6 de marzo de 2010

MEMORIAS DE AZUL


UNA ANÉCDOTA DE MARGARITA EN CASA DE ORTIZ


Una tarde, mi madre pidió a Margarita, que a la sazón contaba con quince años, que matara un pollo para servirlo al otro día ya dorado, en una corona de papas al horno crocantes.
Mi madre suponía que por haber nacido en el campo, forzosamente Margarita debía saber matar pollos con la pericia de un matarife, pero ésta, tímidamente (la imagino tímida por aquellos años), le explicó que no sabía hacerlo. Sin embargo, mi madre desestimó esa sinceridad, y con un tono que casi estoy escuchando, le dijo:
- Dale, che, mirá si no vas a saber matar un pollo habiendo nacido en el campo-
Así fue que Margarita, con humildad, llevó al pollo a un improvisado ara, lo tomó del cuello y se dispuso a bajar en él el cuchillo sacrificial que había sacado del cajón de la cocina, pero al ver la indefensión del ave, su corazón bondadoso se apiadó, y mientras bajaba el cuchillo, corrió la cabeza del pollo en un movimiento instintivo de protección, con tanta mala fortuna que el puñal fue a dar en su dedo pulgar, dejándolo envuelto en sangre y con una rigidez que hasta el día de hoy se mantiene.
Aquella núbil sacerdotisa no tenía más que quince años, por lo que se invistió de un odio inaugural en su corazón sencillo y golpeó con el cuchillo en la cabeza del pollo más de veinte veces, dejando una masa sanguinolenta en aquella cabeza que dos minutos antes había querido salvar.


UNA ANÉCDOTA DE MARGARITA EN EL PARQUE


En esos años en que Serrat se mezclaba con Los Beatles y las publicidades de Lee, (“Identifica”),era forzoso que a los chicos de Clase Media se les compraran bicicletas que, según los rodados, pertenecían a cada hijo. La de mi hermano era Número 28 y la mía número 24, ambas rojas y esplendorosas, con un timbre bastante inútil y unas tiras de nylon de colores que adornaban el manubrio y que a los tres días de usado, iban a parar a la basura; en aquel tiempo, armada con diarios dentro de un cesto que probablemente fuese de lata.
Yo siempre había resultado una inservible absoluta para todo lo que pusiera el cuerpo en acción, y aunque me esforzara por correr y saltar charcos, era bastante proclive a caer desparramada en las veredas, mancharme la ropa y hacerme un agujero terroso y sangriento en las rodillas. Mi carácter optimista y entusiasta mitigaba el dolor pensando que en unos días iría a contar esa experiencia sin sufrirla en ese presente, archivándola en un pasado que aún no había llegado. Años después, continué con esa manía hasta cerrarme una puerta de hierro en el dedo pulgar, y aunque no funcionó como en mi infancia, sí puedo decir ahora que forma parte de un pasado triste.
Por esta razón, con casi nueve años, mi refulgente bicicleta roja tenía rueditas, y fue Margarita la encargada de llevarme al parque que distaba dos cuadras de mi casa para que finalmente, la obtusa lograra mantener el equilibrio en su vehículo de tracción a sangre, con el efecto final de andar durante un verano dando vueltas manzana, hasta que no volví a tocar una bicicleta no más que dos o tres veces en la vida, y éstas con riesgo de romperme la crisma apenas arrancara a pedalear.
Una tarde (a las tardes de Azul las recuerdo de verano), fuimos con Margarita al parque, con mi bicicleta ya sin rueditas, y mientras ella me sostenía desde atrás por el asiento, yo pedaleaba como si en ello dependiera el fin del hambre en Africa, mientras le suplicaba con aquella voz que ya no tengo No me vayas a soltar, Margarita, por favor, no me sueltes….
Pese a que yo escuchara que ella negaba que soltarme fuera necesario, el sonido de su voz se fue alejando No, Pushi, no te suelto, vos pedaleá, y frente a esta distancia entre la voz y el enunciado, me di vuelta, con el resultado de que caí como una bolsa de papas en uno de los caminitos de aquel parque, cuyas piedritas se incrustaban en mis rodillas en cada caída, y mientras Margarita me consolaba con besos en la cabeza, ambas entendimos que no habría, nunca más en toda mi existencia, un momento de mayor satisfacción por haber aprendido algo sin darme cuenta.


LA SEÑORITA HOCICO DE PUERCO


El escritorio de mi padre guardaba para nosotros misterios que provocaban sentimientos de los más variados, aunque indefectiblemente todos fueran a dar en uno último, que abarcaba a los otros y a veces nombraba los más complejos.
Este sentimiento primordial era miedo.
No un miedo entendido como sobresalto, sino el terror que aceleraba sus sinónimos. Era pavor, espanto y horror pánicos. Era una mezcla abominable de culpa y de curiosidad insalubre, puesto que apenas entrábamos, nos era imperioso ir hacia la fila en el que se erguían los doce tomos del Diccionario Enciclopédico Salvat, para extraer del estante el tomo correspondiente a la distancia de palabras que había entre MAP- OZ, y buscar, con los dedos terrosos provenientes de los paseos por la plaza de la usina, la palabra MONSTRUO.
El iniciador de estas sesiones atroces era mi hermano, quien ocultaba el verdadero horror que le producían las imágenes con el acto indigno de empujarme el libro hacia la cara cuando yo más hipnotizada estaba mirando las estampas, como si reviviera con ese envión pavo a las criaturas, y que yo diera el alarido que inevitablemente, una y otra vez, y aun sabiendo de la chuscada de mi hermano,daría.
Y Margarita estaba con nosotros, con sus dieciséis o diecisiete años de chica curiosa, a la que no le había sido dado por cuna el hábito de leer, pero que en mi casa fue desarrollado vorazmente, al punto de leer en los años 70 Cien Años de Soledad, en menos de cinco días.
Pero para ese entonces, Margarita era una más de nosotros, sólo que responsable, así que era ella misma la que se abalanzaba a la fila de diccionarios y buscaba el elegido, y con un movimiento juguetón de sus manos escondiendo el ejemplar, provocaba a mi hermano:
- Ahora lo agarré yo-
Mi hermano no decía nada, pero esperaba la oportunidad de vengarse, no en ella, sino en mí, de modo que encontraba todo tipo de vejámenes que me humillaran hasta que yo finalizaba la incursión al escritorio con un caminar zancudo hacia la puerta y mis manos refregando los ojos con lágrimas, al grito justiciero de
- ¡Mamaáááááááááááááaá´!-
Sin embargo, había días en que solíamos mirar juntos las láminas de monstruos, las tres cabezas alineadas, mientras Margarita iba largando escalofriantes hipótesis:
- Mmmmhhh, mirá si se te aparece de noche-
La página de monstruos mostraba unos grabados antiguos sobre posibles seres fabulosos de los que nosotros no teníamos duda alguna acerca de su existencia, y acaso el color gris con el que estaban representados incrementara más aún sus aterradoras fisonomías.
Con los años he regresado a la página de monstruos y me han parecido infinitamente más pequeños, más inofensivos y más simples. Pero en 1965, esa cohorte de engendros se instalaba en mi memoria y hacía que le pidiera a Margarita que se sentara en el bidet mientras yo estaba en el inodoro, por el temor a que apareciera alguno de atrás de la cortina de la ducha.
Estaban dispuestos, además, de un modo inhumano. Árboles con ojos que lloraban, becerros de dos cabezas, un hombre con tronco de perro, siameses mongoles unidos por las nalgas, se presentaban como un séquito bestial al monstruo más horrísono y más implacable: La Señorita Hocico de Puerco.
En el centro, vestida a la moda de principios del siglo XIX, compitiendo en elegancia con Mariquita Sanchez de Thompson, peinada con leves bucles que caían en un fino cuello de mujer, se exhibía casi soberbia la Señorita Hocico de Puerco, cuya nariz humana había devenido en el fenómeno que mentaba su nombre.
No había ocasión en que Margarita no terminara el paseo por las láminas diciendo con un suspiro misericordioso:
- Pobre Señorita Hocico de Puerco…. ¿ Cómo va a conseguir novio así?-
Y entonces, yo levantaba la cabeza y veía sus ojos buenos apiadarse de la soltería irremediable de la Señorita Hocico de Puerco, a quien ella me acercaba como un ser más digno de piedad que de temor, y corría al estante para buscar el diccionario de las banderas.
Siempre le ganaba adivinando sus pertenencias a países que ninguna de las dos conocíamos.


UN PÓSTUMO HOMENAJE A RODOLFO OF STEERLING ORTIZ


Mis padres tenían un perrito llamado Rodolfo Of Sterleeng Ortiz, un scotish terrier negro con un hedor inaudito para una criatura con vida. Lo llamaban Roddy a secas y era sobrino del Duke, el perro de mis abuelos.
El Duke (siempre en mi casa se dieron nombres con un provinciano artículo adelante) llevaba una vida regalada, porque una hermana de mi padre lo tenía a cargo, y ésta era una señorita aristocrática a la que la servidumbre le ponía las medias hasta los catorce años, por lo que el Duke tenía muy bien puesto su nombre, bañado frecuentemente, con collar y fotos frente al espejo.
En cambio el Roddy era un don nadie.
Un desclasado, un desdichado que había ido a parar a una casa en la que había dos niños de corta edad y una madre con ilusión de que todo brillara. Por lo tanto, la sola presencia del Roddy la llevaba a la furia báquica, al punto de darle una patada solamente porque el perro exudaba en demasía un fatídico olor a “salame”, término con el cual ella creía aunar el concepto de pestilencia.
Un infortunado que no tenía collar, no era sacado a pasear jamás y era llevado en largos viajes hasta Lomas de Zamora, donde el Duke le ofrecía todas las posibilidades de que enloqueciera de envidia, puesto que éste dormía en el dormitorio de la Niña Petete, y él en una manta raída de colores sospechosos, en la cocina.

Un desventurado, que se la pasaba hecho un ovillo bajo el asiento del acompañante, fundido en el piso del Fiat 600 durante las seis horas que duraba el periplo, entre los vómitos de Margarita en la banquina, nosotros peleando en los asientos de atrás y las alteraciones frecuentes de nervios que sufría mi madre en esos años, que le provocaban soltar patadas nacidas del deseo de que el pobre Roddy muriera en ese instante, o, mejor dicho, no hubiese visto nunca jamás la luz del sol.
La única que se ocupaba del Roddy mirándolo con una cierta afición, era Margarita, quien le daba de comer, detectaba si habían pasado tres días sin que ingiriera agua, y lo bañaba en la pileta del lavadero, siempre oscuro y lo suficientemente lúgubre como para que un baño de perro resultara jubiloso .
Una tarde de sábado, Margarita, que estaba sola en la casa, decidió efectivamente bañarlo, acto que llevaba a cabo con un hilo de agua fría y un jabón Federal Marfil, en la pileta de aquel lavadero que hoy pienso como una sala de torturas inquisitoriales.
Lo subió a la pileta y mientras lo enjabonaba, seguramente hablándole como si fuese una persona compuesta, escuchó el timbre.
- Quedate aquí, no te muevas- le dijo, y dejó el jabón diligentemente en su cabeza, cuya blancura contrastaba con el negro del pelaje.
Cuando volvió, casi corriendo, al recordar que había dejado al Roddy bajo el chorro de agua y el jabón arriba de la cabeza, olvidándolo completamente frente a la extensa charla que mantuvo en la puerta con su amiga María Rosa, el Roddy, fiel como pocos o terco como todo escocés, aún continuaba allí,con el jabón derretido, de acuerdo a la orden que le hubiera dado la única persona que le había hablado en toda su vida.

4 comentarios:

  1. ajajaj margarita es una tipica calentona jajaajajajj

    Un beso clau

    Daniel

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  2. ...."pensando que en unos días iría a contar esa experiencia sin sufrirla en ese presente, archivándola en un pasado que aún no había llegado"

    Dios, que perfecta definición de la infancia!!!!

    Clau, cómo quiero ver todo esto en un libro!!!!!!!

    (Soy María)

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  3. pero claro que me acuerdo de esa imagennnnnnnn.... de esos diccionarios... de esos monstruos... excelente cuento (your hermana)

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  4. bellisimo... y no te miento. el fiat era 1600, verde agua y tapizado clarito. ah...y Margarita, entranable

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara