Los chicos salían de la clase de fútbol sudorosos y marchando como expertos jugadores después de una final del mundo. Félix venía abrazado a un rubiecito que de tan colorado parecía recién salido de un sauna, cantando a dúo ¡¡¡ pongan huevo que ganamo!!!! Y agitando los bracitos como hinchas de fútbol enfervorizados.
A Enrique le hizo gracia verlo con posturas masculinas con sus siete años, le tomó la cabeza con una mano y le indicó que saludara a su compañero que subía a un malogrado ciclomotor con la madre, quien lo acomodaba atrás y partía sin casco y con el chico revoleando la camiseta hacia arriba como si fuera un barrabrava de tablón.
Félix contó el partido a su padre con lujo de detalles e inflaba la narración de tal modo que lo convirtiera en un astro, y mientras Enrique manejaba por la ciudad, iba afirmando casi sin escuchar cada hazaña narrada con réplicas baladíes como Ahá, ¿No me digas? ¡Pero sos un capo! respuestas que animaban al chiquito y terminaba apropiándose de los goles que habían hecho sus camaradas y hasta narrando un golpe que, por la intensidad del relato, se trataría de una fractura expuesta de peroné, tal había resultado el sacrificio que hubiera hecho por los colores de su equipo.
Enrique estacionó frente a la Academia en la que Martín estudiaba bajo, escuchó cómo sus hijos menores trataban de tapar las anécdotas del otro con virtuosismos de futbolista o de músico prestigioso, compró comida para gatos, cigarrillos para Carola, y llegó aturdido con las voces infantiles y con ganas de tirarse a dormir hasta el otro día.
Al llegar a casa, Félix sacó del bolsillo de la camiseta un papelito y antes de saludar a Carola que lo esperaba con los brazos abiertos de madre que disfruta al más pequeño de cuatro hijos, se lo extendió con la cara iluminada de felicidad.
- Tengo un torneo. Leé- exclamó gozoso, convencido de que el papelito arrancaría a sus padres tres hurras gritados a pleno pulmón, como si se hubiese encarnado en ellos el espíritu del mismo Lord Baden-Powell al terminar de armar una carpa por primera vez.
Carola lo leyó en voz alta Familias: el sábado 28 de marzo debo estar a las nueve de la mañana en la Cancha de Ruta 6, para jugar un torneo interclubes.
-¡Qué bueno, Feli!- se alegró de corazón Enrique
- ¿Cómo a las nueve? ¿ De un sábado?- Se espantó Carola, y deseó con toda su alma que tuviesen algún compromiso inexcusable o de importancia vital, pero no sólo no lo halló, sino que sonrió y fingió estar colmada de dicha por asistir al Torneo Interclubes de Fútbol Infantil. Sabía que si su disgusto le endurecía los ojos o le aflautaba la voz, Enrique la increparía y terminarían envueltos en una discusión hasta las tres de la mañana en la que se insultarían, llorarían o planearían divorcios sangrientos, por lo que apeló a su talento dramático y hasta pareció que estaba más entusiasmada que el mismo Félix.
Durante la semana, Carola se quejó persistentemente frente a su madre y sus tres hermanas acerca del programa chino del sábado a las nueve de la mañana, por lo que la reacción de las otras no fue menos solidaria que otras veces, y allá se encontraron las cuatro familias en la Cancha que el Club utilizaba para los torneos coordinados por profesores de Educación Física , pletóricos ante la coordinación de campamentos, colonias de vacaciones o viajes estudiantiles al Aconcagua, y que se sorprendían genuinamente de la falta de entusiasmo de algunos padres ante estos acontecimientos, como si no gustar del deporte significara descubrir que el adulto responsable de su alumno es caníbal o coprófago.
Por lo tanto, la organización era una calamidad. Se cobraba entrada, no permitían el estacionamiento cercano, la cancha parecía un terreno baldío, y no se sabía dónde sentarse para ver el partido ni con qué profesor debía quedarse Félix, vestido de futbolista y con botines nuevos. Carola divisó a lo lejos a su hermana Constanza que venía arrastrando a Bartolomé, inoportunamente ataviado de jugador de Rugby, y a Pablo, su cuñado, atrás, con anteojos negros y sweater sobre los hombros, impecable y elegante pese a que el lugar se presentaba algo peor que un potrero.
Una vez que Félix encontrara al rubiecito compañero que venía corriendo y pateando una botellita de agua mineral, con peligro de encajársela en la cabeza a cualquiera de los bebés cuyas madres cargaban en brazos o llevaban en cochecitos con mosquiteros, Carola y Enrique buscaron un lugar donde sentarse y tomar mate, puesto que ella, aleccionada por una amiga cuyos hijos ya estaban en las inferiores de River, sabía que era deber de toda madre futbolera, llevar una canasta provista de la infusión gauchesca, botellitas de agua mineral sacadas recientemente del freezer para que mantengan el frío, galletitas varias, alfajores, Off, protector solar para que el niño no se calcine, un repasador, y un par de botines de repuesto por si éstos se le rompían al crack ocasional.
Cuando se sentaron bajo un árbol Estos idiotas tendrían que habernos dicho que había que traer sillitas , Carola comprobó con pavor que se había olvidado el agua adentro del freezer, por lo que con el calor reinante , la tela con que estaba confeccionada la camiseta de fútbol y el frenesí que embargaba a Félix por jugar y ganar, el chico quedaría internado en la Guardia de la clínica más cercana por deshidratación, por lo que imploró que alguna de las hermanas se avivara y trajera algún líquido para compartir con su hijito; vana ilusión ya que las Arias eran los seres peor dispuestos en el mundo en cuanto a implementos necesarios para el aire libre.
Constanza saludó a todos y anunció que Bárbara y Verónica venían juntas, ya que el auto de Verónica, por supuesto que estaba en el taller. Mientras Pablo y Enrique salían a buscar agua o gaseosas, Bartolomé quedó mohíno apoyado en un árbol al ver que su primo jugaba con el rubiecito, transformados repentinamente de futbolistas gloriosos en guerreros japoneses, y que Martín, quien hubiese podido entretenerlo en esta ocasión, no había acudido al partido, puesto que había quedado durmiendo con los hermanos mayores.
Carola prendió un cigarrillo sentada en el suelo, mientras Constanza, mirándole los pies con asombro, le largaba:
- ¿Te viniste con sandalias plateadas, ridícula?- ensayando que su carcajada sonara menos estrepitosa que lo que merecía el detalle
- Qué me importa. Me puse lo que tenía anoche. Salí con las bolas en la garganta. Me olvidé del agua y del Off.- respondió Carola con una voz en la que se adivinaba que el comentario de su hermana la empezaba a enfurecer.
Quedaron en silencio y vieron aparecer a lo lejos a Verónica y a Francisco con las nenas, ambas con un vestidito rosa de punto smock digno de un cumpleaños del año 70, y atrás a Bárbara gesticulando ampulosamente contra Sofía, su hija mayor y única acompañante, quien abochornada y con la cabeza baja, pretendía pasar desapercibida frente al grupo de gente que observaba entre curioso y divertido los insultos a los que su madre la sometía, todo por que el carácter rencoroso de Bárbara no había digerido que Sofía se hubiera despertado un poco más tarde , y la llegada al Club se hubiese atrasado quince minutos.
Una vez reunidos todos, Pablo y Enrique con las botellas, y los visitantes apropincuados bajo el árbol, comenzaron las Arias a mirar de soslayo a las familias que parecían disfrutar del sábado acompañando a sus hijos a un torneo infantil ¡Mirá esa gorda! ¿Aquél no es Tevez? ¡Tiene los dientes de Tevez! ¡Por dios mirá esa nenita, qué fea! Callate, hija de puta, es una nenita. Bueno, una nenita fea… ¡pobrecitaaa, mirá lo que le han puesto en la cabeza!, mientras los maridos las miraban entre humillados e rabiosos, tanta era la inclinación que sus mujeres, en el fondo solidarias y sensibles, tenían a reírse del resto del universo que no fueran ellas mismas.
Estando en esto, distinguieron a Félix colocado en una de las canchas en posición de defensor, asíque dejaron el árbol con la canasta y las botellas y se dirigieron instantáneamente hacia el borde, para alentarlo y que viera que toda la familia estaba presente en este importante bautismo deportivo en el que el chiquito debutaba.
El árbitro tocó el silbato y los chicos salieron a sus puestos a atacar o defender el arco, y en tanto que todos los padres comenzaban a incitar a los pequeños, Carola notó que Enrique se separaba de su lado y se acercaba a Pablo que había conseguido un sitio más despejado para mirar, por lo que, mientras se escuchaban gritos de aliento ¡Dale, Dale, Mati! ¡Bien ahí, bien ahí, Dylan! ¿¡Por qué no corrés un poco más, papito?! que iban deviniendo en recomendaciones graves, reconvenciones destempladas o directamente reprensiones iracundas ¡Marcalo al 9, marcalo al 9, boludo! ¿Qué te pasa, por qué le pegaste? ¿Cómo se llama el 3?, ella y sus hermanas miraban la escena con creciente espanto, tanto era el énfasis que los padres ponían al encuentro de fútbol de criaturas de siete años.
Inclusive el mismo entrenador del equipo contrario, llamado elocuentemente “La Cuadrada”, gritaba de un modo tal, que propiciaba que se dudase de su equilibrio mental ¡Vamo vamo vamo!¿Somo de madera?¡Vamo, Colo, vamo! ¡Corré, Valen, Corré, Corré!
Sin embargo los niños deberían estar acostumbrados a esta violencia del entrenador, puesto que ninguno se arredraba, sino más bien se inflamaban de ímpetu y parecían con alas recientemente crecidas en sus espalditas numeradas.
De golpe Carola se vio a sí misma con las manos en la boca, y saltando ante un buen pase de Félix al número 4.
- ¡Bien, Feli, bien!- gritaba sonriente, eufórica con la habilidad de su hijito, que le devolvía la mirada llena de orgullo y sintiendo, probablemente, que él era el Diego y Carola, la Tota.
Las hermanas saltaban con ella, Enrique le indicaba ¡Andá para atrás, defendé, Feli!, Pablo y Francisco apoyaban y se miraban entre ellos, casi incrédulos de que Félix jugara tan bien al fútbol ¡Mirá Feli qué ídolo, che! y Sofía chocaba los cinco con Bartolomé, a quien ya se le había disipado el mal trago de no ser él el protagonista de admiración, ya que, siendo hijo único, siempre había acaparado la atención de sus padres y le costaba un poco que su primo fuera la estrella aclamada por todos.
Enrique recordó su paso fallido por Sacachispas a raíz de un serio problema con sus meniscos, y, más allá de sus concuñados cuyos hijos no jugaban al fútbol, trató de aunar su ánimo con algún otro padre que estuviera viendo el partido, y, resuelto como un halcón, cambió una mirada de simpatía con un fornido joven con tatuajes de presidiario en los brazos que vociferaba:
- ¡¡¡¡¡ Kevin!!!! ¡¡¡¡Agarrale de la camiseta!!!!- endosado lo cual, le guiñó un ojo cómplice a Enrique que veía con pánico que al que aparentemente debía agarrar el tal Kevin era a Félix.
Enrique era un hombre tranquilo. Pero era tal el fervor de las Arias y de los concuñados, ¡¡¡¡Feli!!!! ¡¡¡¡ Pateá ahora, pateá!!!! , tales los gritos que se escuchaban y las amenazas o advertencias que los padres lanzaban a sus hijos que no estaban haciendo lo que ellos consideraban pertinente, ¡Quebralo, Kevin, quebralo!!que se sintió transportado, como si le hubiese hecho un efecto tardío aquel cigarrillo de marihuana que hubiera compartido con Carola en 1982, y rugió con una voz extraña, trepado al alambrado que separaba la canchita de los padres:
- ¡CAGALO A ZAPATAZOS, FÉLIX!- grito cuyo peligro era tan inminente, que la familia quedó atónita, mirando con la boca abierta a un Enrique desconocido que se rescataba nuevamente y se desprendía del alambrado al cual no sabía muy bien como había llegado, mientras el muchacho con tatuajes de preso se iba acercando y con voz bronca, de suburbio, le musitaba con resentimiento:
- ¿A quién va a cagar a zapatazos?- y después de escupir al suelo, como rito para estimularse, le estampaba una trompada en plena cara, de la que Enrique quedó maltrecho pero cuyo agravio le generó tanta furia, que respondió con un cabezazo que dio inicio a una batalla campal en la que hasta Sofía pegó una patada al aire, para colaborar con el rescate del orgullo familiar, puesto que a la riña se habían acoplado la abuela de Kevin, más joven que Carola, pero con 40 kilos más y tres dientes menos, la madre, el hermano del muchacho patibulario y todas las Arias con sus maridos que lograron desde enceguecer al tío con el sweater de Pablo, hasta prenderse del pelo de la madre de Kevin e insultarla con dichos de carrero, agitadas como si hubiesen corrido una maratón, en tanto que las hijitas de Verónica lloraban cerca del alambrado al ver que su madre era cacheteada deshonrosamente por la abuela , y su padre, pateado vulgarmente por el tío enceguecido con el sweater de Pablo.
El entrenador interrumpió el partido, los chicos se quedaron suspensos, ajenos a lo que ocurría tras el alambrado, y mientras llegaba un patrullero alertado por los otros padres para que dirimiera el conflicto, Carola se comunicaba con sus hijos mayores para que no los esperaran a almorzar, puesto que la exposición en la Comisaría, según Pablo, que era el abogado familiar, llevaría como mínimo, más de tres horas.
cheeee. Pongan algoooo. Cualquiera puede escribir. Pongan como anónimo!!!
ResponderEliminarNo escribo más
Nada mas parecido a la realidad de los partidos interclubes de nuestros amados hijos!!!!!
ResponderEliminaresta bueno, jajaja, estos relatos siempre me llegan a algun lugar de la memoria... siempre lo mismo, desde cuando era chica, allà lejos e ìbamos a alentar al hermano varòn en los torneos mosquito y baby en el club de la calle Estrada....y algunos padres terminaban a las piñas...
ResponderEliminarse enfervorizan, se creen hombres de deporte!!!
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