbuto, jamás en toda su vida tornaría a visitar a un médico que la atendiera con tan excéntricos métodos curativos.



5 comentarios:

  1. soy el anónimo egaña: que par de hijos de puta el viejito y su ayudante con delantal de cuero!!!!
    me recuerda al ayudante de Victor Frankestein, Igor

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  2. eso era Egaña!!! Te quierooo!!!

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  3. Brillante la parodia, Ortiz. ¿ De dónde saca esas cosas?

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  4. los recursos que usas , tan diferntes de un relato a otro...tan ambientados...me gusto mucho

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  5. me alegra, me alegra. No sabés cómo y cuánto me alegra

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara