28 de marzo de 2009

TORNEO INTERCLUBES








Los chicos salían de la clase de fútbol sudorosos y marchando como expertos jugadores después de una final del mundo. Félix venía abrazado a un rubiecito que de tan colorado parecía recién salido de un sauna, cantando a dúo ¡¡¡ pongan huevo que ganamo!!!! Y agitando los bracitos como hinchas de fútbol enfervorizados.
A Enrique le hizo gracia verlo con posturas masculinas con sus siete años, le tomó la cabeza con una mano y le indicó que saludara a su compañero que subía a un malogrado ciclomotor con la madre, quien lo acomodaba atrás y partía sin casco y con el chico revoleando la camiseta hacia arriba como si fuera un barrabrava de tablón.
Félix contó el partido a su padre con lujo de detalles e inflaba la narración de tal modo que lo convirtiera en un astro, y mientras Enrique manejaba por la ciudad, iba afirmando casi sin escuchar cada hazaña narrada con réplicas baladíes como Ahá, ¿No me digas? ¡Pero sos un capo! respuestas que animaban al chiquito y terminaba apropiándose de los goles que habían hecho sus camaradas y hasta narrando un golpe que, por la intensidad del relato, se trataría de una fractura expuesta de peroné, tal había resultado el sacrificio que hubiera hecho por los colores de su equipo.
Enrique estacionó frente a la Academia en la que Martín estudiaba bajo, escuchó cómo sus hijos menores trataban de tapar las anécdotas del otro con virtuosismos de futbolista o de músico prestigioso, compró comida para gatos, cigarrillos para Carola, y llegó aturdido con las voces infantiles y con ganas de tirarse a dormir hasta el otro día.
Al llegar a casa, Félix sacó del bolsillo de la camiseta un papelito y antes de saludar a Carola que lo esperaba con los brazos abiertos de madre que disfruta al más pequeño de cuatro hijos, se lo extendió con la cara iluminada de felicidad.
- Tengo un torneo. Leé- exclamó gozoso, convencido de que el papelito arrancaría a sus padres tres hurras gritados a pleno pulmón, como si se hubiese encarnado en ellos el espíritu del mismo Lord Baden-Powell al terminar de armar una carpa por primera vez.
Carola lo leyó en voz alta Familias: el sábado 28 de marzo debo estar a las nueve de la mañana en la Cancha de Ruta 6, para jugar un torneo interclubes.
-¡Qué bueno, Feli!- se alegró de corazón Enrique
- ¿Cómo a las nueve? ¿ De un sábado?- Se espantó Carola, y deseó con toda su alma que tuviesen algún compromiso inexcusable o de importancia vital, pero no sólo no lo halló, sino que sonrió y fingió estar colmada de dicha por asistir al Torneo Interclubes de Fútbol Infantil. Sabía que si su disgusto le endurecía los ojos o le aflautaba la voz, Enrique la increparía y terminarían envueltos en una discusión hasta las tres de la mañana en la que se insultarían, llorarían o planearían divorcios sangrientos, por lo que apeló a su talento dramático y hasta pareció que estaba más entusiasmada que el mismo Félix.
Durante la semana, Carola se quejó persistentemente frente a su madre y sus tres hermanas acerca del programa chino del sábado a las nueve de la mañana, por lo que la reacción de las otras no fue menos solidaria que otras veces, y allá se encontraron las cuatro familias en la Cancha que el Club utilizaba para los torneos coordinados por profesores de Educación Física , pletóricos ante la coordinación de campamentos, colonias de vacaciones o viajes estudiantiles al Aconcagua, y que se sorprendían genuinamente de la falta de entusiasmo de algunos padres ante estos acontecimientos, como si no gustar del deporte significara descubrir que el adulto responsable de su alumno es caníbal o coprófago.
Por lo tanto, la organización era una calamidad. Se cobraba entrada, no permitían el estacionamiento cercano, la cancha parecía un terreno baldío, y no se sabía dónde sentarse para ver el partido ni con qué profesor debía quedarse Félix, vestido de futbolista y con botines nuevos. Carola divisó a lo lejos a su hermana Constanza que venía arrastrando a Bartolomé, inoportunamente ataviado de jugador de Rugby, y a Pablo, su cuñado, atrás, con anteojos negros y sweater sobre los hombros, impecable y elegante pese a que el lugar se presentaba algo peor que un potrero.
Una vez que Félix encontrara al rubiecito compañero que venía corriendo y pateando una botellita de agua mineral, con peligro de encajársela en la cabeza a cualquiera de los bebés cuyas madres cargaban en brazos o llevaban en cochecitos con mosquiteros, Carola y Enrique buscaron un lugar donde sentarse y tomar mate, puesto que ella, aleccionada por una amiga cuyos hijos ya estaban en las inferiores de River, sabía que era deber de toda madre futbolera, llevar una canasta provista de la infusión gauchesca, botellitas de agua mineral sacadas recientemente del freezer para que mantengan el frío, galletitas varias, alfajores, Off, protector solar para que el niño no se calcine, un repasador, y un par de botines de repuesto por si éstos se le rompían al crack ocasional.
Cuando se sentaron bajo un árbol Estos idiotas tendrían que habernos dicho que había que traer sillitas , Carola comprobó con pavor que se había olvidado el agua adentro del freezer, por lo que con el calor reinante , la tela con que estaba confeccionada la camiseta de fútbol y el frenesí que embargaba a Félix por jugar y ganar, el chico quedaría internado en la Guardia de la clínica más cercana por deshidratación, por lo que imploró que alguna de las hermanas se avivara y trajera algún líquido para compartir con su hijito; vana ilusión ya que las Arias eran los seres peor dispuestos en el mundo en cuanto a implementos necesarios para el aire libre.
Constanza saludó a todos y anunció que Bárbara y Verónica venían juntas, ya que el auto de Verónica, por supuesto que estaba en el taller. Mientras Pablo y Enrique salían a buscar agua o gaseosas, Bartolomé quedó mohíno apoyado en un árbol al ver que su primo jugaba con el rubiecito, transformados repentinamente de futbolistas gloriosos en guerreros japoneses, y que Martín, quien hubiese podido entretenerlo en esta ocasión, no había acudido al partido, puesto que había quedado durmiendo con los hermanos mayores.
Carola prendió un cigarrillo sentada en el suelo, mientras Constanza, mirándole los pies con asombro, le largaba:
- ¿Te viniste con sandalias plateadas, ridícula?- ensayando que su carcajada sonara menos estrepitosa que lo que merecía el detalle
- Qué me importa. Me puse lo que tenía anoche. Salí con las bolas en la garganta. Me olvidé del agua y del Off.- respondió Carola con una voz en la que se adivinaba que el comentario de su hermana la empezaba a enfurecer.
Quedaron en silencio y vieron aparecer a lo lejos a Verónica y a Francisco con las nenas, ambas con un vestidito rosa de punto smock digno de un cumpleaños del año 70, y atrás a Bárbara gesticulando ampulosamente contra Sofía, su hija mayor y única acompañante, quien abochornada y con la cabeza baja, pretendía pasar desapercibida frente al grupo de gente que observaba entre curioso y divertido los insultos a los que su madre la sometía, todo por que el carácter rencoroso de Bárbara no había digerido que Sofía se hubiera despertado un poco más tarde , y la llegada al Club se hubiese atrasado quince minutos.
Una vez reunidos todos, Pablo y Enrique con las botellas, y los visitantes apropincuados bajo el árbol, comenzaron las Arias a mirar de soslayo a las familias que parecían disfrutar del sábado acompañando a sus hijos a un torneo infantil ¡Mirá esa gorda! ¿Aquél no es Tevez? ¡Tiene los dientes de Tevez! ¡Por dios mirá esa nenita, qué fea! Callate, hija de puta, es una nenita. Bueno, una nenita fea… ¡pobrecitaaa, mirá lo que le han puesto en la cabeza!, mientras los maridos las miraban entre humillados e rabiosos, tanta era la inclinación que sus mujeres, en el fondo solidarias y sensibles, tenían a reírse del resto del universo que no fueran ellas mismas.
Estando en esto, distinguieron a Félix colocado en una de las canchas en posición de defensor, asíque dejaron el árbol con la canasta y las botellas y se dirigieron instantáneamente hacia el borde, para alentarlo y que viera que toda la familia estaba presente en este importante bautismo deportivo en el que el chiquito debutaba.
El árbitro tocó el silbato y los chicos salieron a sus puestos a atacar o defender el arco, y en tanto que todos los padres comenzaban a incitar a los pequeños, Carola notó que Enrique se separaba de su lado y se acercaba a Pablo que había conseguido un sitio más despejado para mirar, por lo que, mientras se escuchaban gritos de aliento ¡Dale, Dale, Mati! ¡Bien ahí, bien ahí, Dylan! ¿¡Por qué no corrés un poco más, papito?! que iban deviniendo en recomendaciones graves, reconvenciones destempladas o directamente reprensiones iracundas ¡Marcalo al 9, marcalo al 9, boludo! ¿Qué te pasa, por qué le pegaste? ¿Cómo se llama el 3?, ella y sus hermanas miraban la escena con creciente espanto, tanto era el énfasis que los padres ponían al encuentro de fútbol de criaturas de siete años.
Inclusive el mismo entrenador del equipo contrario, llamado elocuentemente “La Cuadrada”, gritaba de un modo tal, que propiciaba que se dudase de su equilibrio mental ¡Vamo vamo vamo!¿Somo de madera?¡Vamo, Colo, vamo! ¡Corré, Valen, Corré, Corré!
Sin embargo los niños deberían estar acostumbrados a esta violencia del entrenador, puesto que ninguno se arredraba, sino más bien se inflamaban de ímpetu y parecían con alas recientemente crecidas en sus espalditas numeradas.
De golpe Carola se vio a sí misma con las manos en la boca, y saltando ante un buen pase de Félix al número 4.
- ¡Bien, Feli, bien!- gritaba sonriente, eufórica con la habilidad de su hijito, que le devolvía la mirada llena de orgullo y sintiendo, probablemente, que él era el Diego y Carola, la Tota.
Las hermanas saltaban con ella, Enrique le indicaba ¡Andá para atrás, defendé, Feli!, Pablo y Francisco apoyaban y se miraban entre ellos, casi incrédulos de que Félix jugara tan bien al fútbol ¡Mirá Feli qué ídolo, che! y Sofía chocaba los cinco con Bartolomé, a quien ya se le había disipado el mal trago de no ser él el protagonista de admiración, ya que, siendo hijo único, siempre había acaparado la atención de sus padres y le costaba un poco que su primo fuera la estrella aclamada por todos.
Enrique recordó su paso fallido por Sacachispas a raíz de un serio problema con sus meniscos, y, más allá de sus concuñados cuyos hijos no jugaban al fútbol, trató de aunar su ánimo con algún otro padre que estuviera viendo el partido, y, resuelto como un halcón, cambió una mirada de simpatía con un fornido joven con tatuajes de presidiario en los brazos que vociferaba:
- ¡¡¡¡¡ Kevin!!!! ¡¡¡¡Agarrale de la camiseta!!!!- endosado lo cual, le guiñó un ojo cómplice a Enrique que veía con pánico que al que aparentemente debía agarrar el tal Kevin era a Félix.
Enrique era un hombre tranquilo. Pero era tal el fervor de las Arias y de los concuñados, ¡¡¡¡Feli!!!! ¡¡¡¡ Pateá ahora, pateá!!!! , tales los gritos que se escuchaban y las amenazas o advertencias que los padres lanzaban a sus hijos que no estaban haciendo lo que ellos consideraban pertinente, ¡Quebralo, Kevin, quebralo!!que se sintió transportado, como si le hubiese hecho un efecto tardío aquel cigarrillo de marihuana que hubiera compartido con Carola en 1982, y rugió con una voz extraña, trepado al alambrado que separaba la canchita de los padres:
- ¡CAGALO A ZAPATAZOS, FÉLIX!- grito cuyo peligro era tan inminente, que la familia quedó atónita, mirando con la boca abierta a un Enrique desconocido que se rescataba nuevamente y se desprendía del alambrado al cual no sabía muy bien como había llegado, mientras el muchacho con tatuajes de preso se iba acercando y con voz bronca, de suburbio, le musitaba con resentimiento:
- ¿A quién va a cagar a zapatazos?- y después de escupir al suelo, como rito para estimularse, le estampaba una trompada en plena cara, de la que Enrique quedó maltrecho pero cuyo agravio le generó tanta furia, que respondió con un cabezazo que dio inicio a una batalla campal en la que hasta Sofía pegó una patada al aire, para colaborar con el rescate del orgullo familiar, puesto que a la riña se habían acoplado la abuela de Kevin, más joven que Carola, pero con 40 kilos más y tres dientes menos, la madre, el hermano del muchacho patibulario y todas las Arias con sus maridos que lograron desde enceguecer al tío con el sweater de Pablo, hasta prenderse del pelo de la madre de Kevin e insultarla con dichos de carrero, agitadas como si hubiesen corrido una maratón, en tanto que las hijitas de Verónica lloraban cerca del alambrado al ver que su madre era cacheteada deshonrosamente por la abuela , y su padre, pateado vulgarmente por el tío enceguecido con el sweater de Pablo.
El entrenador interrumpió el partido, los chicos se quedaron suspensos, ajenos a lo que ocurría tras el alambrado, y mientras llegaba un patrullero alertado por los otros padres para que dirimiera el conflicto, Carola se comunicaba con sus hijos mayores para que no los esperaran a almorzar, puesto que la exposición en la Comisaría, según Pablo, que era el abogado familiar, llevaría como mínimo, más de tres horas.

23 de marzo de 2009

DIÁLOGOS PSERIÓNICOS(ACERCA DE LA MALDAD)


MANUSCRITO (circa SIGLO IV A.C) HALLADO EN UN VIEJO TONEL DE VINO EN LAS RUINAS DEL SOLAR VERANIEGO PERTENECIENTE A EMPERNIS DE MILETO, FAMOSO SOFISTA ATENIENSE.


Pserión: Me pareció oír, Oh, Culiambris, que en el banquete en la casa de Empernis discurrías acerca de la maldad femenina.

Culiambris: Oh, sí. No he visto en todo Atenas una fuente de mal que se asemeje a la perfidia que esconde el pecho de una mujer.

Pserión: Sin embargo, y de acuerdo a lo que dices, las conoces, por lo que desprendo que has vivido cerca de ellas. Luego… ¿No es insensato el hombre que repele la maldad y sin embargo, vive con ella?

Culiambris: Veo que no te equivocas en tus disquisiciones siempre acertadas, pero la maldad resuelve vivir en las alimañas, o en las diosas caprichosas que engatusan a los hombres, o en el mar correntoso que despedaza los navíos hacia las peñas. No veo que toda ella, en su aparición extensiva, se apropie sólo de una mujer, a la que los dioses no han dotado de todas las virtudes, puesto que son exclusivamente las que preparan a los hombres ya para la guerra, ya para el ágora.

Pserión: Dices bien, pero entonces, tu enunciado…. ¿No se contradiría enteramente con lo que has aseverado antes, que en todo Atenas no has visto más que males escondidos en el pecho de una mujer?

Culiambris: Lo he dicho, sí. Y lo que pienso, en verdad, es que sólo oculta mal, pero la maldad en sí, con sus consecuencias nefandas que ofenden a los oídos de los sempiternos dioses, entiendo con claridad que
no se ofrece en su ilimitada prolongación sólo en ellas.

Pserión: ¿Dices que la maldad se presenta en otros seres que no sean sólo mujeres?

Culiambris: Sí, en efecto.

Pserión: ¿Y qué otros seres has encontrado en Atenas que contengan en sí la maldad en su vasta amplitud?

Culiambris: Deberé invocar a Mnemosine, la diosa que asiste a quienes la áspera edad trastorna el juicio y la memoria, puesto que necesitas entes con existencia que se encuentren en la Naturaleza. Veo que no te basta con las aladas palabras que Zeus mismo ha puesto en mi boca, y que encubres un espíritu desconfiado. Pues, los alacranes que emergen de las piedras toda vez que nos sumergimos en el río, contienen en sí la maldad, cuya ilimitada abundancia obligó al anciano Heráclito a no regresar jamás al río en el que nadara con extraños movimientos, fruto del veneno inoculado por tales sabandijas; las sierpes que se enroscan con persistencia en las sandalias, y aún en las grebas de los guerreros que buscan la areté con valiente pecho; las heces de los animales salvajes, y aún de los perros que acompañan saltando alegremente a sus amos, mientras el caminante pisa la cálida boñiga y arroja de sus labios un juramento.
Ésos son ejemplos tangibles, del mundo inmanente, cuya malignidad es aún mayor que la que se esconde en el falso pecho de una mujer.

Pserión: Tus palabras no son necias, Oh, Culiambris. Pero carecen de razón. ¿Compararás a una mujer, que alberga en sí tanto a mujeres, como a hábiles sabios o valientes guerreros, con un sorete de perro?

Culiambris: Las tuyas sí lo son, o al menos aparentan serlo. ¿Cómo es posible, Pserión, que deba repetir una y otra vez los dichos que acabas de escuchar? ¿Es que los dioses te han ensordecido a fuer de enviarte pensamientos abstrusos cuyo intríngulis no llegas a abarcar? ¿Es que acaso, te ha abandonado la sensatez y la razón, y te has convertido en repugnante sátiro que corre presuroso en el cortejo dionisíaco, dando topetazos en el aire, hasta llegar a la cumbre del Monte Ida y precipitarse sin remedio para hallar una muerte horrible, en medio de los peñascos? ¿O es que un dios te nubló la mente y sólo hallas vana espuma en el oleaje correntoso de mis palabras?

Pserión: Veo que no comprendes, Culiambris, que el hábil varón que dialoga, debe guardar la compostura cuando el contrincante es más afanoso en sus argumentos. Tus dichos son desatinados cumplidamente, por lo que ahora veo con claridad la razón por la cual Empernis se ve forzado a servirte más vino en los banquetes que ofrece en su casa: Es sólo para que no hables, y tus disparates no hallen eco en los jóvenes que acuden a la Academia. No porque carezcan del bien que acaricia los oídos de los dioses, sino por la majadería que descansa en ellos.

Culiambris: Empernis me sirve vino en las cráteras puesto que todo él es ejemplo de liviandad y de simpleza. Así como los ciervos empujan las copas de los árboles cuando sus cornamentas se han enredado en sus ramas caprichosas, y pese a las heridas, continúan con sus empellones cornudos, así Empernis insiste una y otra vez en servir el vino de sus toneles a sus huéspedes, de tal modo que cuando la Aurora de rosados dedos se levanta en la tierra de los mortales, su casa semeja un campamento de guerra,¡Tantos son los cuerpos que yacen desparramados en el suelo, entre vómitos y excoriaciones que luego no se reconocen como propias!

Pserión: Igualmente, Oh, Culiambris, quien más prontamente comienza a aplaudir los dichos de los sabios varones apenas comienzan a transitar en la Retórica, quien más comienza a elevar la voz gritando sandeces sin ton ni son, a pesar de ser acallado por los presentes, quien más se cree infundido del bello canto de las piérides, ése eres tú, aunque nadie te escuche a causa de tus atroces graznidos.

Culiambris: También tú te has mostrado tumbado en casa de Empernis sollozando en medio de tus desechos, oliendo a basural, mientras los preclaros varones aún no han finalizado la cena. ¿Crees que mis palabras son necias, aquí en las calles de Atenas, cuando me atrevo a aseverar que jamás me has escuchado estando sobrio?

Pserión: En efecto, sí. Pienso que no te he escuchado seriamente nunca, puesto que cada vez que hablas, lo haces con desatinos que no encuentran razones tan siquiera en la organización de las frases.

Culiambris: ¡Oh, Pserión! Ojalá que el Cronión no esté observando cómo te calzo este mamporro en medio de tu fea faz de Sileno, de modo que el golpe te desfigure y te haga sentir que tu alma ha atravesado la barrera de los dientes y se ha precipitado al Hades, donde atravesará la manizquierda y llegará directamente al Tártaro, lugar de suplicio de aquellos que no han aceptado las leyes de Zeus mientras moraban en la Tierra.

Pserión: Anímate, Culiambris, y encomiéndate a las divinidades menores que te amparan la beodez y la necedad, puesto que he de devolverte uno a uno los puñetazos, de modo que no quede diente sano en tu boca, factoría de idioteces que no convienen a los mortales.

Culiambris: Así sea. Y tú, antes de recibir los sopapos que harán de ti un guiñapo sanguinolento, encomiéndate a tu madre, de cuyo vientre no puedes estar orgulloso.
¡Oh, Destino de los seres venenosos!
Muy insensato es el hombre que riñe con su amigo para torcer su razón, ya que sólo gana perderlo, llegando a engrosar la lista de aquellos a los cuales esquivar en el mercado y los banquetes, puesto que cruzarse con él significaría dar y recibir lances que sólo avivarán la cólera que recordaría la última querella.

20 de marzo de 2009

RECUERDOS DE ANTONIA






Antonia Gonçalves entró a servir en la casa de los Arias Guevara en 1954. Llegó desde Misiones con veinte años recién cumplidos, para trabajar de mucama en Buenos Aires y la Fortuna se encargó de depositarla justo allí.
Los Arias Guevara tenían ocho hijos, que iban desde Quitito, que contaba con veintiséis años hasta Morita que era una criatura.
Pero además, tenían costumbres esclavistas con las que, con desparpajo patricio maltrataban al servicio doméstico, lo que originaba que la Señora Mercedes se quedara cada tanto sin mucama o sin cocinera, puesto que para esa altura Evita Perón ya había muerto, y antes de pasar a la inmortalidad a las 20:25 había puesto a sus grasitas queridos en un sitio del que sólo se retornaría medio siglo después con los coreanos que explotarían sin piedad a la comunidad boliviana.
Lo primero que le enseñó la Señora Mercedes fue a mentar a sus hijos, de acuerdo a sus normas coloniales: Eran “niño” o “niña” hasta que se casaran. Después, “Señor” o “Señora”. Antonia intentó de un modo conmovedor durante toda la entrevista inicial, de pie con la valija entre las piernas, retener la cantidad de datos que la Señora Mercedes le indujera con formas campechanas en las que no faltaban las palabrotas y el “che” que pretendía ubicar a esa muchacha casi montaraz, en el lugar de la servidumbre, a la manera de las protagonistas de Gregorio de la Ferrère.
Acá se lustra la platería los viernes, che. Al Señor Bernardo le tenés que llevar el mate al escritorio, a las cuatro. Tenés que despertar a las niñas según el horario que ellas te digan, pero a la más chica le preparás el desayuno porque todavía va a la escuela. El delantal se lo planchás con almidón, y los cuellos del Señor Bernardo también. Los del niño Quitito no, porque le da escaras en el cuello. Y al niño Copete le tenés que abrir cuando llega porque se deja la llave ¡Ah! Y te ponés el uniforme, que está en el armario de la cocina…..
La Señora Mercedes hablaba de sus hijas mayores como si no existieran y de sus hijos varones como si fueran dos hombres compuestos y prudentes; y era verdad que el niño Quitito era un muchacho correctísimo que ya se había recibido de abogado y trabajaba con su padre, pero el niño Copete era un verdadero tarambana desde que se levantaba hasta que se acostaba, puesto que una vez que regresaba a la casa de madrugada y totalmente en copas, hacía cualquier descalabro del que no recordaba absolutamente nada al otro día.
Los días de Antonia en la casa de los Arias fueron de absoluta esquizofrenia desde el momento en que pisó el parqué del recibidor: La Señora Mercedes la trataba como a una mulata anterior a la asamblea del año XIII, pero tomaba con ella té con limón mientras escuchaban radio, o se despachaba con críticas ponzoñosas hacia el marido, o se divertía junto con ella por el amor que Antonia había despertado en Liberto, el dependiente del almacén que traía el pedido en una canasta de panadería que le pendía del único brazo útil que había conservado de un viejo accidente. Y salvo Morita, que la amaba incondicionalmente y hasta más que a la madre, las hijas eran tan arbitrarias con ella como estaban acostumbradas, y no faltaban los insultos cuando tardaba en acudir ante sus llamados a los gritos desde sus habitaciones o desde el baño, acaso para que les alcanzara un vestido que estaba en el ropero con su percha, o la gorra de baño
Che,¿ sos estúpida?, pero a veces las veía en la cocina ayudándola a pelar arvejas o chauchas o la ayudaban a descolgar la ropa de la terraza.
El problema de Antonia no fue acomodarse a esos cambios de trato en sus patrones. Tampoco fue comprender que solicitaban de ella que se convirtiera en mucama, cocinera, niñera, albañil o jardinera, por el mismo sueldo miserable que a ellos les parecía decoroso. Tampoco, quedarse en la cama todos los domingos que tenía libre, ya que no conocía a nadie y sólo salía de la casa para acompañar e ir a buscar a Morita a la escuela.
El problema de Antonia fue que desde que vio a Copete en bata desayunando huevos fritos a las once de la mañana de un lunes, se enamoró de él perdidamente. Y cada vez que llegaba bebido y dándose los muebles contra las rodillas o cayendo de bruces en la alfombra, ella sentía que el latido de su corazón se iba a escuchar desde las habitaciones del piso superior. Y cada vez que él le dirigía la palabra, ella creía que, por fin, alguien la miraba.
Pero por otra parte, Copete era juerguista pero no estúpido, puesto que Antonia tenía veinte años y era una hermosa morena con los ojos dulcísimos y una cadera generosa de la que parecían salir manos que lo llamaban para copular con ella todas las noches subsiguientes.
Fue así que, después de una noche en que regresó más borracho que otras veces y con un ojo en compota, producto de una riña de tahúres, Juan José Arias Guevara amaneció en la monacal cama de Antonia, mientras ella se levantaba para despertar a Morita que debía ir a la escuela y lo ayudaba a llegar hasta su cama, en la que se despertó fresco como una lechuga y sin recordar absolutamente nada de su muda orgía con la triste muchacha de Misiones.
Mientras ella servía al día siguiente la mesa, roja de vergüenza por temor a que el niño Copete le lanzara alguna mirada sospechosa al Señor Bernardo, aquél la trató con una fría amabilidad que la tumbó en la cama todo el día libre, para llorar el desengaño. Supuso durante mucho tiempo que el niño Copete se burlaba de ella, pero en realidad, era que Copete llegaba tan borracho, que no sabía si se estaba acostando con Antonia o con Mecha Ortiz.
Pasaron los años, y fuera de este amor del que sólo tenía noción Antonia, no había nada en ella que para la Señora Mercedes fuera óbice para aclimatarla como si fuera de la familia, por lo que ella supo dejarle la puerta cancel sin llave a Machaca, que llegaba tan ebria como el niño Copete, supo velar el sueño siempre inquieto de Finita, muerta antes de cumplir 20 años por una insuficiencia cardíaca, supo vestir tanto a Amanda como a las tres Arias Guevara que conocieron el tálamo, Tula, China y Teté, y hasta se quedó alguna vez con Carola siendo ésta muy pequeña, para que los padres acudieran al cine.
Claro…. Antonia era muda.
Si bien es cierto que no había ninguna imposibilidad física puesto que no era sorda, jamás había pronunciado una palabra, y sólo se comunicaba con la Señora Mercedes o con los hijas de los Arias Guevara, por medio de gestos elocuentes o escrituras garabateadas en un anotador. El caso es que todos entendieron que era muda y que no había remedio, por lo que jamás la pusieron en la dificultad de explicar de un modo inteligible qué misterio había entorpecido su facultad del habla.
Y pasó la vida mientras Antonia servía la mesa, le pelaba la naranja a Copete, tiraba a la basura los finos cigarrillos de extraño perfume que yacían esparcidos en la habitación de Machaca, cosía los ruedos de las faldas de Morita, pegaba los botones de las camisas de los varones o recibía a Liberto, el dependiente manco, revisando una lista que le escribía la señora o cualquiera de las chicas.
Estar en el funeral de Finita y dejar que Copete durmiera en su falda, borracho, por supuesto y sollozando como una criatura, fue la firma del contrato imaginario en el que Antonia otorgaba su vida a cambio de una familia que no era la suya pero que había conseguido a fuerza de silencio y eficiencia
Finita moría una tarde de septiembre de 1960. Y fue esa misma noche en que Antonia concebía a Blanca, la hija de Copete, quien nunca se llamó Arias Guevara porque el padre jamás se acordó de haberla concebido y porque la mudez de Antonia dejó que la Señora Mercedes creyera que era hija natural de Liberto, quien hubiera forjado por Antonia el mismo amor silencioso que aquélla ideara por Copete. No hubo modo de sacarle a Antonia otro nombre de varón que no sea el único que se le ocurrió a la Señora Mercedes, puesto que la conducta de la muchacha era por demás austera. Aunque Copete no estuviera en la casa, ella se quedaba los días de salida para esperarlo en su habitación, por más que él jamás estuviera al tanto de las noches de amor que pasaban juntos en el cuartito de servicio. Él y ningún integrante de la familia, ya que ella se encargaba de llevarlo semiinconsciente a su cama, por lo que ni Copete ni la Señora Mercedes se enteraron jamás que habían estado casi cinco años acostándose juntos.
En junio de 61 nació Blanca, al calor de las antiguas usanzas de partos. La Señora Mercedes y Machaca fueron las comadronas, mientras Copete jugaba al póker con sus amigos en un tugurio del Bajo y al regresar a la casa, seco, como le gustaba decir irresponsablemente, se enteraba de que Antonia había tenido una hija de Liberto, el dependiente manco, por boca de Morita, absolutamente conmovida por el fenómeno de ver el nacimiento de un ser humano bajo su propio techo.
Copete comprendió que debía prestar más atención a las señales que las mujeres que lo habían acompañado en su ruta de indecencia y libertinaje le enviaban, sobre todo cuando su mirada se volcaba a los naipes o a las bebidas blancas.
Vio como entre nubes la puerta con llave del cuartito de servicio, sus golpes fervientes, el silencio consabido del otro lado, el vientre prominente de Antonia cuando la veía servir la mesa, y en su mente ya embrutecida por el alcohol vio con claridad que sería imposible ya la coyunda amorosa con la linda misionera puesto que ésta ya no dormiría nunca más sola.

18 de marzo de 2009

ELOGIO DE MORITA (BUENOS AIRES, OTOÑO DEL 2009)




-¿Es cierto que la tía Morita era subversiva?- preguntó Bruno de golpe, a punto de ensartar con el tenedor una milanesa, y en el torpe movimiento desplegado, a punto también de desparramar la fuente entera en el mantel.
- Primero, sos una bestia- comenzó Carola, intervención que el chico juzgó como injusta e inoportuna, al carecer de registro de la rudeza habitual de sus movimientos y de sus consecuencias.
- ¿¿¿Por quéée´? – con tono desconcertado ante el dedo en alto de la madre que pretendía ser el primero de una lista de inconductas.
- Segundo… ¿De dónde sacaste ese concepto? “Subversivo, subversivo” – Carola remedó a una imaginaria figura de burgués asustado, abriendo los ojos y mirando a un lado y a otro, con las manos escondiendo la boca.
- Me lo dijo Rosa- recordó él con la boca llena y aferrando ahora la botella de jugo con tanta fuerza que la dejó deformada.
- ¡Rosa! ¿Y qué sabe Rosa de la vida de la tía Morita?- Se indignó.
- Y… si está en Estocolmo desde el 75….- pretendió razonar Bruno con un silogismo aún más irritante para ella que la supuesta calumnia de Rosa.
- ¡Y eso qué tiene que ver, por favor! – le interrumpió ella antes de que llegara a la conclusión. - ¿Vos estás en el último año de la secundaria? ¿No pertenecés a una casa en la que se habla de política?-
Tenía la particularidad de indignarse con las opiniones que siempre había considerado retrógradas y que aparecían en las bocas de sus hijos mayores con total naturalidad. No toleraba que Catalina, para señalar a una compañera, la tildara de negra de mierda, o que Bruno, para quejarse de un profesor, dijera es un Korky, y definitivamente la sacaba de quicio que hablaran de alguien diciendo es un villero, o aún peor es un negro cabeza como si la impacientara más el enroque lingüístico.
Si bien es cierto que la familia ya no pertenecía a los círculos progresistas en lo que Carola y Enrique se habían conocido, ella daba por sentado que los hijos debían necesariamente conocer que ellos estaban a favor del aborto, de la despenalización de la droga y de la abolición de la propiedad privada, por lo que el comentario de Bruno podía entenderse como que el chico no percibía algunas señales que emitía su familia, o que lo hacía para que su madre se escandalizara y pusiese a prueba su serenidad.
Bruno trató de ser lo menos hiriente posible, aunque el enunciado de su madre le resultaba ampliamente estrafalario. ¿De política? Pensó para sí ¿Cuándo se habla de política acá? Y trató de entender:
- Pero… ¿Por qué se fue a Estocolomo hace como treinta años? ¿A pasear?- Catalina largó por la nariz el jugo de pera que estaba tragando y quedó en una convulsión muda riendo del comentario de Bruno, que la miraba sin saber qué le había causado tanta gracia.
- No seas boludo- quiso exponerle Carola – Se fue por seguridad.
- ¡AHHHHH!!! ¡Entonces sí era subversiva!- feliz por la concesión que entreveía en la réplica.
- ¡Pero no, Bruno! Militaba, estaba en las FAR, pero “ subversivo”, es una palabra que te pone en el lugar de la represión,¿ Entendés?.., de la dictadura- Dijo impaciente, para aclarar los tantos desde el principio, antes de que le contara la historia entera de la tía Morita, que para las generaciones nuevas era como un fantasma, puesto que desde el año 75 no había regresado nunca más a la Argentina, y sólo a veces tenían noticias de ella, ahora más asiduamente gracias a Internet.
- ¿ La de Perón?- preguntó ahora Catalina, haciéndose la seria, todavía con los ojos llorosos de la risa que la hubiese sacudido unos segundos atrás, y que aún afloraba cuando recordaba que Bruno había dicho “ Pasear”.
- ¿Cómo Perón? ¿A qué te referís? – Ya fuera de quicio Carola, mientras la chica revoleaba los ojos y se mordía los labios inferiores demostrando hartazgo ante cualquier intercambio con la madre - ¡La Dictadura Militar! ¡El golpe! ¿Ustedes saben que acá hubo un golpe militar en el 76?- Se desorientaba ella tratando de entender si todos los seres con los que hablaban tenían estas taras que impedían ubicar a los Filardi ideológicamente.
- Sí, sí….- terció Bruno- Pero la tía Morita se fue un año antes.
- Porque antes estaban las tres A, que significaba Alianza Anticomunista Argentina. – Se detuvo para no cargarlos de información-¿No dieron en el Colegio nada de eso ustedes? ¿Nunca oyeron hablar de López Rega?-
Los hijos la miraban como si hablara en una lengua muerta, hasta que Catalina, que era una especie de descendiente directa de Verónica Arias, largó:
- ¿Es el que escribió esa novela que dice… ¿ Quién lo mató? ¿Y todo el pueblo dice “El Comendador”?- con una expresión candorosa de júbilo por mostrarle a la madre que ella acertaba alguna vez una respuesta correcta.
Carola lanzó una carcajada tan formidable, que la chica quedó suspensa, esperando que pasara el momento de hilaridad, mientras sus ojos anhelantes parecían pedir explicaciones sobre la causa del exabrupto de su madre.
- ¡Mirá que sos burra, Cata! – Se agitaba Carola en medio de las carcajadas.- ¡Ése es Lope de Vega!- comentario que a Bruno le hizo acoplarse a sus risotadas, ya que hasta que no lo hubiera aclarado, éste no avizoraba la razón por la cual la madre se reía de tal manera,.- Y preguntan al pueblo….¿ Quién mató al comendador? Al que habían matado era AL comendador!!!- subrayaba Carola, ya casi desmayada de la risa, mientras Catalina iba ensombreciéndose y mirándola con un odio que se esmeraba por exagerar.
- Bueno – preguntó Bruno sonriente aún, pero tampoco viendo tan clara la razón de las burlas de su madre a su hermana.
- ¿ Y Lopez Rega quién es, al final?-
- En realidad – comenzó Carola después de ver cómo Catalina se hacía la que no escuchaba, con los brazos cruzados y los ojos clavados en el techo – Era el Ministro de Bienestar Social. Le decían “ El Brujo”, porque era astrólogo,… un personaje de mierda. Y fundó un grupo paramilitar, que se llamaba “ Alianza Anticomunista Argentina”, que mataba a militantes de la izquierda, a intelectuales, y…- se quedaba sin letra – bueno, entonces, muchos militantes muy comprometidos, antes de que llegara el golpe, se exiliaron – trató de sintetizar.
- Pero entonces… La tía Morita… ¿Posta que era guerrillera?- preguntó Bruno idealizando repentinamente a una tía de la que le llegaban fotos en las que veía a una mujer entrada en años, y a la que no podía hacer coincidir con las imágenes de una joven con una metralleta.
Carola no supo bien qué contestar, porque sabía bien que él era capaz de deformar la historia y contarles a todos sus compañeros que tenía una tía guerrillera, pero en la actualidad, por lo que optó por darle una réplica confusa que, en definitiva, no era insincera dado que ella misma no había terminado nunca de entender la historia de Morita.
- La tía Morita era militante revolucionaria- defendió - Y ésos eran años especiales, de los que ustedes no tienen ni la más puta idea- decretó por fin, observando a sus hijos que esperaban que narrara cómo Morita había escapado de alguna emboscada, o cómo había subido a un avión con peluca y anteojos negros.
- ¿Cómo revolucionaria?- intervino Catalina, ahora más interesada y menos molesta por el escarnio al que fuera sometida por su madre en la confusión entre Lopez Rega y Lope de Vega.
Y cargó aún más las tintas
- ¿Era militar?-
Carola comenzó a sentir aversión por la muchachita, quien mientras largaba una a una acotaciones desatinadas, mordía persistentemente una tapita de coca cola como si fuese un chicle, con la pierna derecha en alto.
- Sentate bien, querés – comenzó - ¿Qué preguntás, Catalina?
¿Cómo va a ser militar una mujer? ¿Vos no sabés que los militares son hombres?
- Ehhhh – se defendió - ¿Y qué tiene que ver eso?
Bruno, que a la hora de discutir con alguien, siempre lo hacía con su hermana para atormentarla, inesperadamente armonizó con ella, y aún remató:
-Seguro, mamá. No tiene nada que ver. ¿O no hay mujeres policías?
- ¡Pero no en el ejército! – casi gritó, aunque de pronto comenzó a desconfiar de su propia certeza en la aseveración, por más que no iba a dar el brazo a torcer frente a sus hijos ni loca que estuviera. Tampoco estaba muy segura de la razón por la que se irritaba con la ignorancia rematada de los chicos frente a la historia reciente de la Argentina, pero ella siempre había sido violenta con algunas situaciones de las que después de desatado un Campo de Agramante, no estaba en condiciones de sostener y mucho menos de defender.
- ¡Bueno, che!
- ¡Uhhh, cómo estamos, eu!- la miraban ahora con sorna y cuidado, como si hubieran ido a visitarla a un psiquiátrico y su caso fuera el de una loca furiosa que ataca a la propia familia cuando le lleva dulces.
- Yo te pregunté por qué era revolucionaria, nada más – se defendió Catalina. Ante la insistencia, y el aparente interés que demostraban frente a la historia de Morita, Carola dulcificó el gesto y trató de hablar ahora con giros didácticos:
- A ver…. – pareció ordenar sus pensamientos como para no empezar con los fusilamientos de José León Suárez – En el 73 asumió Perón, ¿No? ….
- Noooo - la corrigió Bruno – En el 43, ¿¿¿no fue??
- ¿43? – se preguntó como para sí Catalina, acaso suponiendo que era una fecha de la prehistoria. Carola trataba de contestar las preguntas de sus hijos como podía, blandiendo asentimientos y negaciones a uno y a otra, pero ellos parecían hacer monólogos interiores que no aportaban ninguna luminiscencia al intercambio.
- ¡TE ESTOY HABLANDO DE LA TERCERA PRESIDENCIA, POR DIOS!- gritó de pronto, ya no sabía si a Bruno o a Catalina, y cayendo en la cuenta de que estaba desgañitándose inútilmente, puesto que inmediatamente sobrevendría el abucheo generalizado que sus arrebatos arrancaban a sus hijos.
- ¡Che…!Buenoooo! ¡No se te puede hablar!- contemporizó Bruno, ya harto.
- ¡Es que ustedes van al colegio al pedo! Bruno… ¡Vos este año votás! ¡No tenés idea de nada! ¡No sabés ni que Perón fue tres veces presidente!
- ¿Pero cómo tres veces? – Se perfilaban peligrosas las exigencias de Catalina - ¿Se puede tres veces? Naaaa, re bolacera, mamá- exclamó de pronto dando por terminada la conversación y colocándose los auriculares del MP4 que lograban aislarla del universo. Arrastrando los pies para demostrar que le había dejado de interesar la historia de Morita Arias, se encaminó hacia la sala para prender el televisor y arrojar impúdicamente en el sillón el control remoto, ya éste con peligro de engrosar la lista de mecanismos rotos por la desidia de los chicos Filardi.
Carola quedó con Bruno en el comedor diario, y mientras levantaba rabiosamente de la mesa los restos del almuerzo, comprendía que eran las tres de la tarde, que había perdido su siesta, y que ninguno de los tres había sacado nada en limpio de la plática, por lo que, más iracunda aún, se volvió a su hijo y concluyó, empuñando un tramontina como si fuese un alfanje:
- ¿Querés que te diga lo que pasa con ustedes? Que no estudian un sorete. Yo no puedo creer que en el colegio no les hablen de las tres A, del 24 de marzo, de la represión. Pago una fortuna y ustedes se rascan las bolas y preguntan cualquier boludez. Eso no es culpa nuestra, ¿eh?- se autocomplacía - Eso es responsabilidad de ustedes que son unos vagos de mierda-
Bruno se acomodó en la silla. Parecía más hombre.
- Ey, mamá. Mirá cómo te ponés. Al final…. ¿La tía Morita era o no subversiva?-
Carola suspiró, dejando el tramontina en el fregadero. Pensó que algo no funcionaba bien entre sus palabras, sus intenciones, sus deseos, sus recuerdos y su presente.
Y rápidamente, pegó un grito exigiendo a su hija que acudiera a levantar la mesa antes de que ella decidiera matarla, grito que, por lo demás, le permitiera hacerse la ofendida con la escena, le impidiera pedirle disculpas a Bruno por no haberle explicado nada de nada y que, de paso, vengara la tirria que le producía que Catalina no saliera de la casa hacia una asamblea con una yiska cruzada en su pecho y un disco de Quilapayún abajo del brazo.

4 de marzo de 2009

DIENTES DE LEÓN





Todo lo que hacía Verónica Arias carecía de lógica.
Al ser la menor después de que su madre se dedicara a la crianza de las gemelas con una abnegación rayana en el suplicio, con una hija mayor y un marido que sólo aparecía para almorzar o cenar; el destino de Verónica Arias fue el de ser un animalito de dios.
Si bien es cierto que se enteró demasiado temprano de que no existían ni Papá Noel, ni los Reyes Magos ni el Ratón Pérez, gracias a las maliciosas infidencias de su hermana Bárbara, también es cierto que supo demasiado tarde que la luz había que pagarla en el Banco, que los porteros de edificios no eran policías y que Rosa, la mucama, no llevaba el apellido Arias.
La transmisión del bagaje educativo corrió por cuenta de su hermana mayor Carola, quien contaba ya con unos promisorios catorce años al nacimiento de su hermanita.
Carola la llevaba a la escuela, pero si en el trayecto se encontraba con una compañera, o peor aún, un compañero, la chica llegaba 45 minutos tarde a clase. Carola debía llevarla a veces a natación, o a danzas, por lo que si Carola no lo recordaba, Verónica no iba y quedaba toda la tarde encerrada en el departamento, puesto que Amanda había retomado el dictado de sus clases de francés en la Alianza apenas la beba fuera destetada a la fuerza, a los dos meses y medio.
Es verdad que en casa de los Arias pernoctaba muy seguido Rosa, pero a ésta no la convencía del todo criar sola a las cuatro hijas de sus patrones, y más teniendo en cuenta que Bárbara ya mostraba un genio similar al de tres varones juntos. Por lo tanto, dado que era Rosa la que las despertaba, las alimentaba y les cosía los botones de los guardapolvos, era Rosa también la que, harta de las tres mayores, se desligaba por completo de Verónica, que era una niñita liviana y bonita como un jazmín del aire, pero tonta como un diente de león, y con el mismo riesgo de volarse que éste.
El caso es que Verónica fue creciendo y llegó a ser mujer preguntando quién era la del retrato que descansaba en la mesa de luz del padre vestida de novia, o peor aún, si era cierto que a los recién nacidos había que cortarles un cordón. Muchas veces, en discusiones o peleas familiares, hubo de soportar con una sonrisa difusa que la insultaran con motes indignos, como retardada, lela o débil mental.
Sin embargo, cuando llegó el momento de decidir qué carrera estudiar, ella anunció solemnemente que estudiaría Astronomía. Obviamente que las reacciones de sus padres e inclusive de sus hermanas fueron en un principio de desconcierto, pero con el correr de los días, el desconcierto se convirtió en hilaridad constante y sin pausas, al recordar el camino que Verónica se obstinaba en recorrer. Nadie la veía envuelta en cartapacios y telescopios. No obstante, Verónica llegó a su casa un día, contenta como un pájaro, a anunciar que había aprobado el primer parcial de Matemática. Este examen fue el retorno al mundo del homo sapiens y la salvó de que en algún momento su familia la declarara incapaz. Y al cabo de seis años, se recibió.
Sin embargo, seguía ejecutando actos que carecían de sentido, a veces con un candor y una pureza que sacudían de risa, pena o cólera, a todos los que la conocían.
Su marido era otro personaje que parecía estar viviendo siempre en otro mundo. No hubo día en que no llegara tarde a buscar a la guardería a su hijita menor y enfrentar a una madre horrorizada que veía cómo un desconocido cargaba en el auto a su hija, mientras Trini, su legítima heredera, esperaba pacientemente que su padre explicara las razones por las cuales se había confundido de criatura, para recorrer la distancia que había entre la puerta de la guardería y su auto y subirse con despreocupación en la parte trasera, ponerse el cinturón de seguridad y ordenar, como una pequeña reina Dale, pa, vamos ahora. Las hijas de Verónica, pese a ser muy chiquitas y de haber heredado esos genes, eran astutas, avispadas e inteligentísimas.
En razón de estas distracciones, más de una vez, el matrimonio tenía desencuentros. Quedaban en encontrarse en el jardín de infantes de Sol, la hija más grande, y aparecían en la guardería de Trini uno, y en la esquina del jardín el otro. Planeaban una cena romántica para estar solos, sin la presencia de las niñas, y equivocaban el horario o el restaurante.
Después, se pasaban la cena o la reunión a la que asistirían, discutiendo las razones por las cuales habían cometido el error, tratando de justificarse vanamente, puesto que ambos carecían absolutamente de memoria, y mantenían una lógica interna que excluía cualquier ajuste a la norma racional.
Las nenas no estaban vacunadas, Verónica no tenía documentos desde que se los hubieran robado en un atraco hacía dos años, Francisco no había hecho aún la transferencia del auto, por lo que circulaba con un automóvil a nombre de María Elena Barcia, sin pagar una sola de las patentes de las que ARBA pedía cuentas cada mes con un cartel rojo que Verónica tiraba a la basura sin abrirlo. Y, cada vez que salían de viaje y veían a lo lejos algún ser vivo que hacía señas, posible gendarme, oficial de tránsito, linyera o empleado de la autopista, remedaban que estaban mirando un mapa para situarse y hacerse los perdidos, suponiendo que los estaban por parar y hacerles una multa cuyo pago implicaría la hipoteca de la casa. Ah, era un tipo de esos que hace señas con una bandera, se aliviaba cualquiera de ellos una vez pasado el ser vivo de la ruta.
Ese verano, Verónica y Francisco tenían desencuentros muy a menudo, por lo que decidieron salir juntos de su casa y tomar una cerveza, y aunque Bruno y Catalina, los hijos de Carola, fueron a cuidar a las nenas, prometieron seriamente que después de la cerveza, regresaban sin escalas.
Al salir del bar, Verónica y Francisco, que no recordaban haber almorzado, se trenzaron dentro del auto en una especie de contradanza muda de besos pegajosos y de abrazos Ay, gordo, me tirás el pelo, puesto que tampoco recordaban cuándo se habían acostado juntos por última vez. Correte un poquito que me pinchás con el aro .Sus horarios no siempre coincidían a la hora de acostarse, por lo que el sexo entre ellos era algo que eventualmente los unía, a pesar de que el deseo fuera intenso. Era así que se encontraban en el lavadero para amarse mientras Verónica retorcía una toalla con un patito, Ahí viene Trini, dale, dale o en el baño, desarticulando la bacha del lavatorio por el peso que ésta debía sostener. Me parece que me estoy cayendo, gordo.Y en esa esquina oscura, mientras regresaban a su casa, comenzaron a acariciarse hasta que cayeron rendidos incrustándose la palanca de cambios en las rodillas, y apretando la guantera para cerrarla, puesto que al mínimo movimiento ésta se abría.
Casi estaban llegando al momento del paroxismo final, cuando escucharon tres enérgicos golpes en el vidrio del coche, y alcanzaron a divisar una linterna que los alumbraba. Verónica dio un alarido tapándose con una gamuza sucia que nunca se supo para qué la guardaba Francisco en la guantera averiada; Francisco insultó La concha de la puta madre…comprendiendo antes que ella, que los estaba arrestando un recio meridional que con gestos implacables, les ordenaba que bajaran del auto tal como estaban.
Francisco bajó estúpidamente con las manos en alto, sin la camisa y con el cinturón flojo y la bragueta abierta. Verónica, sin sandalias, tapándose aún con la gamuza y con el pelo revuelto, como si se lo hubiera batido.
- Ay, oficial.- comenzó – ¡Es mi marido! ¡Tenemos dos nenas! Trató de justificar su conducta amparándose en la ley de contrato matrimonial.
- ¿ Y por qué no vas a cuidarlas en vez de revolcarte en un auto?- le contestó con descortesía el suboficial Armando Raúl Nievas, haciéndole saltar las lágrimas a Verónica, como toda vez que alguien dotado de voz, fuera quien fuera, le hablaba sin cariño.
- Están mis sobrinos, que tienen 17 y 14 años- la embarró más, y mientras Francisco intentaba acallarla para que no tuviera una crisis nerviosa y se pusiera a detallarle al Suboficial Nievas todas las edades de sus tías, la fecha de nacimiento de sus sobrinos, o las anécdotas que contara la tía Morita de la época de las tres A, aclaró:
- Señor, fue un raptus. Recién vengo de Austria, y estuve alejado de mi mujer durante tres meses- excusa que a Verónica, en la situación agitada en que se encontraba, la hizo largar una carcajada frenética en la que se mezclaba el llanto y la palabra “ Austria” más de cinco veces, cosa que al Suboficial Nievas le irritó de tal modo que gritó:
- Vamos a la séptima, vam, vam! - sintetizando el imperativo y esperando que el chofer del patrullero arrancara el motor y los depositara en un calabozo sin solución de continuidad. El chofer, que lo esperaba en el auto, arrancó y colocó la sirena, mientras Verónica y Francisco eran empujados sin piedad por la mano nervuda del Suboficial Nievas en la cabeza. El patrullero dio una vuelta en u que parecía que estaba tras la pista del Petiso Orejudo, antes de ser enviado al Penal de Ushuaia, mientras Verónica trataba de recuperar su remera para no ser vista en la comisaría en corpiño.
- Señor…. Señor…. ¿No podemos volver al auto para que me ponga la remera?
- ¿No querés ir al Unicenter también, nena?- le respondía el Suboficial Nievas mientras el chofer daba una risotada bestial que a ella le retornaban las lágrimas a los ojos, y se prometía no abrir más la boca y dejar que Francisco solucionara la contrariedad que estaban viviendo.
Habiendo sido depositados en la comisaría, el suboficial Nievas entró en ella como una tromba, pidiéndole al pasar a una mujer policía que estaba en la mesa de entradas que los hiciera esperar hasta que Moreno les haga tocar el pianito. Verónica interrogó con la mirada a Francisco, quien se encogió de hombros con una expresión infantil en sus labios encogidos que significaba que no tenía idea de lo que significaba semejante expresión de germanía. A ella se le antojó una tortura inquisitorial, viéndose descuartizada en un potro, y comenzó a llorar amargamente, pidiendo un teléfono para que algún abogado se hiciera cargo de ellos como si fuera un oscuro saca presos, o como si de pronto se encarnara Quitito Arias y los fuera a buscar después de cantarle las cuarenta ya no a Nievas sino al mismo comisario.
- ¡Necesito un teléfono! ¡Tengo que hablar con mi abogado!- gritaba fuera de sí, mientras la mujer policía la estudiaba entre divertida y satisfecha de infligir un daño a la imagen de nena de mamá que siempre había portado Verónica.
- Vos ves muchas películas, nena- le largó de pronto, solamente por atormentarla, a lo que Verónica, que ya no estaba sólo asustada, sino completamente histérica, regresaba a su estado de indefensión en el que los ojos le reventaban de lágrimas gordas que caían por sus mejillas hasta dejarle un sabor marítimo en la boca. Su marido la calmaba, preguntándose mentalmente cómo haría para resolver el conflicto, agravado con la tardanza que perjudicaba a los hijos de Carola, y que alertaría a la familia hasta los límites que él conocía bien cuando de Verónica se trataba. Tanto Amanda como las hermanas y aún sus maridos, sobreprotegían a la hermana menor no solo por serlo, sino porque siempre dudaron de su capacidad mental.
La mujer policía los miraba con una sonrisa en los labios, y cuanto más pedía Verónica un teléfono y gritaba ¡¡ Tengo derecho a una llamada!!! más tardaba en decirle que no estaba prohibido usar el celular para comunicarse con la familia, y que el trámite de tomarle las huellas digitales era cuestión de una hora. Verónica continuaba su tortura interna suponiéndose ahora lanzada a una mazmorra con grafittis obscenos en la pared y en compañía de prostitutas con ligas de puntillas y cintas negras alrededor del cuello, paseándose y mirándola con desdén.
Finalmente, Francisco, quien pareció no haber escuchado los pedidos de su esposa acerca de la llamada y del abogado y de sus derechos, preguntó a la mujer policía si podía comunicarse con sus sobrinos para no asustar a la familia.
Al recibir la respuesta afirmativa que casi le tuvo que arrancar puesto que a la otra se le terminaba la diversión, marcó el número de Pablo y rápidamente le explicó el cuadro.
Verónica lo admiraba en silencio, como tantas veces, sin comprender, también como tantas veces, cómo era posible que un ser resolviera cualquier aprieto en el que se viera inmiscuido, sin rendirse y esperar a Otro que le solucionara las cosas por acción, omisión, o telepatía.
- ¿Para qué llamaste a Pablo? – le preguntó intrigada
- Porque es abogado, Verónica- como dando por hecho que ella iba a colegir que esa profesión es la que se necesita cuando uno tiene problemas con la policía.
- Pero hace contencioso administrativo- argumentó ella, a lo que Francisco prefirió no escuchar y menos explicar que cualquier abogado sabe qué hacer en estos casos, así se dedique a Derecho Internacional o Marítimo.- No importa, es lo mismo- respondió al fin.
Quedaron en silencio, mientras cada tanto, Verónica hipaba o aspiraba por la nariz la congestión nasal que se le había producido a partir del llanto, o se pasaba la mano por la cara para enjugar lágrimas tardías.
Por fin apareció el tal Moreno quien los recibió en una oficina estrecha que olía a orina de gato, y mientras comía saladix sabor pizza, les endilgó una filípica sobre la inconveniencia de tener comercio carnal en la vía pública
- Y sobretodo- terminó- ¡Me extraña, jefe! ¿ Para qué dejó la luz prendida de adentro? ¿ Quería que todos lo vieran? – y largó una risotada soez, inclinando el cuerpo para adelante y apresando su barriga, como temiendo que las vísceras le asomaran del vientre prominente ante tal carcajeo.
Verónica no dijo nada. Francisco tampoco. Les parecía que vivían una situación inmerecida hasta que Moreno les dio la pista de que estar en el mundo dos seres con sus características tenía un alto precio.
Vieron a Pablo y a Constanza que los estaban esperando en el mismo asiento de madera en el que se sentaron cuando llegaron a la comisaría. Hicieron caso omiso a sus bromas pesadas.
Cuando Pablo los dejó en la esquina donde había quedado el auto, éste no arrancó porque se le había consumido la batería con el uso de la luz interna, por lo que Verónica, Pablo y Constanza lo empezaron a empujar hasta que corcoveó y salió disparado hasta la esquina, mientras ella se clavaba la única piedra que había en el pavimento.

1 de marzo de 2009

HORAS CÁTEDRA



Cuando sonó el teléfono anunciándole que el lunes debía presentarse en el Colegio Nacional, creyó que la vida por fin le estaba dando un desagravio necesario para resistir los dos años en los que había estado aportando dinero a la casa con oscuras clases particulares. Carla le explicó que eran horas que ella dejaba porque su bebé era demasiado chiquito para abandonarlo todo el día, por lo que las horas matutinas quedaban libres. Y te digo… Mejor que son las horas de la mañana, porque los pibes de la tarde son delincuentes. Ella no se dejó amedrentar, puesto que conocía muy bien su talento natural y confiaba en los cursos de pedagogía y aún de Psicología del Niño y del Adolescente que hubiera tomado el año anterior, para mantenerse ocupada y para atesorar experiencia a la hora de enfrentarse con el sueño de toda su vida: Ser profesora de la Secundaria.
Desgraciadamente para ella, en esos dos años en que estuvo inactiva, todas sus amigas ya dictaban clase, por lo que en los momentos en que se reunían, las otras se la pasaban relatando anécdotas en las que algún adolescente pasaba a ser quien tenía poder frente al adulto, y sólo era reducido por algún Director ex profesor de educación física o ex policía que lo detenía gritándole que lo iba a cagar a trompadas antes de que incendiara la escuela. Siempre sospechó que sus amigas relataban esas historias para que ella desarrollase un imaginario en el que resultara por lo menos arriesgado meterse en la docencia. En primer lugar para que ni se le ocurriera competir con ellas; en segundo lugar, solamente para mortificarla e infundir en ella una envidia vergonzosa. Y con tanta vergüenza se sentía ella frente a la indudable envidia que la dominaba, que decía falsamente No… ¿Yo clases? No. Estoy tratando de meterme en el Departamento de Letras de la Facultad, enunciado que para sus amigas era tan fingido que se miraban y levantaban las cejas con un suspiro, o esperaban que se fuera para criticarla hasta el próximo cumpleaños de otra condiscípula.
Sin embargo, Alejandra regresaba de esas reuniones rabiosa e inquieta, preguntándose por qué no la llamaban de una vez para ofrecerle horas cátedra, aunque fuera en un colegio marginal del conurbano, considerando el excelente desempeño que hubiera tenido en las Prácticas de la Enseñanza cuando aún no se había recibido, justamente en un colegio dependiente de la Universidad, donde, al menos, podrían consultar qué alumnos de Humanidades se habían destacado.
Ese día en que Carla la había recomendado para tomar el cuarto y quinto año del colegio en el que ésta se desenvolvía aún antes de recibirse, no sólo le agradeció con palabras exageradas de ternura sino que decidió hacerle un regalo a ella o a su bebé, por más que durante la carrera hubiese considerado que Carla no merecía siquiera figurar en su agenda telefónica.
Quedó en ir a su casa esa tarde para adentrarse en los trámites necesarios que debía cumplimentar antes de presentarse, y colgó con su mano en la horquilla, dejando el tubo en la oreja, marcando inmediatamente el número del trabajo de Sergio para comunicarle la buena nueva. Él recibió la noticia con felicidad, puesto que en las sucesivas conversaciones que tenían sobre la frustración que se adueñaba de Alejandra por no ser todavía profesora de Secundaria, siempre terminaban peleando por otra cosa. Antes de ir hacia su casa, pasó por un kiosco y le compró una lapicera roja. Alejandra tenía un entusiasmo que lo apenó y temió por su equilibrio mental. Le ofreció acompañarla hasta la casa de Carla, pero ella se rehusó con palabras cariñosas.
Carla la atendió con el bebé en brazos llorando ininterrumpidamente.
- ¿Me esperás un cachito? A esta hora le agarra el ataque y llora- le anunció dejando la puerta abierta para que la cerrara ella, y mientras se retiraba hacia adentro con palabras que simulaban ser tiernas Bueno, bueno, bebé ¿Qué te pasa, bebé? ¿Qué te pasa?, pero cuyo tono no persuadían al niñito, ya que parecía llorar más cuando le hablaba la madre. Alejandra quedó con una media sonrisa boba en la cara en un cuarto que, al parecer, era el escritorio de Carla, ya que veía allí los tomos de Gredos que usaban en la facultad, junto con los clásicos que también habitaban en su propia biblioteca, y grupos de hojas de carpeta donde se leía la letra de Carla que con grandes caracteres rojos rezaban 1 (Uno),
6 (seis), 7, 50 (siete cincuenta), en desprolijos trabajos identificados por apellidos y nombres como Battaglia Juan Pablo, Ignomiriello Facundo, Persano Romina. Deseó, como nunca, que esas hojas estuvieran en su propio escritorio, hasta que vio llegar a Carla con el bebé más calmado, pero aún en brazos.
- ¿Hoy no trabajás?- le preguntó Alejandra temiendo haber entendido mal y que las horas de la mañana no fueran las que le correspondían, siendo que recordaba perfectamente que Carla le había anticipado que los alumnos de la mañana eran más dóciles que los de la tarde.
- Hoy es mi día libre – contestó apurada, mientras balanceaba su cuerpo con el bebé calzado en los hombros, evidentemente para marearlo y que el chico se durmiera de una buena vez. – Me dejé los viernes para tener un fin de semana más largo. Bueno.- cortó – Vos tenés dos cuartos y un quinto. Cuarto primera y cuarto cuarta; y quinto segunda. Los de cuarto tienen que empezar este lunes con “El Avaro”, y los de quinto con “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. Terminé ayer “El Fin”. Lo comparamos con el Martín Fierro, ¿Viste? – Alejandra intentaba disimular la felicidad que le provocaba verse un fin de semana entero estudiando los textos que daría, y aunque en ese momento trató de recordar dónde tenía los apuntes de Francesa y de Argentina II, desechó sus vacilaciones para que no le arruinaran ese momento pletórico en el que estaba verdaderamente por transformarse de pronto en Dolores Tavella, la profesora que la fascinó con su modo de dictar clases cuando era adolescente. Carla seguía hablando displicentemente, mientras meneaba al chiquito con mayor ímpetu, aunque éste ya se hubiese dormido hacía por lo menos dos minutos.- Bueno, asíque, acordate de llevar el título, bah, la fotocopia con el sello violeta y el número de registro de título…. ¿Lo tenés?- Se detuvo de pronto, a lo que Alejandra, sin dejar de suponer que Carla se hubiese alegrado de que no lo tuviera, le contestó afirmativamente, y para despejar todas las dudas, aún lo recitó 635.595.
Carla comprendió que su balanceo la ponía más nerviosa y depositó al bebé en un cochecito celeste. Sin dejar de mecer ahora el coche, se sentó y la miró como si estudiara su alma:
- Tenés que entrar con cara de culo. Ya vas a tener tiempo de que te quieran. Al principio, cara de culo. De eso se vuelve. De lo que no se puede volver es de lo otro. Que te tomen para el churrete la primera clase- le aconsejó, tal vez porque desinteresadamente quisiera ayudarla y no con la actitud miserable que le adivinó Alejandra Quiere asustarme, quiere que me vaya mal al principio.
Alejandra le agradeció y tomó un taxi hasta su casa, adonde le narró uno a uno a Sergio los pormenores de la entrevista y escuchó los consejos que su marido le daba para que esa primera clase fuera eficaz.


El lunes amaneció lluvioso y frío. Alejandra no había pegado un ojo fantaseando con el primer encuentro con los que serían sus alumnos, con el modo en que saludaría en la Sala de Profesores, algunos de los cuales habían sido profesores suyos de la Facultad; o con el inicio que le daría a la clase. No podía olvidar la frase de Carla Cara de culo al principio y aunque estaba segura de que ésta no estaba en lo cierto, por alguna razón la sugerencia le daba vueltas en la cabeza. Yo odiaba que me trataran mal. Siempre me gustaron más las profesoras que me hacían sentir confiada. Es mejor para aprender estar relajado. Carla es una histérica. Y así fue pasando el tiempo hasta que el sonido del reloj despertador le solucionó la ansiedad con que había pasado la noche. Ya era lunes….
Tomó el micro que a las siete aún estaba vacío, y bajó en las puertas del Colegio Nacional. Sentía sus piernas temblar, las manos frías y transpiradas. Cada tanto le asaltaban negros pensamientos en los que suponía haber olvidado las fotocopias que le había sacado Sergio la tarde anterior, o el título que tanto le encomendó Carla, o el libro de Molière que aún tenía las anotaciones que le hiciera cuando era estudiante. Sin entender muy bien cómo, apareció en la Sala de Profesores, en la que aún no había absolutamente nadie, y olía a cigarrillo y a hojas de libro editado antes de 1940. Alejandra quedó 20 minutos sentada, observando la araña que pendía del cielorraso, los asientos repujados en un cuero de un incierto color verde y hasta unos pintorescos tinteros que definían el lugar donde cada profesor antiguo, gloria de los claustros del colegio, como Ezequiel Martínez Estrada, por ejemplo, se sentarían a armar las clases probablemente magistrales y escuchadas en un arrobado silencio por la enjundia de sus conceptos.
Poco a poco fueron llegando los docentes; una gruesa mujer pisando los 50 años, con el cráneo blanco y una extraña pelambre negra que no parecía haber sido ni alisada después de ser izada desde la almohada, y un trajecito sastre azul con un prendedor de brillantes acogotando una blusa blanca tiza; un tímido y enclenque muchacho que alguna vez vio en alguna asamblea en la facultad, una cuarentona llena de anillos y largas uñas rojas que la saludó con cortesía y le preguntó si era nueva, un sesentón noble cuya solapa enarbolaba el escudo del Colegio Nacional, y que anunció que estaba harto y necesitaba vacaciones urgente. Alejandra saludaba a todos con simpatía y buscaba a alguien con quien hablar, mientras los pasillos se iban llenando de un extraño sonido que iba creciendo a medida que pasaba el tiempo, mezcla de aullidos y voces imposibles de identificar como humanas. Parecía más bien el sonido que emana de un subterráneo, o de una terminal de colectivos.
Sonó un timbre largo y prepotente y los profesores salieron arrastrando los pies de la Sala, sintiendo Alejandra que su corazón latía rápidamente, mientras fingía no mostrarse demasiado novata en cuanto a qué costumbres habría en el rito del saludo a la Bandera. Encontró, para su tranquilidad, que sólo se escuchaba la Oración a la Bandera de Joaquín V. González repetida entre dientes por sus ahora compañeros y ni siquiera mentalmente por los más de mil adolescentes que poblaban el patio, mientras un representante de cada año estaba de pie en el mástil con una actitud lindante con el desprecio más absoluto por todo lo que sucediera en el patio, la portería, los pasillos, las aulas o los baños. La Directora saludó y los alumnos caminaron con una postura desprolija hasta cada salón.
Alejandra buscó en la pizarra el plano y descubrió con creciente incomodidad que debía subir tres pisos. Se cercioró de que entraba a quinto segunda y comenzó a cumplir el sueño que la había mantenido en vilo desde el viernes a las diez y veinte de la mañana, en que Carla le había comunicado que tenía quince horas cátedra para enseñar literatura en el Colegio Nacional.
Atravesó la puerta y quedó de pie, esperando que sus alumnos estuvieran al lado de cada pupitre con actitud disciplinada, esperando que ella diera los buenos días. Pero no sólo estaban caminando por el salón, sino que algunos parecían muertos recientemente de un balazo, con la cabeza hundida en el banco, otros con las piernas alzadas y cruzadas cómodamente, mientras cantaban canciones con voz perturbada, mascaban chicles con la boca exageradamente abierta o escupían la espalda del único que estaba sentado como un ser humano, un muchacho rollizo con anteojos que soportaba con paciencia los ultrajes a los que sus condiscípulos lo sometían sin piedad.
Alejandra saludó, de todos modos, pretendiendo ignorar esas conductas, y prometiéndose que la próxima clase estarían estacionados al lado del pupitre, puesto que ella les enseñaría la razón del rito. Algunos la miraron con indiferencia, otros, más compuestos, se sentaron. Sin embargo, quedaban alrededor de diez o doce muchachones sentados en corro, al parecer, jugando a las cartas y gritando alterados ¡Quiero vale cuatro, carajoooo! Ella trató nuevamente de ignorar este segundo desmán, y volvió a saludar, entendiendo que este gesto iba a abochornarlos , pero no solamente no se avergonzaron, sino que al notar que no había reacción por parte de ella, uno de los muchachones, que dudosamente era menor de edad, se levantó de una silla en la que estaba sentado con el respaldo al revés y tiró un naipe con el que ganaba la partida y se tomó con la mano izquierda los genitales mientras los zarandeaba de arriba hacia abajo sin despegar su mano de ellos gritando como un facineroso¡¡¡ Toma, tomá!!! Dando los otros unas risotadas estruendosas que a veces se deformaban en agudos chillidos que las mujeres especialmente suponían acallar con gritos aún más irritantes ¡¡¡Callate, boludo!!! ¡¡¡ Está la mina acá!!!! Como si con esa intervención la defendieran de semejante caterva de bestias.
Alejandra sentía que las sienes le reventaban, pero se acercó al primer banco, intentando mostrar autoridad, y dijo:
- Silencio… silencio por favor…. – Los varones, especialmente, seguían con risotadas ahora impostadas y fingidas, cada vez más agudas – Silencio, chicos… silencio por favor…- Al ver que silencio completo no iba evidentemente a conseguir, forzó la voz, pretendiendo tapar el murmullo- Me voy a presentar. Me llamo Alejandra y estoy reemplazando a Carla Morelli - ¡ La yegua, la yegua! Gritaban voces anónimas junto a carcajadas larguísimas ¡La empomaron y le llenaron la cocina de humo!!Creo que no corresponde que pronuncien improperios de una señora ¡¡La concha de la lora!! ¡¡Andá a lavarte la pochola!!- hacían versos , mientras ella iba forzando cada vez más la voz. – Carla ha sido compañera mía, y es una muy buena profesora de literatura ¡¡ Agarrámela que está dura!! – se envalentonaban cada vez más, mientras Alejandra seguía convencida de que tenía algún sentido seguir allí parada. De pronto recordó las palabras de Carla y comenzó a poner en práctica sus consejos:
- ¡¡¡CREO QUE ESTO ESTÁ PASANDO DE CASTAÑO A OSCURO!!- gritó como nunca en su vida había experimentado su voz, a lo que el muchachón aquél que la hubiera impresionado con sus movimientos obscenos se acercó y le susurró con voz serena e imperturbable:
- Andá a lavarte el culo- rimado lo cual se retiró hacia su asiento gozando de las carcajadas vergonzantes de sus compañeros y de la cara desencajada de Alejandra que comprendió, ya tarde, mientras iba a Personal a retirar su título con sello violeta, que no escuchar a quien se ha mantenido algunos años en la docencia es un error imperdonable, que Carla seguramente sabía lo que le estaba diciendo con su consejo, y que no hay otra posibilidad, cuando de menores de edad , débiles mentales o reclusos se trata, que entrar a los fustazos y con una impostada cara de culo que irá desdibujándose a medida que el silencio se imponga.

MACHACA ARIAS GUEVARA, MISS SIETE DÍAS




“M prece k intrnron Machaca” escribió Verónica en su celular para enviar un mensaje de texto a Carola, quien no era posible que estuviera al margen de todas las novedades familiares, en razón de que era la mayor de las cuatro, y la más sensata o, al menos aparentemente, era un poco más racional y sabía qué pasos seguir, por lo que apenas las hermanas conocían antes que ella algún dato , se sentían en falta y consecuentemente compelidas a anunciarle la primicia, por el medio que fuera, de tal modo en que a veces Carola recibió exactamente el mismo mensaje de texto pero proveniente ya de Constanza, ya de Bárbara; mientras atendía el teléfono donde Verónica parecía leer los mensajes enviados por las otras , puesto que los repetía exactamente con las mismas palabras.
Estaba por arrancar el auto, saliendo de una reunión en el Instituto de Inglés donde ejercía la Dirección, con poco menos que diez insultos que no había dicho a sus docentes, números que no cerraban, y concluyendo con espanto, que no había dejado a Rosa el dinero para que Martín llevara al campamento, y ni aún nada en la heladera para que la fiel pero ya mañosa mucama que le hubiese legado su madre, preparara al menos una tarta seca de jamón y queso. El espanto se incrementó ante la marcha del automóvil que abrió sus señales indicando con una luz anaranjada que eran las dos menos veinte y que no tenía casi nafta, por lo que decidió actuar tal como la parsimonia de Enrique siempre le indicara Hacé las cosas de a una, no gastes energía en lo que podés solucionar después. Agradecida por la voz imaginaria, que cada tanto le sonaba para calmarla, estacionó frente a un milagroso surtidor que como por arte de magia se le apareció a la vuelta del Instituto, instalado en una estación de servicio que ni se acordaba que estuviera tan cercana. Mientras una playera fibrosa como la Tigresa Acuña con visera le cargaba el tanque, Carola juntó fuerzas y llamó a Rosa, que la atendió con los mismos malos modos con que le hablaba cuando no quería ir a piano a los siete años y tenía que despertarla a las ocho de la mañana. Le indicó que llamara a una casa de comidas, ignorando los gruñidos de la otra, y se alivió cuando se enteró de que Martín no había querido ir al campamento, con una negativa manipulada por Rosa cuando era ella la que no quería organizar algo que se refiriera a los hijos de Carola, del estilo O sea que no vas al campamento, entonces? y a lo que los chicos, con esa atroz deficiencia mental en la que caían cuando aún no se habían despertado del todo, respondían cualquier cosa que los dejara dormir en paz, aunque cuando se despertaran, lloraran hasta las seis de la tarde.
Cuando hubo solucionado el campamento y el almuerzo, recordó el mensaje de Verónica Qué pendeja de mierda, por qué no escribirá como dios manda, se preguntó mientras trataba de decodificar ¿a la tía Machaca? ¿La internaron? y mientras le daba la tarjeta de débito a la recia playera que casi le tiró la llave del auto en la cara, llamó a su madre.
- ¿Mami? Carola, sí. ¿Qué sabés de la tía Machaca? Su madre le dio aproximadamente el parte médico, acaso con palabras más académicas que el gerontólogo que atendía a Machaca Arias Guevara, una de las hermanas vivas de su padre, y la única que había mantenido el doble apellido, puesto que hacía un escandaloso alarde de la inconsistente alcurnia con que habían nacido entre 1920 y 1941. – Bueno, bueno, beso, mami…- trató de acelerar la conversación telefónica Carola, firmando el ticket y arrancando con una sola mano y con el celular atrapado entre su oreja izquierda y el hombro, maniobra que había precipitado el aro hacia la pedalera del auto. … cómo si esto no se hubiera visto venir desde hace como diez años. Ya cuando murió el tío Copete se empezó a pirar….Carola llegó a su casa y llamó a las hermanas, con quienes celebró un cónclave para tomar cartas en el asunto, puesto que se sentían llamadas a asistir a los únicos ancianos que quedaban en la familia; su madre, la tía Machaca y en menor medida, la tía Morita.
Después de poner cada una excusas para no ocuparse más que de ir en el horario de visita o de darle de comer a los tres gatos de Machaca, Carola las emplazó:
-No…. La tía Machaca me enseñó a pintarme los ojos. Y fue la que me dio el primer porro. Yo quiero que se divierta, que la pase bien, que le sigamos la corriente.
-Vos lo que querés es cagarte de la risa cuando te cuente que se fue con Nono Pugliese de Mau Mau y al otro día Claudia Sánchez la puteó a los gritos en Guindado- largó de pronto Bárbara que siempre parecía enojada con la condición humana.
- No seas yegua, Bárbara. Ya me sé de memoria los amores de la tía Machaca, y la mitad deben ser delirios de ella. Quiero alegrarla. Me dijo mamá que no reconoce a nadie, y que pesa 40 kilos.
-¿Y qué te asombra? Toda la vida pesó 40 kilos…. ¡Si era anoréxica!
- ¡¡¡Bueno, che!!!¡¡¡ A mí me gustaría que Sol o Trini me fueran a ver al geriátrico cuando hable pavadas!!!- trató de hacer reflexionar Carola a sus hermanas.
- En todo caso al cementerio. Vos te vas a morir antes que nosotras- argumentó Verónica, quien se creía todavía que estaba en la escuela secundaria, y repartía los recuerdos infantiles entre Carola y su madre, entre otras cosas, porque Carola se había ocupado de ella toda la vida. Las tres hermanas festejaron los dichos de Verónica con una carcajada irrespetuosa, que a la mayor sólo le produjo un rictus de saturación, pero después de dar ejemplos en los que siempre encontraban a la tía Machaca en retazos de vida que las habían hecho reventar de risa, y de recordar que había sido, por lejos, la tía más querida y más esperada en las navidades en Tortuguitas, decidieron ir esa tarde las cuatro juntas a divertir a la tía Machaca, en un plan riguroso que representaba para cada una, dos horas, al menos por día y por turnos, de atención.
Cuando llegaron a la habitación, Verónica alabó el empapelado azul con magnolias:
- ¡Qué buen empapelado! ¡Yo quería uno así para el cuarto de Trini!
- Ah, ¿Sí?- se escuchó la voz cavernosa de la tía Machaca desde la almohada – Traela acá, vas a ver cómo se divierte.- Verónica se sintió, una vez más, una tilinga superficial, pero como pese a eso, era la más cariñosa, casi corrió hasta la cama con un torpe movimiento de brazos anhelantes y abrazó a la anciana que parecía una niña con un pijama blanco con florcitas lilas.
- Callate, mala. ¿Cómo estás?
-Perfecta, ¿Cómo voy a estar? Son cosas de tu madre, que como se ocupa con los hijos de ustedes, vagas de mierda, no tiene tiempo para estar vieja. Pero como yo no fui tan pelotuda como ella para tener cuatro yeguas como ustedes, que encima tienen hijos como vacas…
-¡¡¡Buenoooo!!!- interrumpió Bárbara, cuyo mal carácter empezaba a olvidar que la tía tenía Alzheimer, y ya casi estaba decidida a quebrar el acuerdo entre las hermanas y ni siquiera cumplir con ese primer paso-
¡ Qué día tenemos, eh!!!.
Carola hizo como que no escuchaba, le dio un ramo de fresias y besó el pelo entrecano de Machaca, que olía al perfume francés que siempre había usado y que ellas bien conocían como representante de la presencia de su tía.
- ¿Te tratan bien, tía?
- Como el ojete- contestó nuevamente la voz destemplada de Machaca – Todas las enfermeras son unas frígidas- aclaró como en secreto, poniendo la mano nudosa que asomaba por el pijama, como si fuera un tabique entre su boca y los oídos que pudieran escucharla, aunque la tonalidad de su voz no tuviera, en modo alguno, la calidez del secreto, puesto que le faltaba poco para aullar.
- ¡Pero che! – Constanza cerró la puerta con pudor, para que el comentario grosero no llegara a oídos de las enfermeras que iban y venían por los pasillos y que parecían entrar a cada momento para acallar la hostilidad de Machaca con una inyección letal o para llevarla a un cuartito donde la castigarían severamente con una sesión de electroshock que la dejaría estúpida para siempre. – Bajá la voz, tía, por dios.-
- ¡A mí qué me calienta!- lanzó nuevamente la tía Machaca con una tos de fumadora que impidió oír el enunciado entero – Prefiero estar muerta antes que este opio.
- Bueno, tía, - trató de distraerla Verónica – Pero te vinimos a visitar, las cuatro juntas, como cuando éramos chiquitas-
La tía Machaca se incorporó apoyando los brazos escuálidos con manchas violáceas, dejando ver un pescuezo fláccido, y los huesos de la clavícula descarnados, que formaban dos huecos capaces de ser llenados con agua, en razón de su hondura.
- ¿Y quién te ha dicho a vos que me gusta verlas?- largó despaciosamente, con una expresión casi feroz en la cara esquelética.
Las cuatro hermanas quedaron aturdidas, e inclusive Constanza percibió un movimiento de impulso en la cadera de Bárbara que ya no tenía ningún interés en seguir escuchando los agravios de la tía Machaca, sin, al menos, devolverle tres o cuatro frases que le devolviesen la sensatez que, a decir verdad, nunca había tenido.
- Sos mala, tía- protestó infantilmente Carola – Vinimos a verte porque supusimos que te gustaría vernos, sino, no veníamos – concluyó con un argumento más infantil que su protesta.
- Ustedes siempre fueron malas conmigo- dijo al fin Machaca también aniñando la voz, pero conservando un dudoso tono masculino en ella, fruto de los desarreglos que venía infligiéndole desde 1947.
- ¿¿¿¿¿ Malas????- dijeron las cuatro en diferentes momentos- ¿¿Por qué, tía? – más que preguntando, rogando una explicación para no echar por tierra la imaginería de las hermanas de que la tía Machaca había sido la tía más querida, la que les había enseñado a maquillarse, a tratar con hombres, a fumar, a tomar alcohol y bailar hasta la madrugada.
- Ustedes le contaron a Papito que yo salí Miss Siete Días- Dijo de pronto, moviendo un artrítico dedo índice acusador, que ubicaba a las cuatro Arias como las hermanas de Machaca, las cuatro Arias Guevara, muertas alternativamente entre 1960 y el año anterior, y como no había otra persona, la demencia de Machaca no podía ubicar ni a Copete, ni a Quitito, el padre de las Arias, y mucho menos a la hermana menor, Morita, que vivía en Estocolmo desde que se hubiera exiliado en 1975 a causa de su militancia suicida en las FAR. Carola abrió desmesuradamente los ojos alertando a las hermanas y con la boca en círculo y la lengua apenas apoyada en el labio superior, gesto que pretendía avisarles que ya se había dado cuenta de los pasos a seguir, le pidió disculpas en nombre de todas.
- Bueno, Machaca – guiñando un ojo a Verónica que no terminaba de comprender – Perdón. Es que viste como era papito, nos amenazó con no dejar que fueran los muchachos a visitarnos a casa – y esperó la respuesta de la tía, que tampoco se habituaba al cambio repentino de discurso de Carola.
- ¿Qué está diciendo ésta?- Le preguntó por lo bajo Constanza a Bárbara, que, al ser más despierta que las otras dos hermanas, había comprendido.
- ¿ Y cuál es el problema que le contemos a papito?- preguntó entonces Bárbara apoyando la estrategia de Carola y bajando la cabeza ejecutando un asentimiento que más quería decir que había ganado alguna partida en competencia francamente sangrienta, a algún contrincante que tanto podía ser su tía o las hermanas, es decir, quien estuviera presente en ese instante.
- ¿Cómo cuál es el problema?- retrucó Machaca – No pude salir en la tapa, qué chiste…- susurró amargamente, para después arremeter nuevamente- Y ayudado por el hijo de puta de Quitito que en vez de defenderme, me agredía diciendo que yo era demasiado grande para salir en la tapa.- Bárbara especialmente, volvió a sentir fastidio al escuchar hablar mal de su padre, a lo que respondió, ya sin recordar el plan tácito entre las cuatro:
- ¡Y tenía razón! ¡Si ya tenías como 38 años!
- ¡37 tenía, 37! – repetía, indignada – Ya para esa altura, Liliana Caldini tenía como treinta, pero como se hacía la nena…- dejó inconclusa la frase.
-¡Treinta no es lo mismo que treinta y siete, tía! -
- ¿Por qué me decís tía, Tula?- confundía Machaca a Constanza, que ya no sabía lo que debía decir, y había creído que con su intervención prácticamente revertiría el Alzheimer de Machaca.
- Bueno, me equivoqué – decía como toda explicación, no se sabía si la justificación se refería a Machaca, o a las hermanas, que le hacían caras para que no levantara la perdiz. Carola intentó poner paños fríos resistiéndose a creer que las hermanas le discutieran en realidad a la tía Machaca si debía o no estar en una tapa de revista a los 37 años.
- Bueno, no importa… ¿Sabés qué vamos a hacer, Machaca? Lo vamos a convencer a Papito – con una sonrisa melosa que la tía desdeñó como gesto afectuoso, puesto que le escupió una mirada llena de inquina.
- Siempre fuiste medio pelotuda vos, Carolita… Papito murió en el año 70. Vos tenías tres o cuatro años. Y te quedaste conmigo en Tortuguitas. ¿No te acordás?- replicó de pronto como si la razón recobrada en un solo instante la volviera aún más renegada.
Carola se dio por vencida. Nunca había podido seguirles el tren a sus propios hijos cuando le respondían serenos enunciados donde avergonzaban sus intentos por comprenderlos, y tampoco jamás había logrado, con sus estrategias copiadas de los Films americanos donde se enfrenta al enfermo mental con sus fantasmas, más que agudizar los conflictos hasta un límite insano; por lo que se levantó de su silla, y mientras le mostraba a la tía Machaca la mirada más dura que hubiera encontrado, dijo como para sí:
-Siempre fuiste una vieja de mierda. Ahora entiendo por qué te quedaste soltera- Dio media vuelta, y se fue hacia la salida.
Las hermanas la siguieron corriendo y hasta patinando por el pasillo de la clínica, mientras Machaca gritaba desde la cama los insultos más soeces que conociera en sus 78 años de vida, mezclando todo ello con la tapa de Siete Días, los cigarrillos Imparciales, el hijo de puta de Quitito y la yegua de Amanda, la ausencia de Morita y un matrimonio fugaz de pronto con Stanley Kubrik, y al rato con Perón, atrocidades cuyas causas debieron desarrollar las hermanas a Verónica durante toda la tarde, con la explicación detallada de los síntomas devastadores del Alzheimer.

