28 de marzo de 2010

MALDAD


Confesaré que he sido mala.
Todos guardamos con recelo miserable un secreto, que de divulgarlo, la imagen que el resto del orbe mantiene de nosotros, se resquebrajaría como un papiro al que se le volcara arriba un brebaje ardiente.
Alguno se ha metido el dedo en la nariz y luego a la boca, otro ha pegado el deshonesto producto abajo del pupitre, otro ha pellizcado con las uñas a su hermanito bebé…….
Yo no.
Yo contagié de un enojoso mal al ser más bondadoso de este planeta.
Y confesaré, que lo hice con toda la mala intención de que es capaz una chica de ocho años.

Cuando tenía esa desafortunada edad, me la pasaba enferma. Apenas mi madre me tomaba la fiebre con una especie de beso en la frente, y dictaminaba que lo estaba, se interrumpían todas las actividades que estuviera disfrutando en ese momento y se me recluía arriba, donde estaban los dormitorios, mientras toda la familia se reunía para la cena, cuya felicidad se me antojaba mayor, a medida que escuchaba sus voces ahogadas y el ruido de los cubiertos que llegaban asordinados hasta mi claustro.
Lógicamente que me aburría como un hongo, porque en 1969, nuestro televisor era una caja monumental a la que llegaban imágenes que había que adivinar entre una suerte de tormenta de pequeñas hormigas.
La lectura se me hacía imposible a causa de la fotofobia que aún hoy me acompaña cuando tengo ocasionalmente fiebre, y nadie, absolutamente nadie, me hacía compañía.
Por lo tanto, me entretenía abriendo y cerrando los dedos en una figura de romboide que devenía en triángulo hasta terminar en un punto, una y otra vez, hasta que recorría con mis ojos abrasados las flores del empapelado verde y amarillo.
Luego, tal vez dormía. A veces dibujaba y otras veces recortaba figuritas.
Esa reclusión se tornaba más auspiciosa cuando sentía los pasos de Margarita que iban creciendo por la escalera, pues yo adivinaba la mesa de cama con los manjares que a Isidoro Cañones le llevaba el conserje francés cuando acompañaba a Patoruzú en sus estancias en Buenos Aires.
Cuando tuve paperas, el médico diagnosticó que me había tomado levemente, por lo que sólo tenía un poco de fiebre y un poco inflamado el cuello. Sin embargo, mis padres me dejaban en la cama hasta que, según las costumbres tradicionales de la familia, estuviera un día entero sin fiebre en la cama, con la consecuente hiperactividad que un niño restablecido de una enfermedad benigna, puede desarrollar estando en cama durante seis días, ya pleno de energía y vitalidad.
Un mediodía, después del almuerzo, Margarita entró en el cuarto a buscar los restos del postre, que consistía en naranjas cortadas con azúcar arriba.
Yo tenía la costumbre, en aquellos tiempos, de comer la naranja hasta que llegaba al hollejo, luego de lo cual, directamente las escupía en el plato, habiéndoles extraído el zumo y el sabor, tal cual como si fuera un chicle.
Ese día no había comido todos los trozos cortados, por lo tanto habían quedado mezclados en el plato tanto los originales como sus cadáveres mustios.
- ¿ Querés este pedacito?- le dije con toda la dulzura de que fuera capaz, enarbolando con el tenedor una naranja masticada.
- No, gracias – me contestó sonriendo.
Mi experimento peligraba, de modo que hice un mohín de tristeza frente al supuesto desprecio que recibiera de ella y acometí:
- Ay…. ¿ Me tenés asco?-
La piedad y humanidad de Margarita nunca tuvieron parangón en este mundo, sentimientos estos que la hicieron arrebatarme el tenedor para demostrar su amor incondicional hacia mí y metérselo en la boca, inundando su organismo del virus y respondiendo tiernamente:
- ¡No, mi amor! ¿ Cómo te voy a tener asco?-

Cuando me reincorporé a la escuela, Margarita había caído presa de la parotiditis, que, en su caso, la hizo delirar de fiebre durante una semana y le deformó la cara, el cuello y los ojos, llegando a parecer un monstruo, a causa de la virulencia con que en cada persona se presenta esta alteración.

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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara