28 de marzo de 2010

DE PRÁCTICAS HECHICERAS



Mi madre debería haber nacido médico. Desde la cuna, nomás, así como Atenea que surge armada de la cabeza de su padre, ella debería haberse manifestado con un ambo y un estetoscopio, pues tenía el don de diagnosticar todo tipo de enfermedades. Y luego de su diagnóstico, tenía la costumbre de aplicar las medicinas que ella considerara apropiadas, de acuerdo a las épocas y a los conocimientos que hubiera adquirido con el tiempo. En aquellos años en que vivíamos en la Calle San Martín y Maipú (nunca supe por qué en las conversaciones familiares, aquella casa de la primera infancia se menta con sus coordenadas precisas), mi madre era una férrea simpatizante de tirar el cuero y de colocar enemas tanto a mi hermano como a mí, apenas vislumbrara que estábamos inapetentes o que vomitábamos algún alimento que nos hubiera caído mal. Tirarnos el cuero era para ella un trámite de lo más enojoso, puesto que prácticamente debía domar potrillitos salvajes que gritaban y se retorcían como pequeños númenes indómitos mientras ella nos sujetaba al sillón con sus piernas con un sincero sentido del deber materno, gritando a su vez y convirtiendo la noche (estas sesiones de tormentos se sucedían extrañamente en la noche) en un aquelarre del que Margarita era testigo apretando sus labios en señal de angustia. Pero colocarnos enemas era directamente un martirio de la época de los primitivos cristianos, un suplicio inquisitorial, una inmolación a las manos de una especie de sacerdotisa de Satán, auxiliada a regañadientes por Margarita, quien no acordaba con los métodos, pero servía como una estatua en un templo las intenciones de sanación que mi madre suponía en consonancia con la ciencia empírica y las recetas familiares de sus mayores. Lo peor, es que se le ocurría que los dos debíamos ser sometidos al tratamiento, de modo que primero a mi hermano y después a mí, nos largaba mientras cenábamos:
- Les voy a tener que poner una enema. Están trancados- dicho lo cual se ensombrecía el comedor diario y las esperanzas de ser felices algún día. La enema consistía en un jarro enlozado celeste y negro en el que se ponía agua jabonosa, una manguera color ladrillo y el vergonzante adminículo del que no quiero ni recordar su aspecto, pues siento que mi cabello se va erizando lentamente con el transcurrir de la memoria. El jarro debía ser colocado en un lugar alto, y ese lugar era el brazo extendido de Margarita, quien como una auxiliar de enfermería, lo sostenía hacia arriba hasta que terminaba y nos sujetaban en el sillón hasta correr llorando hasta el baño. Una noche, mi hermano era la víctima del trajín, y mientras mi madre le suplicaba que se quedara quieto, Margarita, atribulada frente a sus gemidos y nerviosa frente a la situación que debíamos vivir, suponiendo acaso que al inclinar el jarro ligeramente hacia la izquierda, el líquido pasaría más rápido, se volcó completamente el agua jabonosa en su cabeza, prefiriendo, en su alma noble, terminar las prácticas hechiceras a fuer de quedar ridiculizada por el resto de su misericordiosa vida.

3 comentarios:

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara