28 de marzo de 2010

IN MEMORIAM



He tenido sueños singulares a lo largo de toda mi existencia. Han sido siempre centinelas de la intuición exacta de mi propia mortalidad ,y a veces, del quebranto en el que he sucumbido tras la máscara diurna de la alegría y el desparpajo.
En ocasiones, estando visceralmente dolorida, después de un día excitante, yo misma me he sorprendido de la agudeza y rapidez de mis réplicas como dagas que incitaban a sonoras carcajadas incrédulas en los otros. He sido siempre tan pero tan divertida, y me tomo la vida de un modo tan fresco…..
Durante la noche, no obstante, me encontraba con sueños que me despertaban asustada o llorando como una nena de ocho años que se hace pis en medio de una camita con sábanas de Disney.
Pero anoche, yo soñé con la Pancha.
La Pancha era una perra Basset Hound que tuvimos en casa cuando éramos muy jóvenes.
Éramos recién casados, y naturalmente pobres. Mis padres nos habían regalado un Citröen Ami 8 al cual habíamos bautizado “El Mocho”, a causa de la asociación de su nombre con su deformidad estética y su lentitud para pasar camiones. El Mocho nos llevó ,sin embargo, dos o tres veces hasta Bahía Blanca y otras tantas a Villa Gesell, con una consecuente e inevitable lumbalgia de la que era víctima Gustavo al fin del periplo, puesto que a pesar de sus veintipico de años, no toleraba ya la tensión del acelerador duro y la palanca de cambios cercana casi al corazón del conductor.
Éramos muy jóvenes, muy bellos, muy poderosos.
Trabajábamos muchísimo, y aunque la economía de la Hiperinflación de fines de los ochenta nos sumía cada fin de mes en una angustia de la que sólo emergíamos cuando nos llegaba el nuevo cheque de cobro, pretendimos criar un perro.
No otro perro. Ése.
Unas vacaciones de Julio, leímos en el diario los avisos clasificados en los que se anunciaban cachorros de Basset Hound a la venta. Gustavo llamó, y mientras yo le hacía gestos de plegarias en posición de suplicante, arrugando la cara en un gesto pío, él cerró el trato con una ligera sospecha de que se arrepentiría inmediatamente del deseo sin medida que se había apoderado de su alma.
Con una sonrisa enigmática, me avisó:
- Queda en San Martín. Nos espera ahora-
Y partimos con el Mocho, un desapacible día de julio, desde La Plata hasta San Martín, cuando la Autopista La Plata- Buenos Aires no era más que un sueño, por lo que anduvimos por el conurbano del Sur al conurbano del Norte embarcados en nuestra noble nave Argo, en busca del vellocino de oro.
En el camino se largó a llover, y nos perdimos. Yo consultaba un mapa, pero encomendarme esa tarea era como pedirle a un ciego de nacimiento que describa el color magenta, por lo que, de acuerdo a la paz y pericia en las rutas de mi compañero, llegamos a la dirección, casi a la hora en que hubiéramos debido regresar a La Plata.
Siempre he tenido la sensación de que si tengo un deseo muy potente, éste se desvanecerá apenas toque la concepción posible de sus pliegues más superficiales.
Entramos a una casa lúgubre con aspecto de ser víctima en cualquier momento de un allanamiento policial, inundada de un fétido olor a perro que emanaba de un corralito de niño de los años cincuenta, en el que dormía un San Bernardo descomunal de ocho meses.
La dueña nos explicó que sólo quedaban hembras, y que eran más caras.
Y yo la vi. Y Gustavo también la vio.
Y sin consultarnos, la elegimos.
Era un pequeño ser con ojos en compota y unas monstruosas orejas que parecían alas. Hacía un ruidito de respiración trabajosa que parecía rogarnos que la llevemos, con las patas delanteras laxas sobre el pecho. Tenía 31 días.
Se llamaba Hilda of Wilton Can, porque tenía pedigree.
Apenas nos subimos al Mocho y la acomodé adentro de mi campera, se durmió.
Gustavo la bautizó, con una voz que siempre ha puesto para los hijos y para los perros:
- Pancha- dijo, y no se habló más del asunto.
A la plenitud de esa noche, sólo la comparo a cuando nacieron los hijos.
Por fin la teníamos.
Pasó la vida, y la Pancha nos acompañó en todos nuestros caminos más oscuros y más afortunados. Presenció nacimientos, mudanzas, peleas sangrientas, reconciliaciones llorosas, confesiones, secretos y arrepentimientos. Presenció vacaciones en el mar y la montaña, encierros, inquietudes en las noches, y escuchó, silente y con paciencia, cómo mi hijo mayor le preguntaba, levantándole sus orejas para custodiar el secreto:
- Pancha… ¿No es cierto que mi mamá es muy mala?-
Y, como todo perro bueno, un día se murió.

Hubo veces en que supuse que nuestra vida había cambiado desde la muerte de la Pancha. Hubo veces en que extrañé su mirada y su porte solemne que le daba un aire muy similar al de Sarmiento. Hubo veces en que pretendí preferir los gatos, en que me negué a que hubiera otro perro en la casa.
Y hasta quise revivir la historia, regalándole a Gustavo otra perra igual, que no tuvo buena suerte.
Y nos pasó la vida. A los dos.
Entonces anoche, de pronto, se enseñoreó la perra parecida a las estampas de Sarmiento del Billiken, que dormía veinte horas por día, y aún así era indefectiblemente nuestra. Brilló como cuando se subía a una cama y nos miraba, pidiendo disculpas con una sonrisa. (Juro que tenía una sonrisa en los belfos húmedos y rosados). Oí el ruido de sus pezuñas caminando por el piso de la casa del presente, pero trayendo el celeste y blanco de la casa del pasado, conjunción de una rayuela que llevaba al cielo, sin escalas.
La hacía entrar, y la acomodaba en la cucha que hoy tiene Arena, nuestra perra actual, cuya mirada me provoca el mismo sosiego que aquellos ojos tristes que una vez quedaron ciegos y aún así, velaban por nosotros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara