1 de marzo de 2009
DIARIO DE VIAJE A COLÓN
DIARIO DE VIAJE
COLÓN 28 AL 30 DE ENERO DE 2009
GUSTAVO, CLAUDIA, DELFINA, MANUEL Y GABY ROCA
OBJETIVOS DEL VIAJE: Insertarse en la vida de camping, pues ella quiso recordar su juventud y el último camping a Pehuencó en 1987. Reiniciar un vínculo con la naturaleza y el aire libre en Colón, pues sus vacaciones fueron exiguas, y sólo se quedaron en las playas de la ciudad.
MARTES 27 DE ENERO:
Durante el día, Claudia Ortiz fue acomodando de un modo cansino y lento algunos enseres para el viaje: el bolso de los remedios, una ollita, vasos y platos plásticos.. Sólo cuando Gustavo Peralta llegó, se abocó a la tarea como un torbellino, mientras él jugaba un partido de play station con su hijito menor, y le recordaba que debían comprar vino y algunas menudencias para completar con éxito la aventura.
El caso es que fueron al supermercado, regresaron a cocinar pizza, y mientras conversaban entre ellos llenando los vasos y cortando mortadela, escucharon el timbre cuyo sonido traía a los padres de Gaby y un bolso. Es gente de lo más responsable, pensó ella, vienen a conversar con nosotros para asegurarse de que dejan a su hija con un matrimonio cabal y no con un par de loquitos tirabombas.
Una vez que los despidieron, cenaron y se acostaron. Durante la noche se descerrajó una tormenta espantosa que hacía meses que se esperaba para contrarrestar la sequía que estaba aquejando a todo el país, pero que para ellos sólo era un mal augurio. No llueve hace seis meses...¿ Cuándo llueve? Cuando a nosotros se nos ocurre ir a un camping, comentaron riendo entre ellos, pero sospechando que para el día siguiente, la tormenta iría a amainar.
MIÉRCOLES 28 DE ENERO
No fue así, sin embargo.... No sólo la tormenta no amainó, sino que llovió toda la mañana, por lo que ella, al despertar, justificó sus actitudes perezosas.... Uh, llueve, y volvió a dormirse. Él fue de la misma opinión. Toda la vida habían desarrollado un engaño perpetuo frente a los viajes. Se proponían salir a las 7 de la mañana y recién salían a las 11. Y lo peor, es que se convencían de que habían hecho lo correcto, y así, llenos de entusiasmo, descartaban argumentos en contra para salir al mediodía, cosa que para un viajero consumado hubiese resultado un atentado.
Una vez que estuvieron convencidos de que el pronóstico consultado la noche anterior en internet no mentiría jamás, o, al menos que no se equivocaría; comenzaron a cargar el auto. La carpa, las cuatro sillas, la heladerita verde llena de utensilios, el iglú, las almohadas (ella jamás dormía en otra almohada que no fuese de plumas, pese a que al otro día se levantara con un dolor de cabeza que la ofuscaba hasta el mediodía), la pava eléctrica, el bolso de los remedios... Gustavo buscaba formas plausibles de colocar en el baúl del 206 esa cantidad inenarrable de elementos necesarios, y antes de desparramarlos de una patada en el jardín, optó por ir hacia Colón en la vieja Scénic, lucida otrora como vehículo apto, pero no en ese momento, a causa de su falta de aire acondicionado, de bocina, de airbag, espejo del conductor, antena de radio y funcionamiento adecuado de la compactera; todo ello cosecha innoble de la ausencia total de mantenimiento por parte de su mujer.
Una vez acomodados los trastos, salieron hacia una estación de servicio en busca de combustible, pues antes del viaje, habían cargado hasta el tope el tanque del 206 y ahorrado la nafta de la Scénic, estrategia que no fue de provecho alguno. Estaban felices, de todos modos, pese a que él se quejaba de tanto en tanto y planeaba futuros arreglos mecánicos a la Scénic o, en su defecto, venta desahuciada a un gitano que tomara el vehículo tal como estaba.
Delfina recordó a sus padres que debían buscar en el estudio de Gustavo el cable para bajar a la computadora, (aportada a la expedición para disfrutar de música en la carpa), todas las fotos, cuya abundancia impedía sacar otras nuevas , por lo que pasaron por el estudio, bajaron los tres chicos dejando la puerta derecha abierta de par en par, y recogieron expeditivamente el cable.
Cuando ya la ruta 9 parecía ser el escenario de un road movie con canciones country a grito pelado entonadas por todos los integrantes del coche, Gustavo preguntó, seguramente sólo para continuar con el delicado protocolo que conduce a las respuestas afirmativas anteriores a un viaje:
- Tenés la cámara, no?- a lo cual Delfina, con voz casi inaudible y de algún modo beligerante, como si quisiera pasar a otro tema, respondió:
- Ah.... no- y esperó la lluvia de insultos que estas distracciones, las cuales no logra superar, provocan. Cuando fuera vituperada como sus padres entendieron que debían en ese trance, enfilaron nuevamente hacia el domicilio familiar a efectos de buscar la cámara de fotos. Esperaron unos minutos a que Delfina entrara e hiciera todo el recorrido con su paso lento, y una vez que ésta emergió de las puertas del garage, escucharon de su boca:
- No está, la debo tener en la mochila-
-¡Yo te iba a decir! - exclamaba Gaby triunfante - Fijate en la mochila porque me parece que te vi ponerla, pero no sé por qué... no dije nada....- Claudia tuvo ganas incontenibles de darle una cachetada a Gaby por lo atroz del comentario, pero optó por el inocuo sonido Buéh que había adquirido como forma inequívoca de no decir absolutamente nada.
Salieron ahora efectivamente, y subieron a la ruta 9, mojada por la lluvia de la noche anterior. Tomaron la rotonda, el puente, el peaje, buscaron una vez más la bajada correcta para ir a la isla de Adriana Brignolo, planearon futuros campamentos en Las Tejas algún fin de semana.....
A la 1 de la tarde decidieron almorzar. Claudia, a la que toda comida le genera el conflicto de comer hasta reventar y desilusionarse después frente a su inexorable vientre abultado o el aumento en la balanza de un kilo, prefirió algo liviano. Cuando salió del baño, ya estaba decidido que comerían pastas, por lo que pidió, además, vino tinto y terminó con su plato y las sobras de los de sus hijos. Arrepentida de estos excesos, subió al auto y puso un cd de Rod Stewart.
Una vez en Concepción de Uruguay hicieron una visita al Hospital, que omitiremos porque no se condice con el carácter festivo de este relato.
Llegando a Colón, cerca de las 6 de la tarde, el día se presentaba seminublado, por lo que festejaron que el pronóstico meteorológico no hubiera errado su vaticinio, pues significaba, además, que el día siguiente amaneciera pletórico de sol y de playas disfrutadas hasta el hartazgo. Pasaron por un hospedaje para recoger un cargador de celular que ella había olvidado en sus anteriores vacaciones, y justo habiendo hecho un trayecto máximo de una cuadra y media, en la esquina de arrabales de Salta y Bolívar.... la vieja Scénic quiso olvidar el desprecio al que se vio sujeta al haber sido subalterna del brillante 206, y rompió drásticamente su embrague, obligando a Gustavo a hacer torpes movimientos gimnásticos hacia abajo, como para retrotraer el tiempo y el embrague, mientras vociferaba:
- ¡¡¡¡ SE CORTÓ EL EMBRAGUE!!! ¡¡¡¡ ME RECAGO EN LA REPUTA MADRE QUE LOS REMILPARIÓ!!!! - mirando a su mujer con ojos desesperados, y suponiendo que el remarcar las erres del juramento iba a devolver el embrague reparado.
Afortunadamente, en la esquina en la que se habían detenido, había una gomería de bicicletas, lugar que fue sindicado por todos los ocupantes del auto como el más propicio para recabar información acerca de la localización de un taller mecánico, o un embrague, o un auto nuevo, o un mago que hiciera las veces de chamán para que la mala suerte categórica del periplo se viera revertida en modo contundente.
Claudia comenzó a sentir un peligroso dolor de cabeza, Delfina empujó a su hermanito al pavimento sólo porque éste le caminaba haciendo equilibrio en el cordón de la vereda y al pasar frente a sus ojotas le pisaba un pie, y Gaby buscaba la parte positiva del suceso diciendo:
- ¿ Mirá si se nos cortaba en medio de la ruta? ¿O en Concepción del Uruguay? ¿O al salir de Campana?- comentarios todos que eran calurosamente bienvenidos suponiendo la desgracia aún mayor de volcar y matarse todos, o directamente no salir de Campana en este ya delirante week end de mitad de semana.
Además del dolor de cabeza, Claudia quería ir al baño, lo que originaba en ella un tremendo mal humor que iba in crescendo y que amenazaba paulatinamente no ya la paz del viaje, que a esta altura era irreparable; sino que amenazaba seriamente con los intentos de Gustavo de aligerar el momento con una resignación de cartujo:
- Bueh, qué vamos a hacer.... Nosotros sólo tenemos confianza en los mecánicos de Colón, parece....- Haciendo mención a que el año anterior habían debido cambiar la batería que se había quedado muerta a 25 Km. de donde paraban.
Ella sonreía de un modo anodino, mientras buscaba los analgésicos que tragaba con agua mineral tibia, y decididamente pretendía entrar en la gomería para que le prestaran el baño.
El dueño de la gomería resultó ser un hombre de esos que hacen emocionar hasta las lágrimas a Gustavo.... Sencillo, humilde, servicial y solidario. Fue él quien le dio teléfonos y direcciones para arreglar el coche, e inclusive se ofreció a remolcarlo hasta el mecánico que por azar habían elegido para la reparación. Ella no quiso ni siquiera pensar que fuera un aventurado profesional que no supiera nada de nada de cables de embragues o de embragues mismos, por lo que dejó en manos de su marido la solución y se fue con los chicos a tomar algo al centro, para lo cual tuvo que tomar un remisse a cuyo chofer le contó con lujo de detalles todo lo que habían padecido.
Se sentaron en Juanes, y mientras las chicas pedían licuados con tostados y se enamoraban descaradamente del mozo, Claudia comenzó a sentir frío, puesto que se había levantado una brisa fresca que devino en viento huracanado que hizo que todo el personal de la confitería corriera como bersaglieris para cerrar las sombrillas, de modo que no le sacaran un ojo a algún parroquiano desprevenido.
Ella observó, incluso, que su hijito, que siempre está acalorado, había puesto sus piernas dentro de la camiseta de Boca y temblaba quejándose también del brusco cambio térmico. Así es que pagó y salió a comprar un buzo en la calle céntrica, insultándose mentalmente por olvidar el buzo del chiquito adentro del auto y reconociendo que ni había pensado en esa eventualidad, aunque ella sí tenía su saco rojo, al tono con la remera, los aros y la cartera.
En el momento en que estaba por comprar un horrible modelo al que el chico no dejaba de elegir entre otros más clásicos o discretos, y que ,por lo demás era carísimo, recibió un llamado de Gustavo que le anunciaba que en minutos la pasaría a buscar porque el auto estaba reparado, pero que sería necesario que ella se encargara de buscar la luz de mecánico, esa luz que va enganchada en el toma, y unas lamparitas, y un alargue...., lista que ella intentaba memorizar pero que le era imposible de toda imposibilidad puesto que no tenía la menor idea de lo que se trataba. Le preguntó a la vendedora que estaba envolviendo la remera de Manuel, quien le indicó a pocas cuadras una ferretería donde encontraría todos los implementos necesarios. Pagó y salió embalada porque estaban por dar las ocho de la noche y pese a la luz que aún había, sabía fehacientemente que los negocios no podían seguir abiertos como si todos fuesen Farma- City, por lo que literalmente casi arrastró a sus hijos hasta la Avenida Justo José de Urquiza y encontró el negocio abierto, donde el dueño y unos electricistas intercambiaban elementos de suma utilidad pero que para ella no significaban más que entes sin vida.
Pidió el encargo de Gustavo y de acuerdo a las risas socarronas y a las bromas idiotas que los hombres hacían de los titubeos con que contestaba frente a las medidas que éstos le exigían, respondió del modo más descortés que pudo, como pretendiendo exhibirles su superioridad de clase, de educación y de moral frente a la supina estupidez de un elemento eléctrico, aunque para ellos fuese de vital importancia en estas instancias, pues estaba por caer la noche y deberían armar la carpa sin luz si ella seguía esgrimiendo sus malos modales y tenía uno más en la lista de los comerciantes a cuyos negocios había que sortear como si fuesen campos minados para que no la reconocieran. De modo que pagó una fortuna y salió a esperar a su marido. Se sentó en un cordón lo suficientemente alto y mientras Manuel escupía insistentemente a las hormigas y las chicas daban interminables vueltas manzana, se fumó entre tres y siete cigarrillos esperando.
Por fin apareció Gustavo sonriente con la Scénic que parecía rodar más lustrosa, y enfilaron felicísimos hacia el Camping María de Luján, que es el lugar que ellos aman por sobre todos los lugares del mundo, pero hacia el cual se accede por un camino de tierra que no es aconsejable transitar en los días de lluvia, y que además tiene una distancia de 20 Km. aproximadamente con la ciudad de Colón.
Mientras Gustavo comentaba la conducta del segundo personaje que lo había conmovido hasta las lágrimas, el mecánico, ella paseó su mirada distraída por el interior del auto y descubrió una bolsa de nylon con los mismos instrumentos eléctricos que le encargara su marido por teléfono. Exactamente los mismos. Pensó que ése era uno de los momentos en que dudaba seriamente de la inteligencia de ambos, pero ya estaban tomando la rotonda y observando el parabrisas del auto que chorreaba, puesto que se había desatado un temporal bíblico.
Prácticamente era de noche. El camino, si bien estaba mejor de lo que suponían, en ocasiones presentaba unos charcos cuya profundidad no lograban calcular, por lo que cada uno que apareciera, bien hubiera podido resultar un zanjón con alimañas adentro, en el cual, probablemente hubieran muerto los cinco.
Gustavo exigía silencio y ella, en vez de acatarlo, gritaba a sus hijos que se callaran antes de que les infligiera castigos medievales. Delfina contestaba una a una las injusticias declamadas por su madre y Gaby reía histéricamente durante todo el viaje, o preguntaba temerariamente ¿Falta mucho? La lluvia no arreciaba, mejor dicho, aumentaba, ahora con truenos ensordecedores que anunciaban que llovería toda la noche.
Entraron al camping y él bajó a anunciar su llegada. Un nuevo asistente de Jorge, aquel hombre que se honraba de ser visitado en aquellos parajes, parecía regentear el lugar con la indiferencia de aquellos que saben que el acampante se enamora de las regiones que visita, por lo cual ni se levantó de su asiento para ser más o menos hospitalario, aunque fuera para alumbrar el lugar donde pondrían la carpa en medio del barro, la lluvia, el viento y los relámpagos.
Confiando en que su permanencia de tres años en ese lugar los orientaría como baqueanos del siglo XIX , confiando en el Dios en el que no creían y en la suerte que, a las claras, los había abandonado, dieron vueltas con el auto buscando un buen sitio que tuviera sombra cuando al otro día el sol refulgiera.
Después de contestarle de mal modo a Delfina sus preguntas insidiosas
¿Acá nos vamos a quedar? y de escrutar con las luces altas dos o tres lugares posibles, decidieron instalarse en un espacio en el que seguro que de acá se fue alguno, a juzgar por el dibujo que una carpa imaginaria hacía en el terreno. Gustavo bajó del auto tapándose inútilmente con las manos la cabeza, como sosteniendo un diario imaginario, enchufó la lámpara corriendo el riesgo de electrocutarse y fallecer en una edad equivocada, pese a las recomendaciones que siempre había hecho a sus hijos con respecto a tocar los elementos eléctricos estando mojado. Ella veía a través del parabrisas del auto cómo su marido conversaba con un acampante, y, ya casi con espanto, cómo regresaba hacia el tomacorriente y sacaba limpiamente la lámpara y retornaba a subir al auto, empapado y temblando de frío.
Sin que nadie le preguntara nada, pero midiendo lo que el anuncio iba a causar, dijo:
- Este tipo dice que él se fue hoy de acá para armar la carpa más allá, porque el viento se embolsa y te levanta la carpa. Me dijo de armarla atrás de él.-
Ella dijo por enésima vez buéh, y esperó indicaciones. Se sabía lo suficientemente inútil para proponer actos inteligentes en estas circunstancias: noche, lluvia y viento, chicos con hambre en el asiento trasero, de diferentes edades, y después de un viaje similar al de Odiseo buscando Ítaca durante diez años, una carpa por armar, y la cena... lejanísima.
Después de dar una vuelta inane por los alrededores, se afincaron en el lugar que el acampante gordo solidario les hubiera indicado. Bajaron y ordenaron a los chicos que se quedaran en el auto, y que no salieran de él por nada del mundo.
En realidad, habían comprado la carpa hacía unos pocos días, y Gustavo tenía un pasado de carpas estructurales de las que se armaban en Villa Gesell en los años 70. Y por otra parte, cuando habían ensayado en su casa, lo habían hecho con Pepe, el hijo mayor, que se daba maña para todo, pero que, en este viaje, obviamente no participaba, por lo que Claudia se la pasó diciendo no sé si vamos a hacerlo bien porque en casa estaba Pepe, que se daba cuenta, no se sabía si
“darse cuenta" significaba entender un arcano metafísico o saber a ciencia cierta si la carpa estaba armada del derecho o del revés.
Tiraban la carpa al suelo como si estuviesen tendiendo una cama, hasta que se conmiseró el Ruben, el segundo acampante solidario que se pasó los tres días arreglando autos ajenos, desencajando camionetas atascadas en el barro y ofreciendo estacas, mientras contaba cómo desde su más tierna infancia cazaba pajaritos con mi viejo en el campo. El Ruben apareció como un ánima en la lluvia que cada vez era más furiosa y terminó tratando de " negrito" a Gustavo, mientras pasaba las varillas, metía estacas, tironeaba de los vientos y se embarraba desde la cabeza hasta los pies, calzados con unas precarias ojotas negras. Siempre contento y justificando su entrada al paraíso. Claudia aportaba estacas, las pisoteaba para cerciorarse que estaban ajustadas al suelo, se llevaba por delante los vientos cada vez que pasaba, pero todo lo hacía dichosa como un cachorrito recién llegado a una casa que lo albergaría hasta el fin de sus días.
Ella iba de tanto en tanto hacia el auto para prender un cigarrillo de lo más desubicado, y en una de esas expediciones escuchó la voz destemplada de Delfina que se quejaba de que la crema enjuague y el shampoo se habían derramado en su mochila y arruinado naturalmente para siempre la máquina digital que tanto dinero les había costado a sus padres hacía sólo seis meses.
- Jodete, Delfina... æ A quién se le ocurre poner la crema enjuague pelada en la mochila junto a la cámara???-
- Bueno- contestaba la chica por toda respuesta
Terminaron extenuados de armar la carpa, y mientras inflaban los colchones como si lo hicieran con el último aliento que tuvieran, sintieron que se abría el cierre de la carpa, y percibieron la figura ominosa de su hija que anunciaba lo más campante Nos vamos a comer porque nos estamos cagando de hambre. Una vez que fuera convenientemente reprimida con insultos variados y preguntas al destino sobre las fallas que hubiese en su educación para que sus ideas fueran tan descabelladas, repitieron el rito del buen acampante cuando termina su labor fundacional: Bajaron desde afuera el cierre, y se fueron a la proveeduría a comer empanadas y a tomar cerveza a las doce menos veinte de la noche.
Manuel se durmió en los brazos de su madre, anunciando previamente que tenía ganas de vomitar puesto que se había engullido un paquete entero de galletitas Melba a las once de la noche, mientras sus padres hacían verónicas con la carpa bajo la lluvia torrencial.
JUEVES 29 DE ENERO
La noche auguraba varias alternativas posibles que pudieran relacionarse con films en los que acaso se sintieran protagonistas: de amor, de suspenso, de terror o sencillamente de desastres naturales a la manera de " La aventura del Poseidón". Sin embargo, tal vez fueron protagonistas de una serie americana de los 50, en la que el matrimonio, por alguna razón inofensiva, acuerdan que esa noche el esposo, en pijama rayado de seda, dormiría en el sofá o en la tina.
Mientras trataban de acomodar a los empellones el peso muerto de Manuel en el colchón inflable e inclusive con una inútil invectiva al chico dormido ¡¡¡¡ Colaborá Manuel, te lo pido por favor, querido!!!!!, decidieron casi sin consultarse, que Gustavo dormiría en el auto. Ella trató de ser democrática y aun de protestar, pero muy en el fondo agradecía hasta la emoción que su marido se autoexcluyera de la habitación de la carpa, que no era mucho más grande que las cuchas caninas que había en exposición en un negocio de forrajes a la vuelta de su casa.
Escuchando llover y los portazos al auto que infligía ferozmente Gustavo para, evidentemente acomodarse a su gusto, se fue durmiendo plácidamente, con el sonido acompasado de la respiración de Manuel, que descansaba inocente de todo.
Estaba todavía oscuro cuando se despertó con unas ganas incontenibles de orinar, cosa que le sucede desde que controló esfínteres, cuando tenía dos años, es decir, desde 1963. Se puso inmediatamente de mal humor y juntó voluntad para dar un salto gimnástico y salir a buscar un recipiente en el cual pudiese vaciar su vejiga. Sólo alguien que no hubiese estudiado jamás el hábitat de los batracios podría suponer que era posible su incursión fuera de la carpa. Y estar a la vera del Río Uruguay en plena noche y un día de lluvia era netamente un obstáculo infranqueable para la fobia a los sapos que ella cargaba como una cruz desde el nacimiento de su hermana menor, que a la sazón contaba ya con cuarenta años. Su hermana y la fobia. Es así que sólo sacó la cabeza de la carpa, como para que un ojo superyoico entendiera que lo había intentado pero que, en realidad, ni siquiera se le pasaba por las mientes hacer otra cosa que orinar directamente en el piso del llamado entusiásticamente" living" de la tienda, puesto que calculó que la tierra absorbería generosamente sus desechos. Y así, satisfecha, volvió a su colchón y se durmió, advirtiendo que Manuel ni había modificado su posición.
Se despertó con una claridad enceguecedora y el canto de los pájaros que anuncian que la tormenta se está retirando. Sólo que serían especies que cantaban a pleno pulmón con lluvia, ya que seguía lloviendo ininterrumpidamente y se había formado un lodazal que semejaba literalmente una ciénaga africana. Salió de la carpa y se acercó al auto, donde divisó a su marido que, similar a un homeless de Constitución, se había arropado con las toallas que habían llevado para la playa, con los brazos cruzados y hecho un ovillo en el asiento del acompañante, y cuyo ceño presentaba un profundo surco de disgusto. Lo miró dormir y tras decidir dejarlo en paz antes de que se despertara y la asesinara intempestivamente y sin causa alguna, desanduvo su camino hasta que le oyó decir gentilmente:
- Hola, mi amor. ¿ Dormiste?-
- Sí, papón. ¿Vos?- trató de cumplir con la cortesía de la pregunta, adivinando por el cuadro que vio, que la respuesta era categóricamente negativa.
- No... Me cagué de frío-
-Uh...¿ Qué hora es?-
-Las siete- respondió él mirando el reloj del celular. Esa respuesta la horrorizó.
¿Qué se podría hacer una mañana a las siete en un camping con lluvia y los chicos durmiendo en la carpa? Por otro lado... ¿Quién la había mandado a levantarse suponiendo que eran las diez de la mañana? Quedó como atontada y sólo atinó a recomendarle a Gustavo que siguiera durmiendo un rato más. Ella buscó la ollita que haría de allí en adelante de escupidera y volvió a orinar por segunda vez. Después, abrió el cierre de la pretenciosamente llamada " Habitación" de la carpa, y volvió a dormirse hasta las ocho y media, hora en que sí, se levantó plena de energía para desayunar con su marido, que ahora dormía tumbado en el baúl de la Scénic, a la cual le había colocado los asientos traseros para adelante y convertido en una mínima casilla rodante. No obstante la inventiva de Gustavo y la aparente solución a su dormitorio, el profundo surco de disgusto no se había borrado de su frente.
Sin embargo, se despertó feliz, y cumplió en organizar el desayuno, en tanto que ella caminaba bajo la lluvia casi 2 Km. hasta el baño para lavarse los dientes, lavarse la cara, ponerse crema y peinarse.
Se sentaron en el auto, viendo llover y la cara de desesperación del primer acampante gordo, a quien no le arrancaba el auto. Tomaron mate, comieron "9 de oro”, se burlaron de su mala suerte con el clima, auguraron una tarde mejor o, un viernes hermoso de sol y playa, hablaron de futuros viajes a la Quebrada de Humahuaca, al Valle de la Luna, planearon el día presente y los futuros, riéndose hasta llorar de todos los incidentes que habían sufrido desde que salieron de Campana.
Se levantaron los chicos, tomaron la leche, se quejaron alternativamente de todas las propuestas que sus padres les ofrecían, y acordaron en comer en la proveeduría pollo al horno con papas.
Antes de almorzar, el Ruben, el segundo acampante solidario, se acercó solícito para solucionar la falla técnica del primer acampante gordo, y retornó a llenarse de barro y a ensuciarse las manos y los pies, de modo que ellos comprendieron que ensuciarse ayudando al prójimo era lo que lo transformaba en el hombre más afortunado y pleno del mundo. Finalmente el auto arrancó y Gustavo, más por insertarse en los códigos fraternos de los acampantes que por real empatía, preguntó al primer acampante gordo si se le había muerto la batería, a lo que el hombre respondió con un compendio de mecánica ligera que ya él no escuchaba pero al que asentía como si le estuviera hablando de la vida y la obra de Cartier Bresson. Ella, por supuesto, dejó a su marido hablando de pie con el gordo, mientras repentinamente se abocaba febrilmente a armar el iglú para colocar los enseres de campamento que, lloviera o tronase, iba a acomodar como los modelos de mujeres acampantes, siempre despeinadas, desprolijas y feas, pero organizadas en el caos, lo cual a ella le resultaba un logro por cumplir, vaya a saber uno por qué.
