
Mi padre era un muchachito extraño.
Fue llamado a ser desde Presidente de la Nación para arriba, desde genio de las Ciencias Exactas hasta Premio Nobel de Literatura, desde campeón de la Oratoria hasta libertador de pueblos.
Era mi abuelo quien probablemente haya visto en el pequeño bulto blanco nacido en la Calle San José, el elegido que lo elevara a las encumbradas posiciones que él solo no había podido escalar hasta los veintiséis años.
Por lo tanto, delante de la familia numerosísima que cohabitaba en una casona porteña de principios del Siglo XX, le pedía que solucionara cálculos matemáticos vertiginosos, cuyos resultados el chiquito, a la sazón de cinco o seis años, pronunciaba con la voz extravagante de los sacerdotes apolíneos, una vez que emergía su cabecita de los brazos en los que se sumía, acaso para buscar en su cerebro los corolarios, o para clamar, de algún modo, la liberación de la exigencia de ser siempre perfecto.
Por ello, o tal vez por que en su genética confluían sangres de todos los rincones del Orbe, padecía de curiosos males.
A veces sentía que su cabeza era inundada de una corriente eléctrica a modo de los pies que se duermen cuando se ha estado sentado en el inodoro durante más tiempo del acostumbrado. A veces, que debía alejar de su ser algo que lo atrapaba y lo dejaba extático en razón de esa electricidad.
Nunca esos síntomas tuvieron una razón concreta, pero a él lo volvían inerme frente a su aparición, por lo que imaginaba defensas que, al menos, le calmaran la angustia de sentirse poseído por algo cuyo origen desconocía.
Una tarde, iba junto a mi abuela en el tren, frente a un soldado conscripto que regresaba seguramente a su casa después de la rutina del cuartel.
Mi abuela contó, muchos años después, que ella vio con espanto cómo el conscripto se quedaba directamente hipnotizado clavando los ojos impúdicamente en los gestos de orate que mi padre practicaba para alejar sus síntomas confusos.
El conscripto clase 1920 veía que el niño sentado enfrente a él, vestido con una camisa blanca y un pantalón corto color gris, movía a un lado y al otro la cabeza intermitentemente y cerraba los ojos con la fuerza de quien se obliga a dormir, gestos a los que agregaba una apertura descomunal de la boca con la lengua fláccida acompañando el movimiento compulsivo de la cabeza, todo lo cual a él lo convencía de que estaba alejando su parestesia craneal, además de una enojosa paspadura de labios, que junto a las boqueras y las llagas, avisa a los niños extraños nacidos en los años veinte que están llegando a la pubertad.
(Para ese chiquito nacido en los años veinte, mi papá)
Fue llamado a ser desde Presidente de la Nación para arriba, desde genio de las Ciencias Exactas hasta Premio Nobel de Literatura, desde campeón de la Oratoria hasta libertador de pueblos.
Era mi abuelo quien probablemente haya visto en el pequeño bulto blanco nacido en la Calle San José, el elegido que lo elevara a las encumbradas posiciones que él solo no había podido escalar hasta los veintiséis años.
Por lo tanto, delante de la familia numerosísima que cohabitaba en una casona porteña de principios del Siglo XX, le pedía que solucionara cálculos matemáticos vertiginosos, cuyos resultados el chiquito, a la sazón de cinco o seis años, pronunciaba con la voz extravagante de los sacerdotes apolíneos, una vez que emergía su cabecita de los brazos en los que se sumía, acaso para buscar en su cerebro los corolarios, o para clamar, de algún modo, la liberación de la exigencia de ser siempre perfecto.
Por ello, o tal vez por que en su genética confluían sangres de todos los rincones del Orbe, padecía de curiosos males.
A veces sentía que su cabeza era inundada de una corriente eléctrica a modo de los pies que se duermen cuando se ha estado sentado en el inodoro durante más tiempo del acostumbrado. A veces, que debía alejar de su ser algo que lo atrapaba y lo dejaba extático en razón de esa electricidad.
Nunca esos síntomas tuvieron una razón concreta, pero a él lo volvían inerme frente a su aparición, por lo que imaginaba defensas que, al menos, le calmaran la angustia de sentirse poseído por algo cuyo origen desconocía.
Una tarde, iba junto a mi abuela en el tren, frente a un soldado conscripto que regresaba seguramente a su casa después de la rutina del cuartel.
Mi abuela contó, muchos años después, que ella vio con espanto cómo el conscripto se quedaba directamente hipnotizado clavando los ojos impúdicamente en los gestos de orate que mi padre practicaba para alejar sus síntomas confusos.
El conscripto clase 1920 veía que el niño sentado enfrente a él, vestido con una camisa blanca y un pantalón corto color gris, movía a un lado y al otro la cabeza intermitentemente y cerraba los ojos con la fuerza de quien se obliga a dormir, gestos a los que agregaba una apertura descomunal de la boca con la lengua fláccida acompañando el movimiento compulsivo de la cabeza, todo lo cual a él lo convencía de que estaba alejando su parestesia craneal, además de una enojosa paspadura de labios, que junto a las boqueras y las llagas, avisa a los niños extraños nacidos en los años veinte que están llegando a la pubertad.
(Para ese chiquito nacido en los años veinte, mi papá)
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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara