Por aquellos años, yo no era muy feliz.
Compelida por mis padres a dejar mi pueblo para ir a vivir a La Plata, en pleno agosto del año 75, era natural que el primer sentimiento fuera un gran susto.
El día en que ingresé por primera vez al edificio de la Escuela Normal Número 1, sus alumnas de entre 15 y 17 años habían quemado en el baño pastillas de gamexane en protesta por no ser permitido el minuto de silencio en la bandera, con el que querían homenajear a las víctimas de Trelew.
Mi vida social, en ese fin de año de 1975, se redujo a comer chocolatines Suchard´s mirando Piel Naranja y la Pantera Rosa.
En el inicio de clases del 76, mi decisión fue destacarme de otro modo que no fuera la diversión que sentía mi deber hacia mis compañeros, de modo que, con férrea voluntad de cambio, me dediqué a estudiar como si fuese un jesuita.
Descubrí el placer inmenso del conocimiento, y la emoción de encontrar que en una prueba de matemática no tenía un solo error.
Yo vivía a la vuelta de la Plaza Moreno, una de las plazas más lindas que haya construido el hombre, cuyas anchas veredas recortaban los tilos en el cielo, inundando de perfume la llegada de noviembre.
Pero el olor del 76 no era de tilos ni de los azahares de la calle 54.
Era olor a muerte y a rapiña.
Se buscaba no olvidar jamás los documentos en casa, se hablaba en voz baja para no ser denunciado por quien escuchara lo que no podíamos callar, se lloraban apenas las noticias “ Se llevaron al hijo de Tierno, al hijo de Mercader, al hermano de Toto, al chico de la pensión de calle 13, Ana Belia pudo escaparse a México….”, todos amigos, vecinos, familiares….. Se adivinaba apenas qué les pasaría. Se percibía que ya la herida se agigantaba y que no podíamos ser los mismos.
Y en esa enorme ratonera que nos habían tendido, yo, que tenía 15 años, empezaba a entender que no tenía forma de resistir.
Una tarde de abril o mayo, yo volvía de la Alianza con mi Mauger Bleu y mis cuadernos prolijos con letra de niña, vestida a la usanza de esos años como todas las chicas finas platenses, sweater y medias al tono, kilt y mocasines de Correa, variante de la zapatería Guido de Buenos Aires.
Cruzaba la Plaza Moreno, imaginando acaso que en sus anchas veredas encontraría a quien me emparchara un poco y limpiara mi cabeza, cuando escuché un ruido ensordecedor y al mismo tiempo vi que un muchachito subía de la calle en una moto para mí enorme, escapando de un Torino gris que subió también a la plaza desde la calle 53, cercándolo.
Presumí con esa inocencia que simpatiza con el mártir, que el muchachito iba a perder a sus perseguidores en una transformación de su moto en un aliado Pegaso, dejándolos burlados en su impotencia, pero ellos, con una velocidad que jamás he vuelto a ver en otro acto humano, se bajaron del auto.
Dos hombres horribles empuñaron unas pistolas de caño larguísimo y con un movimiento gimnástico en la flexión de sus rodillas y el extender sus brazos, lo derribaron.
No recuerdo cómo llegué a mi casa, no supe después si corrí, si lloré, por qué razón no les llamé la atención, qué impunidad puede sentir un ser humano para no ocultar tan vergonzante homicidio e inclusive, si realmente había ocurrido o sólo eran fantasmas que rondan a las buenas gentes en tiempos de odio.
Pero creo que había perdido definitivamente la inocencia.
Años después, una amiga me contó que el primo de su novio había tenido ese final, aproximadamente en esa fecha, por lo que colegí que, de verdad, yo había sido la última persona que lo había visto con vida.
Cuando en estos días escucho que se habla tan livianamente de “inseguridad”, tengo en mi corazón la triste sospecha de que mi amigo de la moto vuelve a ser asesinado todos los días nuevamente.
Compelida por mis padres a dejar mi pueblo para ir a vivir a La Plata, en pleno agosto del año 75, era natural que el primer sentimiento fuera un gran susto.
El día en que ingresé por primera vez al edificio de la Escuela Normal Número 1, sus alumnas de entre 15 y 17 años habían quemado en el baño pastillas de gamexane en protesta por no ser permitido el minuto de silencio en la bandera, con el que querían homenajear a las víctimas de Trelew.
Mi vida social, en ese fin de año de 1975, se redujo a comer chocolatines Suchard´s mirando Piel Naranja y la Pantera Rosa.
En el inicio de clases del 76, mi decisión fue destacarme de otro modo que no fuera la diversión que sentía mi deber hacia mis compañeros, de modo que, con férrea voluntad de cambio, me dediqué a estudiar como si fuese un jesuita.
Descubrí el placer inmenso del conocimiento, y la emoción de encontrar que en una prueba de matemática no tenía un solo error.
Yo vivía a la vuelta de la Plaza Moreno, una de las plazas más lindas que haya construido el hombre, cuyas anchas veredas recortaban los tilos en el cielo, inundando de perfume la llegada de noviembre.
Pero el olor del 76 no era de tilos ni de los azahares de la calle 54.
Era olor a muerte y a rapiña.
Se buscaba no olvidar jamás los documentos en casa, se hablaba en voz baja para no ser denunciado por quien escuchara lo que no podíamos callar, se lloraban apenas las noticias “ Se llevaron al hijo de Tierno, al hijo de Mercader, al hermano de Toto, al chico de la pensión de calle 13, Ana Belia pudo escaparse a México….”, todos amigos, vecinos, familiares….. Se adivinaba apenas qué les pasaría. Se percibía que ya la herida se agigantaba y que no podíamos ser los mismos.
Y en esa enorme ratonera que nos habían tendido, yo, que tenía 15 años, empezaba a entender que no tenía forma de resistir.
Una tarde de abril o mayo, yo volvía de la Alianza con mi Mauger Bleu y mis cuadernos prolijos con letra de niña, vestida a la usanza de esos años como todas las chicas finas platenses, sweater y medias al tono, kilt y mocasines de Correa, variante de la zapatería Guido de Buenos Aires.
Cruzaba la Plaza Moreno, imaginando acaso que en sus anchas veredas encontraría a quien me emparchara un poco y limpiara mi cabeza, cuando escuché un ruido ensordecedor y al mismo tiempo vi que un muchachito subía de la calle en una moto para mí enorme, escapando de un Torino gris que subió también a la plaza desde la calle 53, cercándolo.
Presumí con esa inocencia que simpatiza con el mártir, que el muchachito iba a perder a sus perseguidores en una transformación de su moto en un aliado Pegaso, dejándolos burlados en su impotencia, pero ellos, con una velocidad que jamás he vuelto a ver en otro acto humano, se bajaron del auto.
Dos hombres horribles empuñaron unas pistolas de caño larguísimo y con un movimiento gimnástico en la flexión de sus rodillas y el extender sus brazos, lo derribaron.
No recuerdo cómo llegué a mi casa, no supe después si corrí, si lloré, por qué razón no les llamé la atención, qué impunidad puede sentir un ser humano para no ocultar tan vergonzante homicidio e inclusive, si realmente había ocurrido o sólo eran fantasmas que rondan a las buenas gentes en tiempos de odio.
Pero creo que había perdido definitivamente la inocencia.
Años después, una amiga me contó que el primo de su novio había tenido ese final, aproximadamente en esa fecha, por lo que colegí que, de verdad, yo había sido la última persona que lo había visto con vida.
Cuando en estos días escucho que se habla tan livianamente de “inseguridad”, tengo en mi corazón la triste sospecha de que mi amigo de la moto vuelve a ser asesinado todos los días nuevamente.
Tremenda historia Claudia! como se hace para vivir con esas imagenes en la mente y ver que todavia se discute la legitimidad de encontrar justicia? .
ResponderEliminarSilvia
Todos hemos vivido o tenido algun amigo, algun pariente que ha sufrido esa barbarie. Yo tengo una prima desaparecida...a sus hijitos no los llevaron porque estaba mi tìa con ella y el marido...la huella que dejo en todos es terrible...y en esos chicos, hoy ya adultos ni te imaginas...màs toda la maldad que mostraron despues con mi tìa....diciendole que la iban a largar...le mandaban sus cartas...hasta que un dia no supimos nada mas...algun compañero de ella en cautiverio...contò que un dia la llevaron a dar un vuelo.....un beso Claudia
ResponderEliminarAlicia