Acudieron a la proveeduría, abrieron un vino que habían traído desde Campana, vieron cómo las chicas se entretenían tontamente jugando al metegol, disputando con Manuel que era quien verdaderamente debería haber estado gritando los goles de las estáticas figuras sin brazos. Almorzaron hasta terminar la fuente y el vino, y organizaron un paseo a Colón durante la tarde puesto que el día se está componiendo, asique mañana vamos a estar en la playa seguramente todo el día. Ante tal verdad, acataron todos la propuesta que Gustavo había pergeñado con su lógica pragmática, y mientras los chicos jugaban al metegol o iban y venían por el camping en un paseo absurdo hacia la nada, Gustavo se tumbó en el dormitorio de la carpa y repuso la falta de sueño y el gasto de energía del día anterior, en una siesta de beduino que le arrancó ronquidos que no eran fáciles de identificar como sonido proveniente de un ente real y con vida.
Ella se bañó, jugó a la generala con su hijito, a quien las chicas pretendían hacer desaparecer o presumir como inexistente, hizo mate, fumó y dio tres o cuatro ojeadas al libro que había llevado, pero que parecía muerto a juzgar por las veces que leyó y releyó los mismos renglones, sin recordar ni entender nada de nada.
Gustavo se despertó, jugó un par de partidos de fútbol con Manuel, se embarró mucho más de lo conveniente, y partieron para Colón, ahora por un camino alternativo un poco más corto que los llevaba a la ruta 14.
Cuando llegaron a la ciudad, las chicas quisieron dar vueltas solas, por lo que quedaron en que ellos se sentarían en un bar a tomar una cerveza, que se convirtió en una picada, tostados, y una segunda ronda de aquella bebida bárbara de la que después se quejaban que les producía dolor de cabeza y abultamiento de los vientres.
Volvieron al camping contando las estrellas, alabando el cielo de Colón, vaticinando un día lleno de zambullidas al Río Uruguay, protector para no asarse bajo el sol inclemente, asado al aire libre, y, por qué no, dos días más de hospedaje para contrarrestar la lluvia que los había recibido. Y llegaron a tomar un vino sentados bajo aquella lámpara que hubieran comprado cada uno por su lado, que ahora alumbraba un sapo que insistía en arruinarle a Claudia el momento de armonía con el universo en el que se disponía a emborracharse vanamente. Gustavo, a la manera de los caballeros cortesanos que defienden a sus damas de los agravios de la gente canalla y soez, le dio una patada a la pobre alimaña que podría haberla enviado con una trayectoria vertiginosa hacia Paysandú, pero que en su indefensión y estupidez, vino a dar justo abajo de la lámpara, cerca de la mesa en la que su mujer amorosamente había preparado el mate hacía sólo unas horas.
- Buéh- respondió ella por todo agradecimiento- se me arruinó la noche- y levantó sus pies para apoyarlos arriba de la reposera, callarse la boca y fruncir el ceño como si le hubiesen anunciado que la despedirían de su empleo.
Las chicas quisieron ir hacia el río, por lo que sin consultar mucho, se apoderaron de la única linterna que tenían y se lanzaron a caminar los metros de distancia hacia la playa. Finalmente, sin esperarlas, se acostaron, los tres calentitos en el colchón inflable, recomendándole a Manuel que no se moviera mucho y disponiéndose a dormir.
Él comenzó a quejarse del calor Menos mal que hace frío, sino nos cocinábamos en esta carpa de mierda. Ella, de la migraña No doy más, che... Me duele otra vez la cabeza... ¿Puede ser? Manuel se durmió tranquilamente, pero comenzó a moverse, por lo que cada uno de ellos, alternativamente, volvía a recomendarle que no lo hiciera, tal como le indicaran la noche anterior, recomendación que el chiquito no podía oír de ningún modo, puesto que ya se había dormido Te lo digo en serio, Manuel, quedate quieto.... decían cada tanto, como si buscaran pelusas blancas en el agua. De modo que lo que parecía ser una escena de felicidad familiar, pasó a representar un malestar paulatinamente más insoportable Así no me duermo ni en pedo, puta qué calor, me estoy meando otra vez, me cago en la mierda, qué incómodo que estoy, uh, me dejé en el auto los tapones de los oídos......
Las chicas llegaron, despejando las dudas que Claudia se había planteado mientras tardaban, sobre la presencia de un depravado que las hubiera sometido en la playa y posteriormente estrangulado, con el consecuente ataque de pánico que habría tenido si hubiese tenido que anunciarles a los padres de Gaby que su hija estaba muerta y violada en Colón.