REUNIÓN DE PADRES



Constanza estaba esperando a Pablo que llegara del estudio para ir juntos a la reunión de padres. Comenzarían las clases en una semana, y el colegio había decidido, evidentemente por alguna razón que obedecería a las negras experiencias acumuladas durante sucesivos ciclos lectivos, reunir a los padres de los niños de primer grado una semana antes que al resto. El colegio que habían elegido para Bartolomé no era tradicional. Tanto Pablo como ella habían asistido a colegios públicos prestigiosos; Pablo al “Colegio”, como gustaba a los ex alumnos del Nacional Buenos Aires convocar a su antigua institución, en un intento elitista de sentirse pertenecientes a un club decimonónico, tal como si se tratara del “Club del Progreso”, y ellos pasaran a adoptar la máscara de Florencio Parraviccini corporizado, cada vez que recordaban sus claustros. Ella, a un Normal de Señoritas, que al final de los 80 era más bien de groseras cultoras de la ignorancia, aunque perduraran sin jubilarse las glorias vetustas que otrora salieran de la Facultad de Filosofía y Letras, recibidas antes de la noche de los bastones largos.
Una vez que la educación pública pasara a ser destruida por las administraciones de los 90, las hermanas Arias decidieron pasar a sus hijos a colegios privados “ progresistas” y naturalmente laicos , con nombres como “ Charlie Chaplin”, “ Ernesto Guevara”, o “ Julio Cortázar”, siendo, naturalmente Carola la que iniciara la ofensiva, en principio por ser mayor que ellas, pero además porque siempre había sido imitada en todos sus pasos por sus hermanas, a costa inclusive de no ser seguidas por los maridos en sus decisiones, o a desenterrar viejas luchas de poder entre los matrimonios que llegaban hasta a fugaces divorcios de tres o cuatro meses.
Ninguno de los maridos de las Arias estaba a favor de la educación privada, por lo que cada fiesta escolar, cada reunión, cada exposición de ciencias representaba para ellos un sapo que debían tragar si no querían salir a buscar departamento de dos ambientes, aún quedando por pagar el crédito por la casa en la que había quedado llorosa cualquiera de las hermanas.
El único que empezaba primer grado ese año era Bartolomé, llamado así por Constanza por el bisabuelo Arias, pero nombre que en vez de enorgullecerla como patricia que se sintiera, debía explicar cada vez que lo pronunciaba. Es por mi bisabuelo, no por Bart Simpson. Los hijos de Verónica eran aún más chiquitos, y los de Carola y Bárbara estaban ya en los grados superiores y aún en la Secundaria, por lo que Constanza echaba bastante de menos la presencia de sus hermanas que la confortaran en una de las tantas fobias que sentía desde muy chica: Las aglomeraciones calurosas. Pablo, además, al no ser afecto a esa escuela, parecía estar más en babia que de costumbre, por lo que a riesgo de incrementar hasta la demencia los nervios de Constanza, aún no había llegado a las siete menos cinco, mientras la reunión comenzaría a las siete y debían atravesar media ciudad en hora pico para llegar a la Institución, llamada elocuentemente: Colegio Modelo “Juanito Laguna”.
- ¡Ay, por dios!- gritó al portero eléctrico cuando escuchó el timbre que había apretado dos veces Pablo, mientras buscaba denodadamente la llave que hubiese manoseado desde las seis y media para tenerla a mano y que ahora había perdido de vista por completo - ¡Ya bajo, ya bajo!- y dando una vuelta inútil, que parecía no llevarla a ningún lado, iba levantando al voleo la cartera arrastrando unos pasos cortitos que la convencían de que se estaba apurando. Después de torcerse un tobillo en la entrada del ascensor, después de confiar en que Pablo tuviese llave y no entraran forajidos a su departamento para robarle todos sus bienes, sintió que los doce pisos la calmaban, de modo que sacó un rouge y se pintó los labios mirándose en el espejo y haciendo una media sonrisa a su imagen, que repetía, obviamente, su gesto.
Pablo estaba de pie en la vereda, con los brazos en jarras, con el auto en marcha y mal estacionado y le hacía señas de que se apurara con la mano, entrando como una tromba en el coche Éste llega a la hora que se le ocurre y ahora me pide que me apure, pensó Constanza con rabia, pero ni se le ocurrió más que un saludo cariñoso, rozando apenas sus labios coralinos y pegajosos contra los de su marido.
- ¿Y Bartolo?- preguntó
- Se quedó en Tortuguitas con mamá y los chicos de Carola, ¿No te acordás que te dije?
- Ah, sí – recordó vagamente él, que no sabía si disculparse por su llegada tarde o romper el formulario en el que habían inscripto al chiquito en el
“Juanito Laguna” para anotarlo en la Escuela Municipal Nro. 78 “Juan Bautista Alberdi”, a la que se podía llegar caminando puesto que quedaba a tres cuadras y media.
- No empezará a las siete en punto- aventuró ella como si se pusiera del lado de su marido y de pronto comenzara a criticar a la escuela.
- No…. No creo. Si empieza a horario, compro- bromeó, lo cual la tranquilizó en parte, y en parte también la convenció para orar para que comenzara temprano. Hicieron el trayecto hablando de nimiedades domésticas y hasta él le elogió el vestido negro sin mangas y cuello alto que había elegido como el más apto para una reunión en la escuela. Cuando llegaron, eran las siete y veinticinco.
Entraron por una galería con letras hechas con distintas caras de Juanito Laguna, que decía “BIENVENIDOS”, y con flechas, un Juanito copiado seguramente por la maestra de plástica iba dirigiendo a los presentes hasta un salón lo suficientemente amplio como para albergar a cincuenta personas, que a Constanza se le antojó que podría ser el salón de música al ver que allí había un piano y una batería, y la reproducción “Juanito tocando la flauta”. Le gustó el gesto, y consideró que allí Bartolomé encontraría el sitio digno para su inteligencia y su motivación que desde chiquito había tenido, en razón de haber estado abocados a la tarea de estimularlo con todo lo que tuvieran a su alcance para que ya pronunciara a los dos años, como un loro, “ Guegodio Tanta”, cada vez que veía en el suelo un insecto aplastado o caminando, media lengua que Constanza se encargaba de traducir, siempre que podía: Ahhh, “ Gregorio Samsa, dice… ¿ Podés creer? ¡A cada bicho que ve!, por si alguien no hubiese comprendido que Bartolomé identificaba a un insecto con “La Metamorfosis”. Mientras admiraba que los baños, que estaban enfrente, tenían sendos cuadritos de Juanito y de Ramona, respectivamente para los varones y para las mujeres, saludó con una sonrisa al auditorio que escuchaba a la directora, vestida como una psicobolche de los años 80, que se anudaba y se desanudaba alternativamente una chalina de batik, y quien en razón de la tensión que estaría soportando, y de la edad con que seguramente contaba, debería padecer algunos trastornos menopáusicos, pese a su aparente porte de veinteañera ….y por lo tanto, queremos…nada…exprimir a los nenes, queremos sacarle el potencial…o sea, todo… digo, que saquen, que saquen, haciendo movimientos de olas con los brazos que sean, o sea… libres, porque nosotros,… nada… no somos una institución convencional, somos un grupo de soñadores, o sea…un grupo de artistas… algunos discípulos de Antonio…y… nada… queremos que los nenes vengan el primer mes como si …o sea, una articulación con el kindergarten….que traigan la mochi del kinder, o sea, que se sientan relibres. Pablo miró incrédulo a Constanza que comenzaba a sentir vergüenza ajena, y cuyas manos sudadas empezaban a enfriarse. Ella pretendía dar un poco más de crédito al colegio, ya seducida por la reproducción que aparecía arriba del matafuegos: “Incendio en el barrio de Juanito”, por lo que pretendía que las palabras de la directora no fueran más que las de una mujer trastornada, que no sería la real acompañante en el proceso de escolarización de Bartolomé, sino que lo sería su maestra, cuyo rostro pretendía adivinar en las sillas en las que estaba sentado el cuerpo docente, en semicírculo atrás de la directora psicobolche a quien todos llamaban Diana como si la conocieran de la secundaria. Buén, nada… los dejo con el maestro de primero, o sea… Hernán. Hernán era un hombrón cuyos rasgos apenas si se conjeturaban atrás de una pelambre como electrificada que lo asimilaba patibulariamente a Charles Manson, con tres collares indígenas en el cuello y un anillo con una calavera en el índice. Cuando se levantó de su silla y por la apariencia general, Constanza y Pablo esperaron que tuviera la voz de Pappo, pero sonó una atiplada voz que les recordó a Horacio Acavallo, que señaló amablemente que él era partidario del trabajo comunitario frente a los actos de indisciplina, como cantar canciones de Pipo Pescador en los geriátricos en los que trabajaba por ser miembro de una ONG, o llevar todos los jueguitos de play station a los barrios carenciados en los que también su ONG actuaba desinteresadamente, para que los chicos que tienen la suerte de tener su Daddy que le compra esas idioteces sepan lo que es no tener electricidad . Constanza, literalmente, escuchó su corazón latir. Y mientras la maestra de plástica iba dando la lista de materiales cartón, 25 corchos, fósforos “ Fragata”, alpiste, cola de carpintero, un mueble en desuso, lápices ecológicos, grafito, colores primarios, negro y blanco, pero óleo; un sol de noche para los días de lluvia que no puedan pintar con luz natural y cuidemos la energía, un mameluco anaranjado, viruta, lijas de carpintero, una sierra eléctrica , ella y su marido se vieron empujando las sillas que los separaban de la puerta de salida, ambos pensando en acampar al otro día frente a la “ Juan Bautista Alberdi” para conseguir lugar para Bartolomé, y corriendo desesperadamente por el pasillo que daba a la salida, cuyo cuadro alegórico era una enorme reproducción de “ El Mundo prometido a Juanito”.