Cuando era muy chica, ensayaba extraños gestos frente al espejo del baño.
Abría los ojos desmesuradamente, encogía los hombros como si no tuviera cuello, sonreía sin dientes, sonreía con dientes, echaba la cabeza para atrás, y terminaba el rito con un anómalo adelantar de mi mandíbula , como si sufriera del incómodo prognatismo, finalizado lo cual, me retiraba y apagaba la luz.
Ese gesto me resultaba el más alejado de mi cara, que según mi madre, era una de las más bonitas que había visto en la vida, asegurando categóricamente que era más bella que la suya, lo cual era, para mí, una enormidad y un treparse muy de a poco en la escarpada colina del narcisismo más feroz.
Al percibirlo otro, entendía mi mente simple que si esa cara horrible aparecía frente a los vecinos que me conocían desde el mismo día de mi nacimiento, nadie me reconocería, por lo que a veces iba a la panadería o a la verdulería a hacer alguna compra y terminaba con la carretilla como si hubiese estado en el consultorio del dentista con la boca abierta durante dos horas, en razón del dolor óseo que me provocaba tal anormalidad en el encaje con que los huesos habían hecho su noble tarea de acomodarse dignamente.
Una tarde, Margarita me pidió que la acompañara hasta el kiosko que distaba una cuadra de mi casa, y al que yo acudía cada tanto para comprar caramelos Bandolero, golosina que a mi hermano y a mí nos llevaban al placer más exquisito, mientras leíamos las " Correrías de Patoruzito" abajo del hueco que tenía el escritorio de mi padre.
Nunca tuve una noción demasiado estricta acerca del dinero, y aún hoy me gustaría no carecer de ella, pero en la infancia, anhelar caramelos Bandolero o chicles Yum Yum no era tan grave como para no solucionarlo pidiendo fiado al kioskero que era tan conocido como un tío.
Fue así que, mientras caminábamos por una desierta calle Colón a la hora de la siesta, recordé que debía dos pesos, seguramente moneda nacional, a aquel Gepetto cuyos escaparates exhibían todo lo que a un chico de siete u ocho años lo puede inclinar peligrosamente a la estafa más sucia.
Como para mí Margarita era una presencia muy similar a la de mis padres en esos eventos en que debía confesar alguna travesura que tenía muy poco de inocente, callé mi deuda, y entré en el kiosko con la cabeza alta, deformando mi cara en aquel gesto torvo que seguramente me escondería de mis obligaciones, tal como si fuese un espía que en un aeropuerto se coloca una peluca y se calza lentes de contacto de otro color que el de sus ojos.
Tan segura estaba de mi estratagema, que, además, hablé, con una voz extraña que surgía de aquella deformidad que mi cara denunciaba, sin sopesar que no era necesario llevar el acto hasta las consecuencias más punibles.
Cuando Margarita escuchó mi voz, ´dirigió su cabeza hacia mí casi con espanto:
- ¿ Qué te pasa, che?-
Yo comencé a sudar frío, porque en realidad no era ésa la reacción que esperaba, sino que creyera que estaba otra persona a su lado, del mismo modo que el kioskero, quien con un ligero tono socarrón, me miró y me largó un fatídico enunciado:
- ¿ Vos no sos la chica de Ortiz?-
Y frente al asentimiento de la honrada Margarita, él se cobró su deuda
- ¿ No me debías dos pesos?-
Margarita pagó, y mientras escuchaba la filípica que me endilgó durante la cuadra que nos llevaba hasta la puerta de la calle Colón, pensé que debería ensayar otros gestos más contundentes frente al espejo, o, sencillamente, si no había pagado alguna deuda, cruzar de calle.
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Deberán mentir hipócritamente si estas historias no les gustan, so pena de esperar mi saludo en la cola del supermercado y ver con desesperación que doy vuelta la cabeza, repentinamente interesada en el precio de la salsa tártara