- æ Te das cuenta?- menos por el fastidio que causaban que por las fantasías que habían poblado su mente- ¿ Cómo llegás tan tarde?¿ Adónde fueron?-
- Al río- repitió Delfina lo que ya su madre sabía.
- Buéh, apagá la luz y duerman-
VIERNES 30 DE ENERO
- Che.... ¿¿¿ Está lloviendo????- de pronto espetó Gustavo ya de mañana, una vez que hubiesen encontrado la quietud del sueño porque a ella se le hubiese ocurrido colocarse del otro lado , de tal modo que el colchón inflable pareciese un monstruo bifronte y con una mitológica cabeza de medusa a los pies. Ella escuchó el ruido de las gotas en el sobrelecho de la carpa, y nunca estuvieron más de acuerdo.
- Buéh, suficiente- ordenó él, ya definitivamente harto, casi desahuciado por los esfuerzos hercúleos que hubiese ensayado para que ese maldito campamento funcionara como bautismo de una vida venturosa y brillante de soles de noche, heladeras, mesitas portátiles, pollos de bruces sobre una improvisada parrilla y off untado preventivamente mientras el vino se va aguando con el hielo del rolito en un vaso de lata y los queridos amigos cantan canciones de Alejandro del Prado recordando el regreso de la Democracia.
Efectivamente. Aquel cielo nocturno donde la noche anterior había estrellas gordas como lentejuelas de un disfraz, había devenido en otro encapotado color gris oscuro, tan severamente cerrado que parecía que hubiesen viajado en la noche hacia el otro hemisferio y estuvieran en Finlandia. Llovía con persistencia, y el barro era cada vez más repugnante, pues ahora no sólo se pegaba al calzado, sino que ya se adhería a la ropa y hasta el pelo.
Mientras los chicos así dormían, comenzaron a ordenar los elementos que los había acompañado en esa aventura y cuyo uso había sido por demás limitado, al principio con la organización práctica que Gustavo siempre imprimía a sus decisiones de moverse en el espacio, cosa que para él era de absoluta facilidad, pero que para su mujer significaba siempre el descubrimiento y la certeza de que era una inútil rematada para todo lo que significara planeamiento. A medida que iba avanzando la mañana y la lluvia aumentaba, a medida que se iban levantando los chicos y no sabían dónde meterse sin que arrancaran a su madre gritos de reprensión, a medida que los vecinos de carpa también decidieran irse a otro lado por la inclemencia del benigno tiempo de Entre Ríos, Gustavo iba dejando de lado el orden que lo caracterizaba e iba colocando con menor gobierno las bolsas de dormir, los colchones inflables, las frazadas, las almohadas....
Casi al mediodía, las chicas fueron con Manuel y un amiguito que éste había cosechado gracias a su habilidad en el fútbol, nuevamente a jugar al metegol. Ellos habían acordado comer en la proveduría un asado preparado por el dueño, a falta de buen tiempo y voluntad para asar ellos mismos en la parrilla. Decidieron desarmar la carpa en ese momento previo al almuerzo, de manera que estuvieran ya aligerados de trabajo para comer y tomar vino antes de irse. Ya no llovía casi, y era el instante preciso para tirar la carpa al suelo y descifrar el modo de guardarla sin pasar el papelón de leer las instrucciones. Sacaron estacas de las habitaciones, sacaron los vientos, y ya se aprestaban a dejar el espacio yermo que siempre queda una vez que una carpa se ha desarmado, cuando se largó un chaparrón apoteótico, de esos que obligan a que el ser humano crea que, por qué no, ha llegado el cataclismo que los ha de llevar a la aniquilación de la vida en el planeta.
Se miraron. Se rieron. Y se fueron a almorzar.
Gustavo desarmó la carpa en soledad, mientras su mujer terminaba las migajas del almuerzo y se empinaba el último resquicio de vino que quedaba en la botella. Él se empapó, se embarró, hizo dignamente la carpa un bollo y la tiró en el baúl.
Pasaron por la administración, por el baño.... y regresaron a su ciudad, ella durmiendo todo el viaje como una comatosa, él manejando con el ruido acompasado del limpiaparabrisas que barría las gotas de lluvia a medida que se iban acercando a la provincia de Buenos Aires, que los recibió con un sol esplendoroso, un cielo azul profundo y un calor agobiante.
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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara